Por Jonathan Novak
El abuelo Samuel siempre me acaricia la cabeza cuando voy a verlo, yo me siento a su lado y le platico cómo he jugado en el día; le cuento que me escondí de la señora grandota, y ella como siempre, enojada que porque no debería estar ahí.
El abuelo me pregunta «¿por qué has venido?», yo le digo que voy a verlo, y con sus ojitos cerrados sonríe.
Aquí todos llevamos las mismas ropas, a mí me gusta, aunque es raro ver al abuelo Samuel con su vestidote azul; el otro día le pregunté por qué usábamos esas ropas y él me dijo que eran para estar más cómodos. Yo le creo, a mí me gusta mi vestidito, es cómodo y rosa, y tiene muchos dibujitos de Minnie Mouse por todos lados.
A mí me gusta toda la gente del hospital, la que me cae mal es la señora grandota que visita a veces a los viejitos, ella trae la ropa como los doctores, viene vestida de blanco y muy planchada, ella entra y te pregunta «¿cómo te sientes?» y si le dices «todo bien» ella no se pone felíz, en eso es diferente a los doctores, ella sólo ve sus papeles y se retira. Algunas veces, cuando me ve al lado del abuelo, ella me dice que me devuelva a mi cuarto, yo me voy, mas no me devuelvo; allá donde están los niños no es mi cuarto, si lo fuera sería sólo mío, «esa es la habitación de los niños» pienso y me escondo otra vez.
Ahí donde estamos, todos parecen tristes, los doctores y enfermeras se sonríen con los de los vestidos, pero cuando hablan entre ellos se ponen bien serios, y apuntan hacia las habitaciones; también las visitas vienen serias. Tori, la niña del abuelo Samuel, le digo niña porque él así le habla, «mi niña» le dice cuando Tori entra. A mí me da pena y me salgo de ahí, de lejos los alcanzo a ver y a escuchar, Tori le toma la mano y «papá, lo quiero mucho» le repite cuando viene; y aunque querer es algo bueno, ella se pone llorosa y mocosa y así como a mí, el abuelo Samuel le acaricia la cabeza. Verla llorar me da tristeza, luego de que se va Tori voy con él y le pregunto si ya le toca, es que así dicen aquí, «ya le tocaba» dicen y los tapan, luego se los llevan y yo, ya no los vuelvo a ver. Él entonces me acaricia la cabeza y sonriente con los ojos llorosos, me dice que aún no y me manda para mi cuarto que no es mi cuarto.
Allá donde estamos los niños a veces platicamos; «yo visito al abuelo Samuel porque su mano me abarca toda la mollera» le digo a Daniel, «yo visito a la abue María porque siempre me da paletas de su bolso» responde él, a mí me gustaría que el abuelo me diera dulces, pero me conformo con que me acaricie la cabeza.
La señora grandota ya está muy enojada, las líneas de su frente casi se unen las unas con las otras, ella llega y «¿como ha estado don Samuel?» le pregunta, él insiste que «bien»; miente, yo lo veo cansado, ya no me acaricia la cabeza como antes.
Al día siguiente lo visito y le pregunto otra vez al abuelo «¿ya le toca?» y él no me responde, yo me agarro de su mano y el abuelo Samuel ni se mueve, me da miedo, porque así se llevan a los viejitos, cuando ya no se mueven nadita. La caja pegada a su cama empieza a hacer mucho «bip», no un «bip» y luego otro «bip» como antes, ahora sólo hace un «bip». A lo lejos, un doctor grita, sus pasos gigantes se acercan con prisa, yo me escondo y veo como entra y la señora grandota se queda ahí en la puerta, los doctores la pasan como si no estuviera, ella sigue sin estar felíz. Las personas que entran tocan y tocan al abuelo Samuel y nada que se escuchen más «bips», sólo uno; la señora grandota me ve escondida, pero ya no me dice que me salga, ella sólo asiente con la cabeza y se va a su cuarto, al que está al lado del de los niños, el que sí es suyo, porque sólo ella vive ahí, sólo ella entra ahí.
Yo sigo escondida ya cuando los doctores taparon al abuelo Samuel, todo está callado, no hay más «bips» ni voces ni pasos. Escucho que alguien viene del pasillo, son pasos pequeños, por eso no me escondo, los niños no regañan a otros por estar fuera del cuarto de los niños, veo a Daniel asomado por el borde de la puerta y así como los doctores me dice «ya le tocaba, a la abuela todavía no, ella está fuerte» se despide de mí y se va para con la abue María. Cuando Daniel y su andar de niño se han ido, agarro la mano del abuelo, y lo jalo y lo jalo hasta que lo levanto, Samuel ya no se ve cansado, está de pie, yo lo tengo de la mano, él me sonríe; ahora sí le digo felíz «ya nos toca» y nos vamos caminando.
Muy bien té felicito un gran cuento triste pero real un día vamos a estar inmersos en ese personaje del abuelo Samuel ojalá lleguemos a estar preparados cuando ya nos «toque»
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