Las estaciones de su vida

old-hands

Por Aledith Coulddy

El hombre camina a través de pasillos blancos ausentes de decoraciones. La ansiedad se acrecienta a metros de llegar al cuarto 230.

Mira una grieta en la pared opuesta y una cucaracha que camina de forma amenazadora hacia la puerta donde, al abrirla, ella se encuentra.

Sus manos tiemblan, su corazón palpita a más de cien y las lágrimas peligran con desbordarse de su párpado inferior. Cae en cuenta de que esa noche será la última en la que verá a su madre. Ella está cansada y él lo sabe mejor de lo que le gustaría reconocer.

Gira el pestillo y asoma un pie hacia la oscuridad. Le da la bienvenida el pitido intransigente de la única máquina que la mantiene con vida.

Carece del valor para hacerlo, pero sus emocionas lo instan a entrar a esa glacial habitación; mira a su madre postrada y la llama por su nombre. Ella no voltea.

Su cabello está adornado de blanco, como nieve que ha esperado paciente la llegada del invierno. Hay grietas también bajo sus ojos y manchas marrones en el dorso de sus manos. Él no cree haber visto –por última vez- a alguna mujer más hermosa.

Sostiene con delicadeza su mano; está tibia. Hay barniz de matices violetas sobre sus uñas, y en la palma, zonas rugosas parecidas a la hojarasca que se lleva el viento otoñal cada noviembre.

—Madre…

El hombre solloza como un niño pequeño al pronunciar esta palabras y con pánico, empieza a cuestionarse el cómo podría transformarla en un ser perpetuo. ¿Dónde está la receta para la inmortalidad?

Rememora de pronto a esa mujer paseando por el parque con su vestido de flores azules diciéndole que es hora de bajarse del columpio. La recuerda con el ceño fruncido cuando llevó a su primera novia a casa y puede ver claramente las lágrimas que despintaban su maquillaje cuando le dijo que se iba a casar; ella sostenía a su padre del brazo con fuerza y disimulaba su llanto cuando él se atrevía a mirarla.

Los médicos entran; es hora y él lo sabe mejor de lo que le gustaría poder entender. Cubren su cuerpo de un crudo manto negro y se pronuncia la hora exacta en que su madre dejó la Tierra.

La vida empieza a transcurrir tan rápido como los veranos fugaces donde ella le permitía dormir hasta tarde, porque sabía que el semestre había estado pesado; bajaba al comedor y ella le tenía listos huevos revueltos con tocino, sus favoritos. cambiaba el canal de la televisión aunque ella estuviera viendo su programa predilecto y lo regañaba cuando se daba cuenta de que todo ese tiempo había estado descalzo.

La vida continua andando inclemente y sus recuerdos son cada vez más nebulosos, apenas puede evocar el sonido de su voz y su rostro luce opaco entre tantas memorias.

No puede permitirse dejarla ir u olvidar así como así que siempre le decía a todo mundo que la primavera era la mejor época para enamorar a alguien, porque fue precisamente cuando papá la enamoró a ella. Se sentaba en su mecedora a platicarle a sus nietos historias de dragones y princesas; casi nunca ganaban las princesas.

El hombre se impacienta y sabe que el tiempo se agota también para él; se vuelve apremiante traer de vuelta a su madre cómo algún día juró hacerlo.
No hay otra forma, lo ha decidido. Sólo así vivirá eternamente.

Abre un cajón y toma sus viejas herramientas, las mismas que había mantenido olvidadas desde que ella enfermó. Está todo listo para hacerlo y no puede aplazarlo más.

Sobre una hoja blanca y ausente de decoraciones, su ansiedad se va disolviendo porque en ella comienza a escribir un texto que poco a poco va trayendo de vuelta a su madre. Una historia que hará que ella vuelva a la vida y que esta vez sí viva para siempre. Al terminar de escribir, como siempre lo hace, como siempre lo demora, vuelve a la parte inicial del texto para escribir el título. Un título que resume la muerte y que resume también la vida y así, en letras mayúsculas escribe “Las estaciones de su vida”.

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