Las consecuencias del poder

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Por S. Bobenstein

Ya eran las 12:00 y hacía un calor abrasador aquel día de verano; según reportaban en los medios, durante esa temporada tendrían una temperatura promedio de 38°C en la ciudad, por eso Lorenzo agradecía el respiro refrescante del aire acondicionado del supermercado. Ya había sudado suficiente en el trayecto a comprar los ingredientes para la comida del día pese a su ropa veraniega y el ambiente de la tienda le devolvió el alma al cuerpo.

–A ver… –Lorenzo sacó de su bolsillo trasero una lista con los ingredientes remarcados con las exactas cantidades que necesitaba de cada cosa, dispuesto a iniciar la marcha por los pasillos–. Cuatrocientos gramos de filete de res, una barra de mantequilla, un frasco de pimienta negra…

Había pasado un año desde el incidente de Ash-Zahrek y las medidas de contención que hubieron de ejecutar el Gran Maestro Orlando Bruno y Lorenzo en conjunto para que la realidad regresara a su curso normal y que la gente que presenció el inminente apocalipsis lo olvidara. Con increíble facilidad aparente para el Gran Maestro, Lorenzo consiguió deshacer su “milagro” por sí mismo, lo que le costó una semana en coma y, tras salir de él, comer lo de quince personas él solo en los tres días siguientes. Luego de aquello, continuó siendo el mismo muchacho escuálido y nervioso que había sido siempre.

–¡Discúlpeme, señora! –exclamó Lorenzo cuando al girarse, golpeó con su canasta a una anciana en el brazo, haciéndola tirar sus cosas–. ¡Yo le ayudo!

Sí, continuaba siendo el mismo Lorenzo de siempre, ahora de dieciséis años y con un par de kilos extra de músculos y huesos, pero con lo mismo de torpeza y nerviosismo. Aún le faltaba un largo trecho para ganarse el sobrenombre de “El Cataclista”, claro estaba.

–No puede ser posible, Lorenzo… –murmuró para sí mismo el muchacho, reprochándose–. Tienes que controlarte… No puede ser que hayas podido con un ser interdimensional y no puedas evitar tirarle sus cosas a una ancianita…

Luego del altercado, continuó con sus compras en silencio, apenado del escándalo que había provocado. Habiendo tenido todo lo de la lista, procedió a pagar a las cajas y salió del lugar lo más pronto que pudo, sin importarle el calor infernal de la calle, y emprendió la marcha de regreso a la residencia de su maestro. No había dado tres pasos cuando escuchó un chillido extraño: se volvió hacia la entrada y vio el justo momento en que un carterista corría, pasándolo, con el bolso de la misma anciana con la que había tropezado anteriormente, quien ahora estaba en el suelo sollozando y siendo atendida por algunos transeúntes.

La escena de la anciana despertó en Lorenzo una sensación de indignación e ira: eso era algo que él no iba a permitir. Antes de que el ladrón huyera, el muchacho extendió la mano derecha en su dirección y éste se petrificó a media carrera, como si se tratase de una estatua de cera que simulara correr, ante la mirada atónita de todos los que circulaban por la calle. Entonces las palabras de su maestro resonaron en su cabeza:

“Lorenzo, muchacho, tienes un poder muy raro y grandioso dentro de ti, pero no logro entender su naturaleza. He consultado decenas de volúmenes y sólo en uno pude hallar una referencia parecida a lo que tú tienes: algo llamado “magia sobre el caos”, con la que parece surgir orden desde el desorden, sin embargo, no dice mucho más. Has mostrado avances a pasos agigantados desde que he tratado de instruirte a tu manera particular, incluso ya puedes prescindir de las fórmulas y lenguas mágicas para lograr lo que te propones, pero no podemos ahondar mucho más a ciegas. Antes de continuar, necesitamos esclarecer la naturaleza de tu poder, si no, podría ser peligroso para ti o para otros. Por eso, te pondré una regla nueva: sólo podrás practicar la magia bajo mi supervisión personal, nunca trates de ejercerla por tu cuenta”.

Había actuado dejándose llevar por la víscera en esa ocasión y, pese a que recordó la regla de su maestro, ya era muy tarde, el daño ya estaba hecho. Además, no iba a permitir pasar esa injusticia impunemente siendo que él tenía el poder para evitarla. Lo más adecuado, pensó, sería acabar con eso rápido y correr tanto como sus piernas le permitieran.

“Los hechizos de parálisis y telequinesis son sencillos, Lorenzo”, se dijo. “Sólo quítale el bolso, suéltalo y vete”.

Decidido a terminar con todo lo más rápido posible, giró su mano derecha con la palma hacia arriba con la intención de que el bolso de la anciana volara hacia ella, algo que había hecho ya varias veces con pelotas y libros, pero lo que sucedió en esa ocasión nunca lo hubiera esperado: como si cuerdas invisibles estuvieran atadas al cuello y a cada miembro del ladrón petrificado, su cabeza, sus brazos y sus piernas se desprendieron de su torso, y todas estas partes, junto con el bolso, se desparramaron en el suelo en una trayectoria que apuntaba hacia él.

Había sangre en las ventanas de las tiendas, en la acera, en el pavimento, había gente pasmada bañada en ella, personas histéricas gritando y un horrorizado y paralizado Lorenzo, con su mano derecha temblorosa extendida hacia enfrente, los ojos como platos y salpicaduras escarlata en su cara, su ropa y sus zapatos. Volteó a ver al suelo y, justo frente a él, los ojos sin vida de la cabeza del ladrón se posaron sobre los suyos, todavía sangrando a través de lo que antes era un cuello.

El cuerpo de Lorenzo comenzó a temblar violentamente. No podía respirar, no se podía mover, no podía escuchar nada, la mirada apagada de la cabeza lo mantenía hipnotizado y clavado al suelo. Quería gritar, clamar por la ayuda de su maestro, quería llorar del miedo que sentía, tenía náuseas, quería correr, pero los ojos de la cabeza no lo dejaban; su mirada le recordaba lo que había hecho en tan sólo unos cuantos segundos, y le recriminaba por haber ignorado la advertencia sobre su poder. Sintió cómo el corazón se le salía por la boca y todo a su alrededor comenzó a dar vueltas en torno a la cabeza y él. Su visión rápidamente fue perdiendo nitidez desde la periferia hacia el centro, hacia esos ojos muertos, y la oscuridad lo envolvió todo unos instantes después.

Cuando abrió los ojos, sobresaltado, creyó que sólo había pasado un momento desde el baño de sangre que había provocado, pero la luna ya estaba alta en el firmamento nocturno. Se levantó de su cama algo aturdido y confundido, mirando alrededor de su habitación. Ya estaba aseado y con ropa limpia puesta. Al darse cuenta de su situación, se puso de pie de un salto y corrió a la sala común del hogar de su maestro, a quien encontró sumido en la penumbra de su rincón favorito para descansar, sentado en un amplio sillón acojinado, sólo tenuemente iluminado por el resplandor de la luna y las estrellas que se filtraba por la ventana.
Lorenzo se detuvo en seco. Se encontraba justo al otro lado de la habitación con respecto a su maestro, y aun así pudo percibir un aire severo y pesado inundándolo todo.

–No tienes idea, Lorenzo… –La voz de Orlando, pausada y grave, sonaba a una mezcla acusatoria y triste–. No tienes idea de las influencias que tuve que mover, mágicas y no mágicas, para limpiar tu desastre. ¿Todo para qué? ¿Para proteger a un mocoso imprudente y falto de juicio? Debí dejar que lidiaras tú solo con las consecuencias…

–Maestro, yo…

Orlando levantó una mano para acallar a Lorenzo. Se levantó de su asiento y dio unos pasos al frente, colocándose en medio de la sala de estar, con la luz de la ventana a su espalda.

–Me desobedeciste deliberadamente y eso terminó con la muerte de una persona. Esa sangre está en tus manos, Lorenzo, y probablemente se lo merecía, ¿pero acaso pensabas que estabas listo para lidiar con semejante carga? ¿Lo consideraste al menos cuando, voluntariamente, afectaste a otro ser humano? La magia no es un juego ni debe ser usada a la ligera, el mínimo error puede provocar catástrofes y alterar el curso de la historia. La magia puede afectar a todos, no discrimina entre quiénes te importan y quiénes no y, créeme, si tomas la magia a la ligera, no importa a quiénes puedas afectar con tus errores, al final, la persona que más sufrirá serás tú mismo… Y lo tendrás bien merecido. Te creía mejor que esto, Lorenzo.

El pupilo, lejos de asustarse o retraerse, bajó la cabeza y cerró los ojos, dejando que unos hilos de lágrimas corrieran por sus mejillas en silencio. Orlando lo observaba impasible.

–Lo siento mucho, maestro… –susurró Lorenzo entrecortadamente–. Quería ayudar… No quería lastimar a nadie… Lo siento, lo siento mucho…

–No lo sientes lo suficiente, muchacho –concluyó Orlando, lacónico–. Debes sentirlo de verdad. Ven acá.

Lorenzo caminó hasta colocarse delante de su maestro, con la luz de la ventana dándole de frente. Se secó los ojos con el dorso de las manos y encaró a Orlando.

–Para sentirlo de verdad –continuó el Gran Maestro–, debes ponerte en el lugar de los que afectaste, debes sentir lo que ellos sintieron, debes estar en su piel y experimentar lo que tú mismo les provocaste. Es la única manera con la que nunca te olvidarás de las consecuencias de la magia mal utilizada y es la forma en la que te pesará la consecuencia de tu irresponsabilidad. Yo, como tu maestro, soy quien debe darte esta lección. Existe un hechizo creado para el castigo de los criminales con el que se les hace padecer el mismo sufrimiento que ellos han causado a sus víctimas: entre mayor el crimen, mayor es la pena infligida; es un hechizo de magia negra que ciertos magos aprendieron de un espíritu obsesionado con la venganza…

–Yo… –El muchacho dudó por unos segundos, pero rápidamente se volvió a mostrar resuelto–. Yo entiendo, maestro, es lo que tiene que hacerse. No voy a huir de lo que yo mismo provoqué.

–Pese a tu fachada de nervios, eres un muchacho valiente, Lorenzo. ¿Estás listo?

Por toda respuesta, el pupilo asintió y cerró los ojos. El maestro colocó ambas manos sobre su cabeza con los pulgares apoyados en el punto medio de su frente, pronunció una fórmula arcana, alta y clara, y el siguiente sonido fue un alarido de Lorenzo: un grito que se elevó más allá de la habitación, más allá de la noche, más allá de la magia y la realidad. Un grito que se elevó hasta donde la esencia de su ser se encontró con la esencia del dolor.

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