El Diablo

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Por Oscar Valentín Bernal

 

“The scientist of darkness older than the constellations.

The mysterious jinx and the error in heavens masterplan”.

VINTERSORG

 

Cuando entré corriendo en la sacristía para advertirle al obispo, que el Diablo caminaba sobre la tierra, nadie me creyó. Llevaba la frente perlada de sudor bajo el gorro del hábito de monje.

Les conté cómo el padre Nuño decidió practicar un exorcismo clandestino a una pequeña de cinco años, pues la iglesia, le había negado la autorización por falta de pruebas en su caso. Comenzó con el ritual en la sala, después de pedirles a los padres de la pequeña que salieran de la casa. Yo presencié todo el enfrentamiento, mientras asistía a Nuño. Dijo las oraciones necesarias, pronunció cada conjuro, invocó a todas las fuerzas de dios para salvar el alma de la pequeña, que yacía atada en una silla con gruesas amarras, debatiéndose contra sus ataduras y rugiendo cosas en idiomas incomprensibles. Cuando el padre por fin ordenó, “¡dime tú nombre!”, el demonio con forma de niña soltó una carcajada gutural. Luego, con un movimiento grácil, carente de todo esfuerzo, arrancó sus manos de la silla de un tirón, haciendo volar trozos de madera astillada y se puso de pie de un salto. Un pequeño engendro de cinco años, que en aquel momento pareció tan tierno como cualquier otra niñita de esa edad, lo que lo volvió mucho más monstruoso, demencial. El padre horrorizado, trastabilló y cayó al suelo.

Con aquella expresión inocente en su rostro, el Diablo tomó a Nuño y lo alzó con facilidad. Luego, haciendo uso de una fuerza fuera de cualquier proporción creíble, lo arrojó. Vi cómo el padre volaba a través de la ventana, agitando los brazos en el aire, hasta caer ensartado en las lanzas del barandal de la entrada. Me gusta pensar que su muerte fue instantánea.

Así fue que me quedé a solas con el Diablo y fue de este modo también que comenzó mi primera conversación con él:

Me miró sonriente, con aquella cara limpia y delicada de la niña que le servía de recipiente.

—¿No vas a correr? —preguntó divertida.

—¿Serviría de algo? —le contesté.

Su sonrisa se ensanchó.

—Eres listo —dijo y tras un silencio algo prolongado donde nuestras miradas no se soltaron, arqueó una ceja y añadió—, ¿qué pasa?, ¿acaso no me tienes miedo?

—Sí tengo miedo —respondí con la certeza de que mi vida terminaría pronto—, es solo que, no eres como te imaginé.

La iglesia y toda mi educación religiosa, siempre me habían descrito a un ente horrible, una criatura de una crudeza y fealdad mórbida. Sin embargo, lo que había frente a mí era sólo una niña pequeña de piel blanca, cabello oscuro y sedoso, con unos ojos verdes llenos de vitalidad. Repentinamente, la bestia lo supo.

—Oh, ya veo —continuó el Diablo—, no pensaste que fuera tan hermoso, ¿verdad?, te esperabas a un monstruo de las profundidades del averno.

Yo asentí, ¿qué caso tenía negarlo?

Ahora me matará” pensé “me arrancará la cabeza y se beberá mi sangre, igual que un vampiro. Sólo que peor”.

—¿Y por qué me bebería tu asquerosa sangre?

Me horrorizó que pudiera saber mis pensamientos. ¿Cómo no iba a saber? Después de todo se trataba del Diablo.

La niña dio un paso adelante hacia mí y yo retrocedí otro.

—Me agradas, no como ese anciano de Nuño. Era demasiado viejo y terco para aceptar que existen más cosas aparte de su absurda religión llena de mentiras, de su pobre concepción de la realidad… Voy a contarte un secreto. —Otro paso adelante, y yo otro hacia atrás—. No soy quien tú crees que soy, pero todo lo que ustedes han hecho, me ha parecido tan interesante que he decidido serlo.

La confusión me abordó de golpe.

—¿A qué te refieres con que has decidido…?, ¿no eres el Diablo?

—Ahora lo soy, porque es divertido.

No tenía sentido, pero en el fondo sabía que era cierto. Aquel ser no podía ser en realidad el Diablo. No había reaccionado a ninguna de las oraciones del padre, ni al crucifijo, ni al agua bendita. Yo nunca había visto un exorcismo, no podía asegurar que todas esas cosas descritas en los libros eran ciertas. Sin embargo, sí había presenciado la indiferencia total de esa entidad ante todo aquello.

—¿Entonces quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Por qué mataste al padre?

La niña se había detenido frente a mí, muy cerca; el viento que entró por la ventana meció su cabello. Yo había dejado de retroceder.

—Haces demasiadas preguntas, humano —dijo, luego suspiró—, te contaré. Pero como ahora soy ese Diablo del que tanto les gusta hablar, necesito algo a cambio.

Le pregunté de qué se trataba, aunque sabía lo que respondería. Sus ojos resplandecieron:

—Tu alma, desde luego.

La risa melodiosa de la niña resonó con un eco fantasmal por toda la sala, que de pronto parecía demasiado enorme, demasiado vacía. Un escalofrío recorrió mi espalda y todos mis huesos. Aquella criatura quería mi alma y sin embargo, yo sabía que si no era en verdad el Diablo, no podía tenerla. La posibilidad de un engaño, cruzó mi mente.

La niña me tendió la mano para sellar el pacto. Sabía que sólo tenía que estrecharla y estaría hecho, nada de contratos, nada de firmas con sangre. Sólo bastaba un apretón de manos y sería suyo toda la eternidad.

Y entonces lo supe. Aquella cosa no podía ser el Diablo; había perdido mi fe hacía tiempo, sucedió poco a poco, casi sin darme cuenta, ahora lo sabía. Más que saberlo, por fin lo aceptaba, tan deliberadamente que me abrumó descubrirlo.

Ya no creía en la existencia de lo divino y sin embargo ahí estaba ante mí, quien ahora era el Diablo, con su pequeña mano extendida. Titubeé un momento y luego la tomé con la mía.

Una descarga eléctrica recorrió mi cuerpo al contacto de aquellos dedos diminutos. Entonces lo vi. El universo entero. Los miles de eones pasados desde el nacimiento de aquel ser en el centro de todas las dimensiones. Era en realidad energía de alguna clase desconocida. Nació de algo que sólo pude interpretar como un agujero negro. Estaba justo ahí, en el espacio ocupado por la tierra en el universo y al mismo tiempo se encontraba en un plano de existencia totalmente opuesto, cual si fuese el negativo de una fotografía. Aquel extraño conocimiento, hizo a mi cabeza dar vueltas; mientras permanecía adherido a su mano, sentí que estallaría si no lo soltaba. La edad de aquella cosa no podía ser contada con los números inventados por el hombre, su período de existencia era indefinido, sentí que ni siquiera él mismo sabía si podía morir o dejar de existir. También sentí una profunda soledad y tristeza, la cosa había llegado buscando un propósito, un motivo para existir y lo había encontrado. Ahora era el Diablo.

—Estabas aburrido —le dije—, por eso has decidido venir hasta aquí.

El Diablo volvió a sonreír con una boca que no le pertenecía.

—Está hecho —concluyó ignorándome—, tu alma es mía.

Salí de la casa, tomado de la mano de la niña. Pasamos junto al cadáver ensartado de Nuño, que escurría sangre a través de los barrotes del barandal. Luego, desaparecimos por la calle.

Cuando entré corriendo a la sacristía por órdenes del Diablo, quien se empeñaba en llevar a cabo un extraño experimento; varios curas y el obispo me rodearon sorprendidos. “¿Qué te pasa?” preguntaron. Comencé a relatarles lo ocurrido durante el exorcismo, mientras veía el reflejo de la creciente incredulidad en sus rostros gordos y estúpidos. Sentí la rabia fluir por mis venas e infectar mi corazón.

La niña que decidió ser el Diablo, entró por la misma puerta que yo, unos minutos después. Había estado esperando pacientemente aquel momento. Los otros sacerdotes la miraron atónitos, pero el verdadero terror no se dibujó en sus expresiones, hasta que la pequeña hizo un repentino movimiento con la mano y todas las puertas y ventanas de la iglesia se azotaron al unísono. Los vidrios de los ventanales estallaron y se esparcieron por los tablones del piso y encima de las bancas. El Diablo soltó una divertida risotada infantil y cuando los religiosos empezaron a rezar, rio con más fuerza.

—Lo siento, yo no soy “esa” clase de Diablo —les dijo burlona. Luego alzó una mano e hizo un movimiento con su muñeca. Al instante, los cuellos de los sacerdotes se quebraron y todos cayeron al suelo muertos, en una sucesión de golpes sordos sobre la madera.

Miré aturdido los cadáveres de mis colegas regados por la capilla y supe que aquel ser no era el diablo, era mil veces peor.

—Ninguno de ellos era en realidad lo que decía —me dijo de pronto, sin despegar la mirada de sus cuerpos retorcidos. Yo la miré interrogante—. Todos ellos hacían cosas malas, sólo fingían ser los buenos, en realidad ellos eran peores que el diablo. Me disgustan los seres incongruentes… Tal vez no sea tan mala idea crear un infierno como el que ustedes imaginan, para mandar a todos los farsantes… podría ser divertido.

Había escuchado rumores de aquellos sacerdotes, ninguno era muy bueno: corrupción, acoso, pederastia.  Aunque nunca se les había comprobado nada.

—¿Y Nuño? —le pregunté— él era un buen hombre, ¿por qué le has matado?

La niña se volvió hacia mí y por primera vez desde el exorcismo vi disgusto reflejado en su cara.

—Oh, eso… A él lo maté porque no se callaba. Al principio me entretuvo, luego me amarró en esa silla y empezó a molestarme con su palabrería… y más vale que dejes de hacer tantas preguntas, o te mato a ti también.

No pregunté más. Me di cuenta de que a pesar de tratarse de un ser tan poderoso, aquel era en realidad como un niño caprichoso, inestable ante cualquier cosa que lo hiciera sentir la menor incomodidad y al no poseer una vida mortal, era natural que no le diera la menor importancia a la de las demás criaturas vivientes.

El Diablo fue a sentarse frente al altar, en la silla que había correspondido al obispo. Subió en la mesa sus cortos pies, calzados con tenis de agujetas desabrochadas y bostezó.

—Gobernaré la Tierra desde aquí.

 

No pasó mucho hasta que me ordenó traer algo de comer. Eso me hizo preguntarme, ¿qué tan inmortal sería realmente, mientras estuviera en el cuerpo de la niñita, si podía sentir necesidades tan humanas como el hambre? Pude imaginar la respuesta: el cuerpo en el que estaba era humano, e igual que cualquier vehículo, necesitaba combustible. Sin embargo, tenía la sospecha de que él podía abandonar ese vehículo cuando le diera la gana y tomar otro, o mostrar su verdadera forma, si es que tenía una.

Regresé con unas rebanadas de pan, algo de queso y una botella de vino. Comimos en el altar. Mi primera comida con el Diablo.

Él masticaba un trozo de pan, sin el menor rastro de modales y bebía de la copa con avidez. Me pregunté fugazmente si el Diablo podría emborracharse. Después de un rato, fijó la mirada en el gran Cristo crucificado que había a un lado del altar.

—Si es tan poderoso —dijo hablando con la boca llena—, ¿por qué dejó que le hicieran eso?

—Lo hizo para salvar a los humanos —contesté.

—¿Ah, sí? ¿Y porque haría algo tan tonto? ¿De qué los salvó?

—De sí mismos… y de ti.

Intenté explicarle, no parecía comprenderlo muy bien. Para él, los conceptos de los valores eran demasiado subjetivos, sólo parecía saber lo que había en la mente de la niñita.

Pasaron los días, luego los meses, después algunos años y fui conociendo al Diablo cada vez más; nos convertirnos en una extraña especie de amigos. Pasó poco tiempo antes de que descubriera su gran afición por las historias; le conté cuantas sabía de la biblia y cuando ésas se me terminaron, comencé a narrarle otras de los libros que había leído a lo largo de mi vida. El Diablo escuchaba con interés, comía, bebía y mataba gente de vez en cuando. En ocasiones me contaba las fechorías cometidas por algún rufián, justo después de poner fin a su miserable existencia. Otras veces, los castigos que imponía, superaban por mucho a los crímenes perpetrados; como el día en que incineró vivos a dos chiquillos que se metieron a robar a la sacristía. A veces, las causas de sus asesinatos no eran explicadas y yo tampoco preguntaba. Después de todo se trataba del Diablo.

Vi con creciente sorpresa y terror, como el Diablo sin darse cuenta, iba volviéndose más humano, con cada día que pasaba, con cada comida que probaba, con cada historia que escuchaba. Entonces se me ocurrió un plan. Creo que si él hubiera sabido lo que me proponía, me hubiera matado por mi insolencia; pero me di cuenta que hacía tiempo que no entraba en mi cabeza, quizá se había aburrido de ello o tal vez simplemente comenzaba a confiar en mí, ¿cómo iba a saberlo?; merecía la pena intentarlo. Empecé a seleccionar las historias que le contaba y las películas que le mostraba. Le gustaba “El Señor de los Anillos” y vimos todas las películas de “Star Wars” un millón de veces. Se mostró muy intrigado por la búsqueda de Luke Skywalker en el camino de la fuerza. Llené su cabeza con relatos de heroísmo y sacrificio.

—Ese, Frodo… —preguntó un día— ¿por qué lleva el anillo, si es tan peligroso?

—Alguien debe hacerlo —le dije—, es su destino.

—Destino… es igual de tonto que tu Dios.

Un día mientras veíamos “cuenta conmigo”, noté algo extraño en la niña-Diablo. Por un momento pensé que vería correr una lágrima por sus regordetas mejillas y aunque esto no ocurrió, al terminar la película, me preguntó qué era la amistad. Quiso saber cómo un grupo de niños insignificantes podían tener un lazo tan poderoso. Poco a poco, el Diablo fue haciéndose una retorcida idea del bien y el mal con el cine y los libros por maestros.

Hasta que una mañana lo encontré pensativo en su trono, con la mirada perdida en los ventanales destrozados. Iba a pasar de largo para no molestarlo, fue entonces cuando me llamó:

—¿Horace?

—¿Sí, mi Lord?

—Ahora vamos a jugar a otra cosa…

 

09 de junio del 2017

Zapopan, Jalisco.

Autor: Oscar Valentín Bernal

Cetrero y escritor

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