La leyenda de Edgar Price

15399341728_742b353881_b

Por S. Bobenstein

—Escuché que en el bosque vive un monstruo.

Eddie fue el primero en romper el hielo luego de que todos se hubieran carcajeado con un chiste de Tim. La fogata en torno a la cual se encontraban ya había cocinado cinco salchichas y diez malvaviscos; el fuego ardía felizmente sobre una ligera elevación de terreno descampado, la frontera implícita entre la mano humana y la Madre Naturaleza, a cinco metros de los lindes del denso bosque de pinos negros que casi envolvía el pueblo donde vivían.

—Todos conocemos la historia del diablo del bosque, Eddie —contestó Tim, burlándose—. Son puras tonterías para asustar a los bebés.

—Mi papá me decía que si no hacía mis tareas, el diablo del bosque me llevaría volando —terció Jeremy, con cierto orgullo—. Pues mi papá ya no está, a veces no hago mis tareas y nunca me ha llevado el diablo. Son puros cuentos.

—Sí, puros cuentos —afirmó Owen mientras removía la fogata con una vara.

—Yo camino por una parte del bosque cuando voy a la escuela y nunca he visto al diablo. —La voz más aguda de Lisa Marie, la única niña del grupo, sonaba cantarina en comparación con la torpeza de las voces en proceso de cambio de los otros—. He visto ardillas y algunos mapaches, pero ninguno se parece a un diablo del bosque.

—No, no… —continuó Eddie seriamente—. No estoy hablando del diablo del cuento. Hace unos días mi abuelo me contó de un monstruo que vive en lo más profundo y oscuro del bosque, dijo que ya muchos se habían olvidado de él, pero que ahí seguía… Dijo que ya tenía edad para saber… Me dijo que este monstruo sí era real. Mi abuelo nunca miente.

La fogata crepitó súbitamente y los niños se sobresaltaron, todos al mismo tiempo. El crepúsculo había dado paso a la noche estrellada y presidida por la luna llena, las luces del pueblo apenas resplandecían y los pinos se extendían como un mar negro hasta el horizonte.

—Seguro que sólo fue otro cuento para asustarte. —Tim no sonaba del todo convencido de sus palabras—. Los adultos quieren que nos portemos bien siempre.

—No, Tim —Eddie lo interrumpió tajantemente—. Lo decía en serio, yo lo sentí en la parte de atrás del corazón.

Los niños miraban fijamente a Eddie, absortos en el semblante intranquilo de su amigo.

—¿Qué te dijo? —preguntó Lisa Marie casi en un susurro.

—Me dijo… Mi abuelo dijo que, hace mucho tiempo, cuando él era como nosotros, unos extraños llegaron al pueblo: un hombre, una mujer y un niño más o menos de su edad. Se presentaron como “los Price” y decían que habían llegado al pueblo para descansar del ruido de la ciudad. Habían comprado la vieja casa abandonada de la calle Blackwood, claro que en esos días no estaba podrida como ahora.

«Mi abuelo los vio unas cuantas veces, dijo que no iban muy seguido a las reuniones, pero siempre le parecieron muy raros. El Sr. Price era el que más hablaba con otros, aunque sólo decía unas cuantas palabras por vez; la Sra. Price casi siempre estaba callada, dándole la razón en todo a su esposo, y siempre, siempre, tomando de la mano a su hijo. Sus padres decían que se llamaba Edgar, él era el más raro de los tres.

«El niño estaba tan pálido como la pintura blanca y era tan flaco como los carrizos del río. Nunca se separaba de su mamá, como si fuera un muñeco o un perrito. Solamente una vez mi abuelo trató de hablarle y no le quedaron ganas de volver a intentarlo nunca: un día, se acercó a Edgar y le preguntó si quería jugar, pero él no le respondió nada, sólo lo miró a los ojos. El abuelo dijo que esa vez fue en la que ha tenido más miedo en toda su vida. Dijo que en los ojos de Edgar no había luz, que lo único que vio fue un pozo sin fondo por el que se iba a caer, y sintió que tenía que correr, tenía que alejarse lo más que pudiera, porque ese niño estaba a punto de destriparlo. Todo eso sintió y Edgar no dijo una sola palabra».

«De ahí en adelante evitó como fuera estar en el mismo lugar que los Price y, en general, el pueblo entero trataba de hacer lo mismo que él. Nadie se sentía seguro con ellos rondando por ahí, a pesar de que realmente no hacían nada malo».

«Entre los que iban a la escuela, donde Edgar jamás se paró, el chisme era que los Price eran unos vampiros como el conde Drácula, pero que la luz no les hacía daño, y que le daban de comer a Edgar cerdos vivos enteros porque era un monstruo más horrible, que siempre tenía hambre y deseos de matar».

«Sólo pasaron un par de meses hasta que dejaron de ver a los Price en las calles. Sus vecinos no los veían tan siquiera asomarse a su porche, ni de día ni de noche, ni veían ninguna luz prendida, ni que algún conocido entrara o saliera de su casa: era como si los Price hubieran desaparecido así, nada más».

«La gente empezó a hacer preguntas acerca de la desaparición de la familia entera y obligaron a la policía a investigar. Mi abuelo no se enteró de qué se dijo exactamente, pero sí le llegaron los rumores. Se decía que la policía trató varias veces de llamar a la puerta de los Price sin que les abrieran hasta que, un buen día, entraron por la fuerza. Según mi abuelo, la versión oficial de la policía era que los Price habían muerto todos porque su casa estaba llena de moho negro venenoso y que tuvieron que sacar sus cadáveres en una caja especial para no contaminar a otra gente y la dejaron en un lugar lejano y seguro. En el pueblo, el secreto era que la policía había encontrado los cadáveres de los señores Price totalmente destrozados y podridos: el cuerpo del Sr. Price tenía la barriga abierta y sus tripas estaban regadas por todo el suelo, lo habían dejado vacío; a la Sra. Price le habían arrancado toda la piel y se la habían encontrado como a esos modelos de anatomía de la escuela. A los dos les faltaban pedazos enteros de carne, que parecían haber sido arrancados por un animal. Decían que el cadáver de la Sra. Price estaba “más fresco” que el del señor. De Edgar no había cuerpo, ni señales, ni nada. Desde entonces vaciaron la casa y la han dejado para que se arruine sola. La gente del pueblo no quería tener que ver ya nada con los Price, así que dejaron de hablar de ellos y sus cosas extrañas e hicieron como si nada raro hubiera pasado, se quedaron con la versión de su triste y accidental muerte por el moho.

«Poco tiempo después, se empezó a hablar de animales muertos que parecían haber sido atacados de forma extraña, como si los hubieran matado con crueldad, o hasta por diversión. También los cazadores que entraban en el bosque algunas veces decían ver lo que parecía ser un animal largo y blanco que se perdía muy rápido entre los pinos, nadie de los que lo vio supo qué era. La gente se conformó creyendo que quizá sería un lobo albino con rabia y dejaron de prestarle atención a esas cosas».

«Pasaron los años y el pueblo se fue olvidando de todo eso hasta que las cosas volvieron a la normalidad, pero mi abuelo nunca se pudo olvidar de Edgar. Algo dentro de él, me dijo, sabe que Edgar les hizo eso a sus padres y que huyó al bosque para esconderse, y que Edgar aún está ahí, con su hambre de carne que no se quita y que ya sólo vive para matar».

Eddie guardó silencio, sus amigos apenas se movían para respirar, parecían estatuas de cera. El fuego ya estaba a punto de convertirse en brasas y le había dado cabida a la oscuridad para pesar sobre los sentidos de los niños. Todos saltaron de sus asientos cuando escucharon que algo crujió entre los pinos. Sus miradas se volvieron inmediatamente hacia las sombras de los árboles. Ninguno lo admitiría en voz alta en su vida, hacerlo significaría que lo que vieron fue algo real, y ninguno tenía el valor para admitir que los monstruos sí existen. Entre los pinos y las raíces que casi daban al descampado estaba una figura alta y muy delgada, la cual sólo la penumbra alcanzaba a iluminar. Se alcanzaba a ver la sombra de pelo muy largo y negro que brotaba de su cabeza y le llegaba más abajo que la mitad de su imponente altura, brazos escuálidos y muy elongados pendían inertes a sus costados y sus manos descansaban sobre enjutos muslos de piernas largas parecidas a las de una avestruz. Los niños no podían verle la cara, ni siquiera sabían si eso la tendría, pero parecía que aquello los observaba, inmóvil, impertérrito, en completo silencio.

—Yo… —tartamudeó Tim—. Creo que ya debería irme a casa…

—Sí, yo también —lo secundó Jeremy.

—Creo que ya deberíamos irnos todos… —finalizó Owen con la voz algo temblorosa.

Todos los amigos asintieron, apagaron las brasas con una botella de agua y tierra y caminaron a paso veloz, todos muy juntos, para alejarse de los lindes del bosque lo más rápido que podían.

Desde entonces cambiaron su lugar de reunión al parque frente a la biblioteca y Lisa Marie tomó la ruta directa a la escuela.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

A %d blogueros les gusta esto: