
Por Jonathan Novak
Dos de la tarde, jueves 24 de diciembre, en la oficina hicimos una pausa para llevar a cabo la ceremonial comida de navidad e intercambio de regalos. Doscientos pesos mínimo dijo Lupita, la secre del jefe, quien poco importa en el trajín del día a día; y es que la verdad, si no estuviera tan buena no tendría trabajo. Pero no importa, todos aceptamos con aparente gusto la propuesta, porque no hay nada mejor para levantar el compañerismo que invertir doscientos pesos. Sí, doscientos pesos porque ese es el mínimo y nadie va a gastar más. Por eso, todos con regalo en mano, llegamos al comedor burdamente decorado por Lupita, su otra habilidad. Todos entramos al cuartucho con sonrisas en el rostro, no por el intercambio o la comida, sino porque al terminar tenemos permiso para ir a casa temprano.
Los grupitos se forman, esos grupitos salidos de la secundaria. Los vulgares por un lado, soltando carcajadas estridentes. Por otro los jefes, tomando coca cola en copa de vino borgoña, como si aquello fuera una cena de gala; ahí al ladito de los jefes están el Omar, el Andrés, y la Socorro, el trío de monigotes, expertos en lamer botas y en reír de chistes malos. Allá en el fondo, las secres, admirando a Lupita por su finísimo gusto en la decoración. De momento, la única sentada es doña Silvita, la más trabajadora, la que le ha dado la vida a la empresa y probablemente recibirá un «gracias» en unos meses cuando se jubile.
Pero todos estamos contentos, vamos a comer unas deliciosas y navideñas tortas. Todos estuvieron a favor, era la opción barata después de todo. Además de las tortas, el jefe nos va a mimar con un pastel, uno pequeño para los treinta compañeros del piso, uno delicioso, de esos pasteles secos que tienen la mala costumbre de pegarse al paladar, pero quién se queja, luego de esto iremos a casa, a disfrutar de la familia, la de siempre, la que podemos disfrutar todos los días pero nos reservamos para fechas especiales como ésta.
Se sientan los que alcanzan en el comedor para dieciséis personas. Al jefe le entra lo poeta y nos dirige un mensaje, nos desea felicidad en las fiestas, nos desea salud para nosotros y para nuestras familias; al embustero se le quiebra la voz, casi se le salen las lagrimas. A su lado, el Andrés y la Socorro, esos sí están llorando, a moco tendido. El resto aplaudimos, porque es el jefe. Además, de adulador todos tenemos un poco.
Nos tomamos nuestro tiempo para comer, no vaya siendo y se arrepientan de dejarnos salir si terminamos temprano. Comemos entre el bullicio de las risas burlonas, sarcásticas o aparentes, hay de todo en el ruido del comedor. Un piropo vuela a oídos de Lupita, quién ¿cómo no? se ofende y le echa una retreta, pero ahí queda todo.
«Es un pendejo» dice Karen la administradora, luego le da unas palmadas en el hombro a Lupita, ya saben, justo donde se borran los recuerdos.
Todos contentos, todos joviales, todos… menos Javier, el intendente quien deberá limpiar el cuartucho, no hoy claro, pero luego, ya cuando los manchones estén duros y todo apeste. Entonces quizás nos enojemos con él porque no hace bien su trabajo.
Terminamos nuestra comida, también el pastel, también las risas, nos volvemos una masa de abrazos y buenos deseos. Los regalos empiezan a pasar de aquí para allá, todos muy agradecidos por los cachibaches que probablemente no utilizarán. Un termo por aquí, una taza por allá; una botella de whisky barato, un poco de tequila. Al jefe, una corbata, una bonita, claro. Ya cuando todos están contentos con su Sor Juana¹ no intercambiable en las manos, nos despedimos. «Feliz navidad», «saludos a la familia», «pásala bien», «nos vemos el lunes». Cada uno se va a su casa esperando seguir pasándola bien así como hoy y el año que viene.
Notas del autor
¹. Referencia al billete de doscientos pesos mexicanos, que muestra el rostro de Sor Juana Inés de la Cruz por lo cual es en ocasiones nombrado coloquialmente como un «Sor Juana».