El recolector

Por Aledith Coulddy

Te contaré una historia, Darcy Ann. Es una historia que me sucedió a mí.
Sólo ten en cuenta, Darcy, que una vez puesto el punto final, habrás de tomar la decisión de huir o quedarte conmigo para el resto de tu vida.

Es una historia que se suscitó hace sesenta años, cuando apenas había comenzado mi empleo como recolector de almas. El viejo Luciano me ordenó la tarea y yo no podía hacer más que obedecer. Un alma por día, cada día, por cien años y entonces, libertad para hacer lo que me viniera en gana. Pensé por mucho en dedicarme a continuar recolectando después de cumplidos mis cien años, pero me atraía el campo de la conversión. Verás, sé que no es el fin del relato, pero los conversores susurran a los oídos de humanos vulnerables los más hostiles escenarios. Intrigas y celos. Paranoia y ambición. Después de algunos meses los tenemos venerando a Luciano.

Yo era bueno convenciendo a chicas −mi especialidad−, que era buena idea regalarme su alma a cambio de un par de favores. Ocurría la transacción, disfrutaba el manipular esa alma a mi antojo por el tiempo que durara con vida la ingenua en cuestión y después se la mandaba en fax a Luciano para que permaneciera en los confines de la oscuridad por el resto de la existencia.

El negocio era prolífico y me gané el respeto de mis compañeros recolectores al obtener las almas de la más alta calidad: la de una reina que intercambió la suya por un inusual tiempo de vida. Una actriz famosa que me suplicó transformarla en un ser compasivo y no en la drogadicta que en ese entonces era; entre muchas otras.
Disfruté por años de mi empleo hasta ese nebuloso agosto cuando conocí a Abigail Camden. Abigail Maldita Camden con cabello dorado como el licor que contenía su copa el día que la encontré. Abigail Maldita con piernas de gimnasta y cintura de muñeca. Nada fuera de la común, nade que no hubiera visto antes… excepto que sí. Diferente, grandiosa y extraordinaria.

No fui a aquel bar de buena muerte para robar almas. Fui al ocio y la juerga, como cualquiera de ustedes. Mas, la vi y mi disfraz de hombre respetable y sus diez copas de vino encima la volvieron imprudente. Se acercó a contarme historias de cómo la gente se ganaba la vida en esa ciudad que apestaba a inmoralidad y yo la escuché. Estúpido. Escuché que era prostituta, de las caras recalcó, y que solo se acostaba con hombres como yo. Le ofrecí riquezas, Darcy. Le ofrecí otros hombres y más viajes y más alcohol y ella que no estaba en posición de resistirse ni yo de ponerme exigente, cerramos el trato esa misma noche.

Poseí el alma de Abigail Camden tanto tiempo como vivió su cuerpo. Esa alma exquisita como la más deliciosa cena, ocultaba en los más inhóspitos recodos una dicotomía tan atractiva como su cuerpo. Estaba loca por los lujos y el dinero, pero percibí una pasión desenfrenada por el hijo que años después dio a luz. Embustera con el cliente y honesta con los allegados. Locura escrita en sus genes, sufrió de un trastorno paranoide y por poco se quita la vida a los cuarenta. Abigail Paranoide Camden, única en la Tierra con su dualidad interna.

Patéticos hombres y mujeres que usan máscaras a diario para ocultar lo que adentro tienen. La fachada y la esencia eran una sola en esa mujer. Inigualable, te lo afirmo yo a ti, Darcy Ann.

Estúpido fui, al dejarme engatusar como uno de sus enamorados. ¿Estaba yo enamorado? No. Estaba obsesionado por Abigail Mil Veces Maldita Camden. La odié, pero necesitaba de su alma. Tan imprescindible era que olvidé el contenedor por mirar la esencia. Abigail envejeció ajena a mi vista. Su cuerpo se marchitó y la muerte la alcanzó cincuenta años después del acuerdo.
Luciano se apropió de su alma tan pronto dejó su cuerpo y entonces, me quedé desalmado. Por todo ese tiempo no busqué ninguna otra; atiborró mi tiempo la presencia de Abigail. Muerte le dio a mi empleo mientras yo me dediqué sin conciencia a darle otro tipo de muerte a ella también. Más perdurable, más inclemente.

La culpa me carcome las entrañas, Darcy Ann, de saberla lejana, ajena y en suplicio continuo.
Me agota ahora mismo la idea de saber que nunca fue mía. Ni su cuerpo que es de la tierra ni su alma que es de Luciano.
Te lo cuento hoy, Darcy, porque miré tu alma desde hace días y tienes matices de ella, un reflejo vago de la naturaleza de Abigail Camden.

¿Que qué? No me mires así, chiquilla. Sé que estoy loco y obsesionado. No estás tan desesperada para aceptar mi propuesta ni tan ebria para ignorar lo que te he contado.

Está bien, Darcy Ann, huye lejos. No vuelvas por aquí, que no respondo si te miro otra vez. Razón tienes al decirme que no mereces el infierno por mi terquedad de encontrar otra alma que ni por asomo se parecerá a Abigail.

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