
Por S. Bobenstein
Un tono grisáceo teñía al pueblo y a todos sus habitantes pese a que el sol ya estaba en posición de mediodía, las nubes eran demasiado densas para dejar pasar la luminosidad del astro, contribuyendo a que las tétricas casas y los rostros curtidos de las personas semejaran a las formas monstruosas de las gárgolas. Había una aglomeración en la plaza principal, frente al templo de piedra en el que, en la cima de su campanario, se elevaba una cruz de hierro; se había dispuesto el lugar de honor a la derecha del templo para los nobles y el pequeño clero encargado de la parroquia, consistente de un sacerdote añejo y un fraile no mayor de veinte años. Todos descansaban en una tarima de madera elevada con asientos tallados y mullidos cojines. La muchedumbre se apiñaba alrededor de la plaza, en donde un verdugo hacía los últimos preparativos para la ejecución: en una esquina alejada refulgía una antorcha mientras él acomodaba paja seca alrededor de una estaca central con sumo cuidado, regando con brea aquí y allá, para que todo ardiera correctamente, según las instrucciones de sus superiores.
Un tono grisáceo teñía al pueblo y a todos sus habitantes pese a que el sol ya estaba en posición de mediodía, las nubes eran demasiado densas para dejar pasar la luminosidad del astro, contribuyendo a que las tétricas casas y los rostros curtidos de las personas semejaran a las formas monstruosas de las gárgolas. Había una aglomeración en la plaza principal, frente al templo de piedra en el que, en la cima de su campanario, se elevaba una cruz de hierro; se había dispuesto el lugar de honor a la derecha del templo para los nobles y el pequeño clero encargado de la parroquia, consistente de un sacerdote añejo y un fraile no mayor de veinte años. Todos descansaban en una tarima de madera elevada con asientos tallados y mullidos cojines. La muchedumbre se apiñaba alrededor de la plaza, en donde un verdugo hacía los últimos preparativos para la ejecución: en una esquina alejada refulgía una antorcha mientras él acomodaba paja seca alrededor de una estaca central con sumo cuidado, regando con brea aquí y allá, para que todo ardiera correctamente, según las instrucciones de sus superiores.
La estrella del morboso espectáculo fue traída por los guardias de la nobleza, recibiendo alaridos e improperios de la chusma a su paso: ni la lana basta de su vestido, ni el deplorable estado en que se encontraba bastaban para ocultar a una hermosa mujer joven, una de las más bellas que esa gente había visto jamás andar por sus caminos, con más porte y elegancia que los mismos señores de la región; de su cabeza fluía cual río azabache una abundante cabellera que llegaba hasta su cintura, maltratado por el confinamiento al que se había visto sometida, en el mismo estado polvoriento que su piel blanca, casi marmórea, sus manos y sus pies descalzos.
Caminaba con la cabeza gacha, sostenida a ambos lados por los soldados, seguidos muy de cerca por otro clérigo de mediana edad que estaba ataviado con un pulcro hábito negro ajustado a la cintura por una faja del mismo color y una estola morada alrededor de su cuello y quien sostenía en sus manos, con celo, un pergamino. La mujer y su escolta se colocaron de frente al lugar de honor, momento en el que ella levantó la mirada para ver a su alrededor. Sus ojos color miel, casi dorados de tan claros, barrieron a la gente en el suelo y en la tarima tratando de encontrar algún aliado entre tantos hostiles, otrora personas que rieron y fueron felices a su lado, cálidas y amables, como una gran familia. El repudio que encontró en sus miradas, el mismo que sus captores le profesaron de viva voz, provocó que su corazón fuera atenazado por la tristeza y que las últimas de sus lágrimas fueran derramadas. Desconsolada, dejó escapar la última chispa de luz y esperanza, al mismo tiempo que su vista se perdía más allá del suelo bajo sus pies.
El clérigo negro se adelantó, extendió su pergamino y, con voz atronadora, procedió a leer:
“En el trigésimo primer día del mes de octubre del año de Nuestro Señor 1187, luego de haber realizado las inquisiciones pertinentes y necesarias para esclarecer la sagrada verdad, habiendo consultado a testigos de alta reputación y moral cristiana intachable y ante la negativa de la acusada a confesar sus abominaciones ante el Señor y el tribunal eclesiástico, a pesar del uso de los diferentes métodos y las variadas técnicas que nos son permitidas para influir en el arrepentimiento de los pecados, con la aprobación de la Santa Madre Iglesia y de los señores de estas tierras, se encuentra a la acusada culpable del cargo de brujería y concubinato con el Diablo, herejías infames que no sólo llevan a la perdición al practicante, sino también a todos cuantos le rodean y son víctimas de los engaños del Enemigo, invitado hasta su casa por esta pecadora, irredenta hasta el final. Por lo tanto, para purgar esta plaga, es necesaria la purificación por el fuego, sentencia que será llevada a cabo de manera inmediata y expedita”.
Habiendo terminado, enrolló de nueva cuenta su pergamino entre aplausos y aclamaciones de la muchedumbre, incluidos los miembros de la tarima. Una ligera sonrisa disimulada cruzó por los labios del clérigo negro antes de volverse y ordenar que sujetaran a la condenada a la estaca; el verdugo ya estaba de pie al lado del madero barnizado con brea, sosteniendo en su mano derecha la antorcha. La mujer no opuso resistencia alguna, se dejó atar a la estaca y esperó lo inevitable. El inquisidor aguardó a que los nobles dieran su consentimiento y, acto seguido, ordenó al verdugo encender la hoguera. El resplandor que emanó del contacto de la flama con la brea fue mucho mayor de lo que cualquiera hubiera visto antes, el destello era tal que podrían haber confundido esa luz con la luz del mismo sol. Fue entonces que el tiempo se detuvo.
La mujer se encontró de pie en un lugar blanco, completamente repuesta de sus afectaciones físicas. Le costaba trabajo mantenerse en pie ya que era difícil orientarse y aplicar sus sentidos sin ninguna referencia. Frente a ella, apareció gradualmente una forma humanoide compuesta por una sustancia que a ella le parecía fuego, la cual empezó a hablarle con voz suave y gentil. La sorpresa y el temor que le había causado ver eso, poco a poco dieron paso a una sensación de familiaridad y tranquilidad.
—No tienes de qué preocuparte —dijo una voz que provenía de las flamas, con un tono fraternal—. No estás adaptada a esta clase de dimensión, pero no significa que corras peligro aquí. Enfoca tus sentidos en la forma que he adoptado y la incomodidad se retirará.
—¿Quién eres tú? —preguntó ella con aprensión—. ¿Qué es este lugar? ¿Ya terminó todo? ¿Estoy muerta?
—Tranquila, niña, tranquila. No estás muerta, te retiré de las llamas y te traje a este lugar, pero aún no ha terminado, sólo reduje nuestra existencia al espacio que hay entre las fracciones de los momentos. Es muy pronto para que lo sepan, pero el tiempo no es absoluto, es relativo y maleable.
—Tú… —Ella dudó un momento—. ¿Tú eres… Dios?
—Dios… —contestó la voz, divertida—. Estoy lejos de ser ninguno de esos dioses a los que se han referido por tantos siglos ustedes, los humanos. Si he de ser definido en términos que puedas entender, soy el espíritu del universo, soy quien busca darle balance a todo lo que fue, lo que es y lo que será.
—El espíritu del universo… Por algún motivo siento que ya te conozco, como si siempre hubieras estado conmigo.
—A ti te gustan las historias, ¿cierto? —la interrumpió la voz—. Recuerdo que las escuchabas con avidez cuando eras apenas una chiquilla.
—Sí, pero… —La mujer medía sus palabras como si tuviera miedo de ser impertinente—. ¿Eso cómo viene al caso?
—Directo al punto, ¿verdad? —rió la voz—. Escucha mi historia y después responderé a todas tus preguntas.
—Muy bien —respondió ella, algo más tranquila—. Te escucho.
—Desde el principio del universo existen dos fuerzas primigenias, dicotómicas, que se encargan de darle sentido a la existencia. Una es una fuerza creativa, positiva, que da origen a lo nuevo y a los aspectos más hermosos de lo que existe, a la vida, lo que ustedes han llamado “el bien”; la otra es una fuerza destructiva, negativa, que surge de los aspectos más horribles del universo, la muerte, lo que ustedes han llamado “el mal”. Las dos fuerzas están en una constante lucha por la supremacía, algunas veces una es superior a otra, pero no por mucho tiempo, puesto que la tendencia del universo es al equilibrio y de ese equilibrio entre lo positivo y lo negativo nace la grandísima diversidad de objetos y seres de la Creación, desde las estrellas hasta las hormigas. Sé esto porque esas dos fuerzas provienen de mí y yo provengo del universo mismo. Yo soy la consciencia de lo que existe, yo soy quien equilibra las fuerzas universales, aunque muchas veces no sea capaz de hacerlo a la perfección.
“Había logrado darle sentido, propósito, sincronía y harmonía a todo lo que existe, creía que al fin había alcanzado el equilibrio absoluto, sin embargo, observé que en una de las partes más recónditas del universo, había nacido algo que nunca me había imaginado, que escapaba de mi control: los humanos. Puedo ver mucho más de lo que cualquier ser viviente del universo puede percibir y puedo hacer cosas que nadie más que yo puede lograr, pero disto de ser omnisciente y omnipotente, prueba de eso es que no sé de dónde salieron ustedes, los humanos, y no tengo injerencia en sus acciones. Naturalmente, esta curiosidad llamó por completo mi atención: me di cuenta que las mismas fuerzas dicotómicas se debatían en su interior, podían lograr maravillas o podían provocar tragedias. Con ustedes vinieron el amor, la felicidad y la sabiduría, pero también surgieron el odio, la tristeza y el miedo. Ustedes trajeron esos sentimientos al universo y por ende, me hicieron capaz de sentirlos. Ahora me resultaba más difícil mantener el equilibrio. Sentía que su existencia era un tesoro preciosísimo que debía proteger, pero ustedes son incapaces de mantener el balance, siempre se inclinan hacia un lado u otro, nunca se quedan en medio, y eso resulta peligroso para el resto de la Creación.
“No podía influir en ustedes, pero sí podía influir en lo que los rodeaba, así que hice los arreglos necesarios en la naturaleza para forzarlos a seguir mi plan, sin embargo, ustedes son tenaces y se resisten, son rebeldes, se sobreponen y conquistan las adversidades, no importa cuántos de ustedes sufran o mueran. Eso me hizo amarlos y sentir compasión por ustedes, tan indefensos pero tan voluntariosos. Mi corazón no pudo continuar con la matanza, así que decidí no intervenir más y observarlos para entenderlos. En sus momentos de gloria no me necesitan en absoluto, son dueños de sus propios destinos y de sus recompensas, mas es en los momentos de decadencia en los que más requieren de una guía, están solos y desesperan, se entregan a lo más destructivo de sus corazones. Me di cuenta de que son esos momentos los que pueden inclinar la balanza lo suficiente para causar su propia destrucción y no había nada que pudiera hacer para evitarlo.
“Ahora era yo quien desesperaba, tenía que haber algo que pudiera hacer con todo mi poder… que no servía para nada. De nueva cuenta fui sorprendido cuando entre ustedes comenzaron a nacer, en sus momentos más penosos, seres humanos con cualidades extraordinarias, capaces de manipular lo que les rodeaba de la manera en que quisieran, personas cuyo corazón rebozaba de amor para sus hermanos y cuyas maravillas inspiraban a todos para regresar al balance antes de la destrucción. Los llamaban héroes, dioses, santos, sabios, maestros, y los seguían a donde fueran, hasta que su ciclo de vida terminara. Mucho tiempo pudieron gozar de esta época dorada, hasta que la fuerza contraria hizo lo suyo: hace setecientos años inició un periodo en el que el odio y el miedo regían en los corazones de los humanos, surgieron nuevas personas cuyo único fin era la dominación de sus hermanos, el sometimiento de todos bajo su mano, usaban ilusiones de terror y sufrimiento para quebrar sus espíritus indómitos y reducirlos a ser poco más que animales de carga.
“Sufrí con ustedes todo ese tiempo, pero confiaba en que de nuevo se presentaría alguien extraordinario para remediar el desbalance. Hace diecinueve años, la espera terminó en el momento en que tú llegaste al mundo. Les devolviste la felicidad, los liberaste del miedo, curaste sus enfermedades, los alimentaste, les diste esperanza, les diste amor; ellos te amaban y te seguían, yo pensaba que el balance volvería a recuperarse, pero no contaba con la magnitud de la fuerza negativa presente. Los que se decían «hombres de Dios» acudieron a combatir la amenaza a su supremacía con más miedo, odio y terror, alejaron a todos cuantos estaban a tu lado y los volvieron contra ti, transformaron el balance en desequilibrio a su favor y, por primera vez, la presencia de un ser extraordinario no fue suficiente para contrarrestar la influencia contraria.
“No puedo expresar el horror que eso me causó, la impotencia. Tenía que hacer algo… y lo hice. No podía dejar que desaparecieras así, entonces intervine de nuevo en el mundo. No puedo influir sobre ti, pero sí en lo que hay a tu alrededor, por eso estás aquí, a salvo, en un recodo del tiempo, y ellos esperan allá el momento en que yo mismo balancee las cosas cuando haga que dejen de vivir.
—¡No puedes! —gritó la mujer—. No puedes matarlos a todos. No todos son insalvables, algunos tienen la capacidad de cambiar, ¡de mejorar!
—Su odio y deseo de muerte inclinan la balanza demasiado, se destruirán ellos mismos y a todo a su alrededor —sentenció la voz, para luego cambiar a un tono paternal—. Te torturaron… No creía que fueran capaces de crueldades y mentiras como a las que te sometieron, iban a matarte sin compasión.
—Pero la mayoría de ellos están asustados, es sólo eso. No son crueles, no son malvados, sólo están confundidos, tuvieron miedo, son como niños: crédulos y temerosos. No se merecen ser destruidos, necesitan alguien que les enseñe el camino para recapacitar, para volver a ser las maravillosas personas que conocí…
—No puedes negar que algunos de ellos son malvados en esencia, incluso lo disfrutan.
—Como dijiste… Es necesario el balance entre el bien y el mal, ellos están cumpliendo con su parte, yo cumplí con la mía. No les guardo rencor.
La voz rió por un momento, a lo que la mujer respondió con un gesto de confusión.
—No cabe duda de que estás cumpliendo con tu parte. Todos ellos te traicionaron, te odiaron, fueron crueles contigo, te llevaron a la hoguera… y tú los defiendes. Luego de ver qué clase de mal existe entre ustedes, ahora entiendo por qué gente como tú es necesaria. Tu contrapeso es formidable.
—Por favor… —suplicó la mujer—. Por favor no los lastimes, ya han sufrido suficiente. Dales otra oportunidad, espera y observa cómo pueden regresar al equilibrio. Hay gente buena entre ellos.
—Eres admirable. Por consideración a ti y a tus esfuerzos, les daré otra oportunidad.
—¡Gracias!
Sin pensarlo dos veces, la mujer se lanzó a abrazar a la forma humanoide, la cual no se movió un ápice ni emitió ningún sonido. Ningún daño acaeció sobre ella.
—Ahora descansa, niña —dijo la voz con cariño cuando ella se separó—. Te es merecido recuperarte y fortalecerte para que regreses al mundo. Duerme segura, que yo velaré tu sueño.
Al instante, todo alrededor de la mujer cambió y ahora se encontraba flotando plácidamente entre galaxias y nebulosas, con miles de millones de estrellas titilando en la negrura del espacio, siendo mecida al ritmo del vaivén de las olas del mar por una fuerza invisible. La grandeza, la paz y la harmonía que aquel paisaje le ofrecía, además de asombrarla, la hizo relajarse hasta el punto de caer en un profundo sueño reparador.
La atención del espíritu del universo volvió al instante de tiempo congelado que había dejado en la Tierra. El miedo y la desesperación habían dado paso al odio y la ira en su corazón. Pensó para sí mismo “ustedes no se merecen a alguien como ella, ustedes no se merecen ninguna consideración, no me importa lo que ella diga, no me importa de dónde vengan o cuál sea su propósito, son una enfermedad, y la única manera en la que se restablecerá el equilibrio es eliminándolos. Yo mismo cuidaré de ella hasta que su memoria y sus horrorosas prácticas desaparezcan de la humanidad, la única forma en que se las regresaré es cuando se lo hayan ganado”.
Con un pensamiento, dejó que el tiempo regresara a su curso normal y manipuló las flamas de la hoguera para que se expandieran e hicieran arder al pueblo y todos su habitantes hasta que sus cenizas fueron tan finas que todo se convirtió en un páramo gris y muerto, donde nadie llegaría a pensar jamás que ahí pudo darse la vida.