
Por Aledith Coulddy
Voy a arriesgar por ti todo.
Sin reproche al destino, sin reproche al pasado. Ni a nuestros caminos que un buen día se vieron unidos. Aunque no fuera plausible el amarnos, en un tiempo donde no lo entienden, en un lugar donde no lo permiten.
—Aledith Coulddy
Debí saberlo. Desde el momento en el que te paseabas por los pasillos del colegio con tu cabellera roja ardiendo al viento, debí saberlo.
Nadie tiene un cabello tan rojo solo porque sí, pero, Lucía Almeida, tú lo tienes. Y tienes también unos ojos tan azules que podía ver mi reflejo a través de ellos.
Debí saberlo cuando evitabas que tus amigas nos vieran intercambiar miradas «extrañas» en el receso. Quizá pensaron que me detestabas como sueles detestar todo aquello que no se parece a ti.
Pero tú y yo sabíamos la verdad, ¿cierto? Por más que hubieras luchado contra tus instintos, la realidad es que me mirabas y también quizá me detestabas un poco porque era yo quien inevitablemente te atraía.
Debí saberlo cuando me enteré que en ese entonces tenías una relación con Daniel Espinoza y me pregunto si él lo sabía.
Nadie lo hubiera imaginado y, ¿cómo? Si lucías todo el tiempo tan femenina y coqueta, con vestidos a la rodilla, listones en el pelo y joyas caras sobre tus dedos.
Mas eso no importaba, no. Fuiste tú quien se acercó a hablar conmigo por vez primera y con la diplomacia de quien jamás se ha mirado con deseo me dijiste que te encantaba mi cabello negro. Deslizaste tus diminutos dedos en toda su longitud y pensaste que te agradecería o quizá me derretiría ante tu cumplido, pero solo te miré con triunfo en los ojos y me largué.
Debí saber que eso se transformaría en una obsesión. ¿Cómo alguien podría rechazarte a ti? Tan hermosa con tu constelación de pecas en la cara y hoyuelos en las mejillas. No te era posible imaginar un desplante. Es por eso que debiste saber también tú que jugar juegos conmigo resultaría contraproducente. Solo deseabas experimentar en un principio, ¿cierto? Conocer esos pequeños recovecos de uno que no muchos se atreven a explorar. Pero el fallo resultó en contra tuya. Te enamoraste por vez primera y por vez primera no supiste qué hacer.
Temías perder el control, perderte en el proceso a ti misma; pero dime, Lucía, ¿qué más hubiéramos podido perder?
Fue así como algunos meses después de conocernos, debí saber que el besarte sería nuestro castigo. Me miraste con pavor, “¿por qué habías sentido aquello?”, te preguntaste. Tu desconcierto se transformó en furia y me advertiste con el rostro prendido que si nos linchaban al menos tenía que valer la pena.
Ha pasado tanto tiempo, miro en retrospectiva y no sé si valió la pena, pero de lo que no cabe duda es que lo sucedido entre tú y yo fue más devastador que una horda de gente iracunda persiguiéndote para acabar con tu vida. Y no porque el resultado hubiera sido un daño físico, fue el dolor de tu pérdida lo que se clavó muy dentro, como figurillas de metal oxidadas que esparcen una enfermedad letal en el corazón. Me dejaste con el alma tetanizada y las esperanzas muertas. Y eso, Lucía, es peor.
Debí saberlo, entonces. Cuando nos ocultábamos, cuando fingíamos ser solo amigas. Cuando los rumores de «la hija del arquitecto es impura», comenzaron a surgir. Y, finalmente, cuando afuera del cementerio, como una alegoría al amor que está a punto de morir, me dijiste que te marcharías a estudiar fuera porque tu padre te había conseguido una beca en España.
Debimos saberlo, Lucía, que el arriesgar todo, en esos tiempos y en ese lugar no nos traería nada bueno. Por eso hoy que he vuelto a verte aun después de haber huido de tu recuerdo, me pregunto si acaso todo estaba destinado a suceder así.
Yo en este salón, agradeciendo a tu futuro esposo la oportunidad de haberme contratado para fotografiar tu cena de bodas. Sé que no debo estar aquí, pero mi trabajo es bueno y tú estás a punto de casarte.
Debí saber que me mirarían expectantes por ver mis fotografías, pero yo no puedo apartar la vista del incendio en el que se ha convertido tu cabello iluminado por esa Tiffany que cuelga del techo.
Me excuso para ir al baño pues al verte me sentí enferma de recuerdos.
Debí saber que vendrías corriendo detrás de mí, que abrirías la puerta y por primera vez, después de diez años, escucharía nuevamente tu voz diciéndome.
«¿Qué demonios haces tú aquí, Graciela?»
Y hoy lo sé. Se que el pasado nos ha alcanzado y es momento de afrontarlo.