También por la madre Rusia

Por Oscar Valentín Bernal

“Para nosotros, los soldados y oficiales
del ejército 62, más allá del Volga no hay tierra.
Vamos a luchar hasta la muerte”.
—Vassili Zaitsev—

Vassili Zaitzev estaba sentado junto a una ventana en el edificio en ruinas que habían tomado por cuartel. Tenía el cañón del rifle apuntando a la calle y un cigarrillo a medio consumir descansando sobre un cenicero improvisado con una lámina retorcida, la cual permanecía al alcance de su mano. Cuando escuchó el ronroneo creciente de un motor, sus dedos se tensaron sobre la culata del arma y el gatillo. Aquel sonido lo ponía nervioso.
De pronto, vio pasar fugaz al bombardero Túpolev, sobre su escondite; iba perdiendo altitud demasiado rápido. El piloto forcejeaba con el motor en llamas, intentando elevar el enorme pájaro moribundo que se negaba a obedecerle.
El aterrizaje sobre la avenida fue catastrófico. No pasó mucho antes de que Mijhail entrara a la habitación, se aclarara la garganta y le hablara:
—Zaitzev… ¿sabes quién va en ese avión?
Vassili lo sabía. La llegada de aquel hombre a Stalingrado había sido un secreto pésimamente guardado desde hacía días.
—Tú y tus francotiradores son la última división que queda en la zona, esta ciudad se está yendo al infierno —dijo Mijhail sin poder ocultar en su voz el nerviosismo que las implicaciones de la caída de aquel avión le provocaban.
Vassili lo evaluó unos momentos y se dio cuenta de que no tenían opción, negarse a acudir al rescate sería considerado por sus superiores traición a la patria, sin importar lo riesgoso que fuera cruzar el campo de batalla.
—Vamos para allá, camarada Capitán —dijo con la voz enronquecida.
Dio una última calada al cigarrillo, luego atravesó la puerta con el rifle colgado del hombro.

Llamó a sus hombres, todos ellos buenos soldados, quienes se habían labrado a tiros una leyenda en el ejército rojo. Los Zaichata.
Cuando estuvieron todos, comenzó a recitar un plan mucho más improvisado de lo que le hubiera gustado. Lo hizo dibujando un pequeño mapa de los puntos estratégicos de la plaza, sobre las baldosas empolvadas.
—Nikolai, Andrei, Chéjov, Tania, los quiero a todos en las torres, que ningún Nazi se acerque a ese bombardero. Viktor… tú vienes conmigo.

La ciudad yacía en ruinas, los incendios y derrumbes la decoraban igual que las tumbas a un cementerio, mientras los morteros alemanes seguían cantando su canción demente. La tierra temblaba bajo sus pies, aquello era el fin del mundo.
—No puedo creer que los alemanes estén aguantando el frío —susurró Viktor mientras andaban con la cabeza baja.
—Apenas lo hacen —respondió Vassili.
Avanzaron cuidadosos, liberando nubes de vapor con cada pesada exhalación en aquel invierno de muerte, sorteaban escombros, trincheras abandonadas y cadáveres rodeados de cuervos, los cuales levantaban el vuelo tan pronto los veían acercarse. De tanto en tanto, uno de los dos levantaba su arma y abatía a algún enemigo, mucho antes de que éste sospechara siquiera que alguien lo asechaba. Disparaban cuando sonaba una explosión, para disfrazar el estampido de sus rifles y pasar inadvertidos, un truco que Vassili había aprendido de su abuelo en las frías montañas de Los Urales. Era así el trabajo de un francotirador: silencioso, invisible, mortal. Lo habían hecho tantas veces que todo era mera rutina.
El avión estaba al final de la avenida. Se había estrellado contra el gran monumento de Stalin de la plaza; le faltaba un motor y la hélice del otro giraba sin control, parte de su fuselaje estaba en llamas. Debían darse prisa antes de que el fuego llegara al combustible y aquel trozo de metal retorcido volara por los aires. Yacían cerca dos alemanes muertos por obra de Nikolai y los otros. Fueron hacia el avión con cautela. Como francotirador experimentado, Vassili sabía que se estaban exponiendo demasiado.
—¡Somos camaradas! —informó, hablando lo más alto que se atrevió. Luego—, ¡vinimos a ayudar!
No hubo respuesta.
La cabina era un montón de fierros chamuscados y cristales rotos. El piloto estaba muerto, se había golpeado la cabeza contra los escombros, Vassili percibió el olor de su sangre esparcida por el tablero de mandos; el familiar hedor de la muerte. En la parte de atrás, el mismísimo Nikita Khrushchev estaba aún en su asiento, inconsciente y con el cinturón aún puesto. Vassili introdujo medio cuerpo en el avión para comprobar su estado mientras Viktor montaba guardia. Después de un momento, Khrushchev tosió.
—Camarada Comisario, ¿puede andar?
Él miró a Vassili aturdido.
—Mi pierna… creo que está rota.
Sacarlo del avión no fue cosa fácil, pero al hacerlo se sorprendieron de descubrir que se encontraba mejor de lo esperado. Aun así, necesitaba la ayuda de Viktor para poder caminar. Vassili se puso al frente para cubrirlos.

Iban ya de regreso al cuartel, cuando de un edificio a la izquierda salieron dos nazis disparando. Quizá se dirigían a comprobar por qué sus compañeros no regresaron, quizá simplemente pasaron por ahí por casualidad.
Viktor soltó una exclamación de dolor, cuando una de las balas lo alcanzó. Vassili levantó su arma en un reflejo instantáneo y abatió al primer soldado. Después, el destino se rió de él.
Cuando trató de disparar por segunda vez, su rifle, el Mosin-Nagant calibre 7.62, orgullo de Stalin y de la Unión Soviética, soltó un lastimero chasquido y quedó encasquillado.
—Demonios —susurró.
El alemán se acercó despacio, burlándose de ellos en su idioma incomprensible mientras les apuntaba con su arma y saboreaba el momento con una gran sonrisa dibujada en el rostro. Aquél hombre reía como si un ruso no acabara de matar a su compañero momentos antes, su dedo comenzó a acariciar el gatillo, alzó su rifle lentamente y un momento después, su cabeza estalló en pedazos.
Vassili miró hacia la torre del reloj de la alcaldía que se alzaba al fondo, la cual era la posición de tiro de Tania Chernova. Zaitzev le hizo una reverencia de gratitud a su camarada, no era la primera vez que le salvaba la vida.
Zaitzev fue quien ayudó a Khrushchev a caminar hasta el cuartel, mientras Viktor los cubría jadeante y con la chaqueta empapada de sangre. No volvieron a ver a otro nazi aquel día.

Esa noche, la división de francotiradores de Vassili Zaitzev era condecorada por altos mandos del ejército rojo, en una ceremonia opulenta festejada en un cuartel a las afueras de Stalingrado, por el exitoso rescate del Camarada Comisario político Khrushchev. Las palabras Héroe de la Unión Soviética, flotaban en el ambiente.
—¡Por Vassili Zaitzev, la leyenda viva! —dijo el Capitán Mijhail, levantando una copa.
Todos los presentes lo miraron al mismo tiempo. La mano de Tania, quien estaba sentada a su lado, se clavó en su brazo con fuerza.
Con la mano temblando por la rabia y la placa de Viktor Alexander Medvedev entre sus dedos helados, Vassili alzó su copa:
—Por los camaradas Khrushchev y Stalin, y… también por la madre Rusia.
Las lágrimas amenazaban con traicionarlo. Sentía impotencia y culpa de estar en aquel lugar con vino y comida caliente, por haber salvado a otro perro bolchevique mientras sus verdaderos camaradas, sus hermanos, estaban allá afuera en el campo de batalla, derramando su sangre y muriendo para que aquellos cerdos tuvieran un mañana.

Pista 28, Aeropuerto Internacional de Guadalajara
Tlajomulco de Zúñiga, Jalisco
Marzo 2017

Autor: Oscar Valentín Bernal

Cetrero y escritor

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