
Por Aledith Coulddy
Pablo tuvo un cuerpo. No era un cuerpo destacado en ninguna de sus formas; era más bien regordete y apenas lograba sostenerse. Lucía pliegues en las muñecas y tobillos y poseía una piel muy tersa y pálida. Del cuerpo salían sonidos guturales y Mamá venía corriendo a ver qué le sucedía al pequeño Pablo. Entonces Mamá le daba leche o le tarareaba alguna canción de cuna. Era un cuerpo que ciertamente cumplía su función y satisfacía las necesidades básicas de Pablo.
Pasaron algunos años y Pablo tuvo otro cuerpo. Era un cuerpo torpe y rechoncho al que le gustaba correr, saltar y reír, pero que se lastimaba fácilmente cada que perdía el equilibrio y caía al suelo. El cuerpo padecía constantemente de heridas dolorosas en las rodillas y manos; entonces venía Mamá y plantaba un besito en la piel lastimada logrando que Pablo se sintiera mucho mejor. El cuerpo, aunque obtuso, aprendió a deletrear y después hasta leía oraciones enteras. Supo de sumas y divisiones y descubrió las maravillas de nuestro sistema solar. Era sin lugar a dudas un cuerpo orgulloso de sí mismo.
Cuando cumplió quince años, Pablo tuvo un cuerpo muy extraño, fue el más extraño de toda su vida. Al cuerpo le era imposible controlar sus sentidos, en especial cuando Michelle se acercaba a él. Sentía como su frente -y otras cosas- sudaban, y el día que Michelle lo besó, el cuerpo se sacudió todo por dentro. Un día, Michelle anunció que ya no quería a Pablo, que ahora gustaba de Jonathan y debido a eso el cuerpo sufrió mucho, le dolió el corazón y el cerebro. Mamá le enjugaba las lágrimas a Pablo y le aseguraba que vendrían otras niñas. Y así fue. El cuerpo después de otras chicas logró sanar.
Un día, después de muchos años, Pablo consiguió un empleo y una casa y también consiguió un cuerpo nuevo. Era un cuerpo atlético de un metro ochenta de altura, lleno de grandes músculos en las piernas y brazos. El cuerpo amaba jugar baloncesto e ir al gimnasio, lugar donde conoció a Estela, la mujer que se convertiría en su prometida y luego en su esposa. Mamá lo acompañó al altar en la iglesia de San Juan Bosco y Pablo fue el que ahora limpió las lágrimas de la carita arrugada de Mamá. El cuerpo sentía un nudo en la garganta, pero también un fuego creciente en el pecho porque Pablo amaba con todo su ser a Estela y Estela lo amaba de la misma manera a él.
Cuando tenía cuarenta y cinco años, Pablo estaba sentado con su cuerpo en su sillón favorito. En la sala, frente a él, se hallaban tres cuerpecitos que se parecían mucho a Estela, pero que tenían los ojos y cabello de Pablo. Un cuerpecito tenía seis años, el otro diez y el más grande quince. El cuerpo se sentía pleno, tenía todo y tenía tanto que se sorprendió el día que la vida dio un giro inesperado. Papá llamó a Pablo para decirle que el cuerpo de Mamá había sufrido un infarto. Pablo voló hacia el hospital y sus entrañas se congelaron cuando vio a Mamá postrada en la camilla del hospital. El cuerpo de Mamá estaba inerte y Pablo supo al instante que ella ya no estaba ahí. Pablo sintió la más grande tristeza, una que jamás había experimentado. El cuerpo ya no quería estar atado a Pablo, quería salir corriendo a otro lado donde no se viera obligado a sentir ese dolor; pero no se fue. El cuerpo se quedó con Pablo por un tiempo más aunque a ambos les costara adaptarse a esa nueva realidad.
Pablo envejeció y el cuerpo lo sentía. Ya no era atlético y había arrugas por todos lados y pedazos de piel que comenzaban a colgar de la cara y los brazos. El cuerpo, sin embargo, estaba complacido. Había sido un buen cuerpo y a pesar de los altibajos, le regaló a Pablo una vida completa y digna de ser recordada. Un día, Pablo cayó muy enfermo. Estela lo abrazaba mientras sus hijos y nietos rodeaban la cama para despedirse de él. El cuerpo sintió pesadez, mucha, se oscureció de pronto su visión y Pablo se desprendió de él. Allá en un lugar donde el cuerpo no podía permanecer, Pablo se reencontró con Mamá y con Papá. Le dieron la bienvenida, bebieron cerveza, recordaron momentos felices y caminaron abrazados hacia el eterno horizonte celestial.