
Por Oscar Valentín Bernal
I
A finales de 1942, la guerra en Europa viraba a favor de la Alemania Nazi. Hitler se encontraba ya tocando a las puertas de Stalin, ganando cada vez más poder, mientras los norteamericanos se batían con los japoneses en el Pacífico. En aquel entonces, los fjällandeses no querían alemanes, ni estadounidenses, ni tampoco británicos en sus tierras. Sin embargo, en medio de la carrera por asegurar las mejores posiciones estratégicas, los deseos de los habitantes de un pequeño país insular del atlántico, poco les importó a las tres potencias, quienes irrumpieron en las playas, apostándose sobre las cuatro islas y convirtiéndolas rápidamente en un tablero de trincheras, donde la tensión se respiraba en el aire cada vez más gélido del invierno.
Fueron los alemanes los primeros en entrar desde el sureste de la isla madre, ocupando sin apenas resistencia, la ciudad de Nyhamn y el pueblo de Kålentan. Al poco tiempo, una oleada de cazas Spitfire de la real fuerza aérea británica, bombardearon los puertos cargueros en Nyhamn y hundieron dos acorazados del ejercito de Hitler, lo cual, junto con los eventos ocurridos en Rusia y Europa central, creó la distracción necesaria para que la marina de los Estados Unidos tomara Nömad, Nøme y la isla industrial de Ghæn, en una maniobra relámpago encabezada por los ingleses, muy al estilo de sus propios adversarios.
El pequeño ejército de Fjälland poco pudo hacer para frenar a las grandes potencias, fue por eso que el canciller se vio obligado a aceptar la invasión, manteniéndose en posición neutral frente a un conflicto ajeno a los fjällandeses y que había llegado hasta sus calles, sus casas y sus familias.
En aquel entonces, yo era solo una adolecente de dieciséis años y trabajaba en la planta textil de Ghæn, cuando los primeros bombarderos de los aliados, venidos desde Islandia, hicieron zumbar el cielo del Atlántico. Antes de eso yo nunca había visto un avión y la sola idea de una máquina voladora, me hacía elevar mi imaginación hasta límites insospechados. No obstante, muy pronto aprendí a odiar y a temer dichos aparatos de muerte.
Los estadounidenses se dejaron caer hacia la isla en paracaídas y, tan pronto tocaron tierra, comenzaron a desplegarse en torno a las fábricas y almacenes, igual a un puñado de hormigas verdes alrededor de un trozo de pan. La planta textil estaba trabajando y yo terminaba de poner un nuevo rollo de tela en la máquina de preparado, junto a una niña llamada Erika Banneth, quien tenía tan solo doce años, pero era mi única amiga en toda la isla industrial. Vi entrar a los primeros soldados de cascos redondos, apuntando de un lado a otro con sus fusiles de asalto. En la textil todos dejaron lo que estaban haciendo de inmediato. Nos obligaron a apagar las máquinas y nos llevaron al patio de la planta, donde un tipo con grado de coronel, llamado Roger Phillips, nos explicó, en su marcado acento yanqui, que toda la isla sería tomada por el ejército americano, quienes estaban ahí para ayudar a repeler a los invasores nazis. El Coronel pedía la cooperación y no resistencia de los trabajadores fjällandeses.
La avenida principal de Ghæn fue convertida en una gran pista, donde aterrizaron un puñado de aviones de todos tamaños de los cuales se desplegaron aun más tropas americanas. En el puerto industrial se ancló un aportaaviones, era tan grande como una ciudad pequeña y muy pronto la isla entera quedó convertida en la principal base de operaciones del ejército aliado en tierras fjällandesas. Los americanos nos asignaron labores a todos, Erika y yo nos limitábamos a ayudar en la enfermería junto a muchos otros trabajadores de la fábrica, aunque la verdad era que no teníamos ni idea de medicina. Otros tantos se ofrecieron voluntarios para cocinar o hacer labores de limpieza. Fueron solo unos cuantos quienes expresaron su deseo de pelear para defender su país de los alemanes, en tales casos los interesados recibieron una instrucción rudimentaria como fuerzas de apoyo.
Por los pasillos de la planta textil veíamos americanos, fjällandeses y uno que otro inglés, todos enfrascados en los trabajos de la manutención de una gran base militar improvisada.
Pasó una semana entera desde la llegada de los americanos, cuando supimos la noticia de la caída de mi pueblo natal, Nøme. Decían que un submarino alemán, de alguna manera, logró burlar los radares de los aliados y emergió justo detrás del campamento inglés, tomándolos a todos por sorpresa. La masacre duró poco y se decía que los alemanes no habían hecho distinción entre soldados y civiles. Comenzaba a circular el rumor en todo Ghæn acerca de que los nazis poseían alguna clase de artefacto de teletransportación. Un piloto británico juraba haber visto al submarino materializarse de entre la niebla, justo antes del ataque. Yo por mi parte me encontraba demasiado devastada para creer en esas estupideces. Fue aquella la primera vez en que se me pasó por la cabeza luchar.
Me dirigí al despacho de la planta del que se había apropiado Roger Phillips. Al acercarme, los dos guardias apostados a los lados de la puerta, me dedicaron una mirada repugnante y susurraron algo entre ellos que les produjo risa. Fingí no prestar atención y me planté ante sus sonrisas maliciosas.
—¿Puedo ayudarte cariño? —dijo el más joven en tono jocoso.
Yo lo miré con desprecio y me dirigí al otro soldado, con el nombre Gregson bordado en el pecho de su uniforme.
—Vengo a hablar con Phillips.
Los hombres se dedicaron una mirada divertida como si acabaran de escuchar un chiste de los buenos. Y no fue Gregson sino el otro, un tal Harrison, quien contestó:
—Escucha, pequeña, el Coronel está muy ocupado y no puede atenderte, pero yo podría ayudarte…
Cada palabra salida de la boca de aquel sujeto se esforzaba por ser más asquerosa que la anterior. Estaba a punto de dar la vuelta e irme cuando la puerta del despacho de Phillips se abrió y el hombre asomó la cabeza canosa ceñida con la boina del ejército americano.
—Te oí, Harrison, me tienes hasta el cuerno. Quiero que te largues ahora mismo a la pista y engrases todos los trenes de aterrizaje. ¡Que venga otro a tomar guardia!
De pronto la expresión de Harrison ya no era tan confiada.
—¿Pero, señor…?
—¡Es una maldita orden, soldado!, ¡lárgate ahora mismo y más vale que la cumplas o lo sabré! Y eso es algo que no te conviene, Harrison…
—¡Sí, señor!
Harrison salió a paso veloz por el pasillo con la mirada de Phillips taladrándole la espalda. Gregson, por su parte, permanecía inmóvil en posición de firmes.
En cuanto el soldado se perdió de la vista, la atención de Phillips se centró en mi.
—¿Y tú qué demonios quieres? —me dijo enseñando los dientes como un gran can anciano.
—Quiero pelear —le dije y el tipo me miró de arriba abajo.
—Es una broma ¿verdad?
—Es bastante en serio…
—Puedes ayudar en la cocina si quieres, es lo único que tengo para ti, niña…
—No sé cocinar.
—Pues aprende.
El Coronel dio media vuelta para cerrarme la puerta en la cara y yo la detuve en el acto. Gregson, quien hasta entonces había permanecido inmóvil, se adelantó y me tomó por el hombro.
—Señorita voy a pedirle que se vaya —me dijo con un tono mucho más educado que antes.
—¡Mi abuela estaba en Nøme! —le grité al Coronel, quien se volvió a verme una vez más—. Ella es todo lo que tengo y no sé si está muerta o es prisionera de los nazis. Si usted no me ayuda a encontrar venganza, la buscaré yo sola…
Phillips me miró irritado y luego habló:
—¿Qué diablos puede hacer una chiquilla como tu contra soldados bien entrenados? La guerra no es un juego, niña.
—Se usar eso —le dije, señalando el fusil del guardia—, mejor que él…
Mi comentario ofendió visiblemente a Gregson y eso casi me hace sonreír. El Coronel lo pensó un momento.
—Lo siento, niña. Ve con los otros trabajadores…
Luego me cerró la puerta en la cara, esta vez sin encontrar resistencia alguna.
II
Fui a ver a Erika y pasamos largo rato contemplando en el horizonte, la masa amorfa de la isla madre, desde el tejado de la planta. No lloré, aunque quería hacerlo. Pensé en la abuela, sola en la casa de campo de Nøme, como lo había estado desde la muerte de mi abuelo y desde que yo partiera a trabajar a Ghæn para poder llevar más dinero a casa. «No te preocupes por mi, Edda, esta vieja no irá a ninguna parte» había dicho en nuestra última conversación. Y era cierto, yo sabía que no tenía oportunidad de haber ido a ninguna otra parte. Me sentí culpable de no haber estado a su lado cuando llegaron los alemanes.
Pasaron tres días en los que los aviones iban y venían, algunos de ellos con el fuselaje tatuado por las balas. Los pelotones comenzaban a movilizarse en el interior de la isla madre y luego regresaban con hombres malheridos, tanto de cuerpo como de mente.
Supe de unos cabos en la enfermería que la batalla había llegado a Nömad, decían que un avión de la Luftwaffe cayó bajo el fuego de los Spitfire y decapitó el faro de la Bahía de las Perlas. Hablaron del fuerte resplandor que emitió la linterna al estallar en pedazos como si se hubiese tratado de un evento de índole sobrenatural.
Yo escuchaba las pláticas mientras limpiaba heridas y cambiaba compresas. Pensé en el faro y en la vez que mi abuelo me llevó a conocerlo cuando era apenas una pequeña, subimos hasta la barandilla superior gracias a un amigo suyo que trabajaba en el ayuntamiento. Recordé la paz de las aguas desde las alturas y el oleaje tranquilo que lamía las rocas del arrecife. Sentí rabia, pero no contra los alemanes, ni contra los británicos, sólo rabia, un aura pura y tangible.
La nieve empezó a caer al día siguiente sobre Ghæn. Erika estaba conmigo en el patio de la planta, cuando escuchamos el sonido ascendente de los motores aproximándose.
—Esos no son los americanos —dijo ella señalando al enjambre de aviones de combate que venía volando bajo sobre las aguas.
—¡Vamonos! —alcancé a decir justo antes de que los cazas nazis abrieran fuego contra la planta textil en una maniobra inesperada. Los muros de la planta retumbaron y se llenaron de agujeros, la estructura cimbró hasta los cimientos, algunas láminas se vinieron abajo y las ventanas estallaron en pedazos. En el piso, se desataron terremotos esporádicos producto de la lluvia de bombas que aquellos jinetes del cielo vertieron sobre nuestra isla.
Yo tomé a Erika de la mano y eché a correr para ponernos a cubierto, mientras en el patio, los pilotos ingleses y americanos, corrían despavoridos hacia sus aviones. Algunos llegaron hasta sus cabinas sólo para volar en pedazos, sin siquiera poder arrancar el motor. Otros tantos, comenzaron a rodar por la pista improvisada entre una lluvia de balas y dejaron el suelo haciendo rugir a sus cazas, como avispones enfurecidos. El combate aéreo se prolongó largo rato. Los aviones alemanes seguían viniendo y los americanos eran realmente pocos en comparación. Erika y yo estábamos ocultas debajo de un tejaban de la fábrica, aunque yo sabía que la protección brindada por la enclenque estructura era prácticamente nula. Había fuego y cadáveres por doquier. Los vehículos de guerra que habían sido alcanzados por el fuego enemigo, se encontraban reducidos a trozos retorcidos de fierro incandescente. Vi al Coronel Phillips correr confundido en medio del caos hasta un camión en el que lo esperaban otros soldados y salieron pitando de la fábrica. En el momento, tres cazas Masserschmitt pasaron zumbando sobre nuestras cabezas, dejando caer una lluvia de muerte. A su encuentro salió un solitario Spitfire, que abrió fuego alcanzando a uno de los aviones nazis en el ala el cual se torció a la izquierda y luego comenzó a dar vueltas hasta incrustarse en la torre de la fábrica de al lado. El Spitfire bajó demasiado para esquivar al segundo alemán y pasó berreando casi a ras de suelo frente a nuestras narices, para después ascender justo antes de encontrarse con la valla del patio. Los alemanes lo seguían de cerca, el piloto británico continuó ascendiendo prácticamente en línea recta y luego se precipitó hacia la izquierda en un movimiento arriesgado en el que aprovechó la gravedad para caer y quedar justo al lado del Masserschmitt que iba a la cabeza. El británico envió una tormenta de plomo sobre la cabina del avión enemigo y yo quedé tan impresionada de aquella acrobacia que por un instante olvidé donde me encontraba. Un momento después, el último avión nazi abrió fuego y arrancó un pedazo de la cola al Spitfire. Los aviones se separaron como dos bailarines en medio de una pieza mortal, giraron en redondo y se lanzaron a la carga, cara a cara. El británico abrió fuego y alcanzó al alemán en un ala, la cabina de su Masserschmitt se rajó dejando caer trozos de cristal, pero el piloto nazi descendió justo a tiempo y quizá debido a la avería en la cola del Spitfire, el inglés tardó demasiado en dar la vuelta. El alemán se puso a su espalda y lo hizo volar en pedazos con su ametralladora. Los trozos de aquel avión cayeron justo sobre la fábrica textil, colapsando el techo del área donde yo solía montar los rollos de tela y haciendo inclinar el techo donde Erika y yo nos resguardábamos. El avión alemán sobreviviente comenzó a virar despacio, soltando una nube de humo y perdiendo altura con rapidez. Repentinamente yo logré liberarme del shock de la batalla y miré un camión parado a medio patio. Pensé que sería nuestra única opción.
—¡Vamos! —le dije a Erika y corrimos hasta allá mientras intentaba imaginar cómo diablos se manejaba aquel enorme trozo de chatarra.
Quedaban pocos aviones en el cielo, pero la muerte seguía cerca, parecía flotar en el aire. Llegamos hasta el camión y abrí la puerta del conductor. En el asiento se encontraba tumbado Harrison, el mismo soldado a quien Phillips envió a engrasar los trenes de aterrizaje. Me miró sorprendido con los ojos turbios, su boca y su uniforme estaban ensangrentados.
—No… funciona… —dijo el hombre moribundo y yo tardé un momento en darme cuenta de que hablaba del camión.
Detrás de nosotros, el caza Massershmitt sobreviviente tocó tierra con violencia en medio del patio, levantando una polvareda, y continuó su estrepitosa carrera de aterrizaje, hasta que un escombro le arrancó el tren izquierdo, haciendo que el ala se encontrara con el piso y terminara de desprendérsele. El avión se detuvo a unos veinte metros de donde estábamos, soltando chasquidos entre el fuego y los copos de nieve que comenzaban a venirse abajo más a prisa.
Miré a Harrison y luego a su fusil, un M1 prácticamente nuevo el cual le arranqué de las manos sin dudarlo. El tipo sonrió con todo el humor de quien está a punto de morir.
—Te dije que podía ayudarte, niña —dijo y luego tosió burbujas de sangre entre dolorosas carcajadas. Yo cerré la puerta del camión dejándolo morir en la soledad.
Tiré de la palanca del arma y comprobé que había una bala en la recamara. Luego levanté el cerrojo y lo dejé listo para disparar.
—¿Sabes usar esa cosa? —preguntó Erika.
—El mejor de Fjälland me enseño —dije refiriéndome a Einar Thorvalddson, mi abuelo.
La cabina del avión alemán se abrió de golpe, dejando caer cristales sobre el morro que comenzaba a incendiarse. Las manos del piloto asomaron igual a las de un alienígena que abandona su nave destrozada y luego el rostro cubierto por un enorme visor de aviador complementó la escena. El tipo saltó a la tierra, totalmente aturdido con una ametralladora corta entre las manos y barrió el patio desierto apuntando. Luego me vio a mí, con la mira de mi fusil justo en su ojo derecho. El momento fue tenso, mi dedo estaba sobre el gatillo y él sabía que no tenía oportunidad, así que dejó caer su arma al suelo y alzó las manos lentamente.
—Me rindo —dijo y luego tosió un poco—. No dispares, por favor…
Yo seguí apuntándole y di un paso hacia él con cautela. El tipo pateó su arma lejos para demostrar que hablaba en serio.
—¿Qué haces? —chillo Erika—. ¡Mátalo!
—Por favor, no —dijo él— realmente quisiera conservar mi vida…
Luego, se sacó el visor en un movimiento tan repentino que casi me hace reventarle los sesos.
Quedé sorprendida al ver detrás de aquella máscara de guerra a un chiquillo. No debía ser mucho más grande que yo. Se veía realmente asustado con el cabello revuelto y el rostro magullado.
—Mataste a ese piloto —espeté.
—Él me disparó primero —se excusó— además esto es la guerra y él mató a mi Capitán. Es un milagro que yo lo haya derribado.
Sus manos alzadas temblaban, quizá por la adrenalina, quizá por el miedo, o por ambas cosas.
—¿Cómo te llamas? —pregunté.
—Kurt.
—Kurt, un movimiento en falso y te vuelo la cabeza.
—Eso parece justo…
—Ahora vas a correr —continué—. Vas a correr y salir de la fábrica, te largarás de aquí y nos dejarás en paz. Si intentas algo extraño te pego un tiro y créeme, puedo matar a un ciervo a doscientos metros con esto…
El chico observó mi manera de sostener el arma y supo que hablaba en serio, luego miró hacia la salida de la fábrica y a las tropas americanas pasar.
—Sabes que van a matarme, ¿cierto?
— Te metiste aquí tu solo y solo vas a salir. El regalo que yo te haré es no arrancarte la cabeza… tómalo o déjalo.
No lo pensó mucho.
—Muchas gracias —concluyó en su acento germano—. ¿Cómo te llamas?
Por un momento pensé en no decírselo, pero algo me dijo que no hubiera estado bien.
—Edda… Edda Thorvaldsson…
—Muchas gracias, Edda. —Luego dio media vuelta y echó a correr hasta perderse por la salida.
III
No podíamos salir de la isla, no podíamos ir a ningún lado. Los aviones seguían luchando en algún lugar lejos, quizá en el estrecho de Nömad, el viento mueve los sonidos de una manera confusa en el archipiélago. Tropas alemanas de a pie se encontraban ahora en Ghæn y las escaramuzas resonaban en las calles entre las fábricas. Erika y yo metimos un montón de conservas y municiones en una mochila y buscamos un lugar para escondernos. Maté a tres alemanes en el trayecto, hasta lo que finalmente fue nuestro escondite en lo alto de la torre de reloj de la administración de la isla. El edificio estaba completamente desierto y encontramos señales de batalla, agujeros de bala y un par de cadáveres americanos. Me preocupaban los aviones, pero aun así, la torre parecía el lugar más seguro de la isla, siempre que permaneciéramos calladas y con la cabeza abajo. Además desde ahí podíamos ver lo que ocurría en casi la mitad de la isla. Bloqueamos las puertas lo mejor que pudimos y nos pusimos a esperar.
Pasaron los días y cuando parecía que los alemanes comenzaban a replegarse, volvía a soltarse otra balacera. Les disparé a dos de ellos que se acercaron demasiado a la torre, arriesgándome a que nos descubrieran, pero sabiendo que si les permitíamos subir hasta donde estábamos todo terminaría. Al cuarto día, un convoy de americanos tomaron por sorpresa a un pelotón de alemanes que andaban entre las calles. Quedaron dos nazis en pie al final, quienes soltaron las armas y se rindieron. Los americanos los mataron de todos modos.
—Se habían rendido —dijo Erika.
—Esto es la guerra, las cosas de mierda pasan —le recordé.
Las provisiones se agotaban y yo ya no sabía a cual bando temer más, vi cosas en esas calles que no relataré, cosas que me hicieron darme cuenta de que todos los hombres de ahí abajo harían lo que sea para sobrevivir y nosotras también, la verdad tampoco éramos tan diferentes de ellos. En aquellos días hubiera hecho lo que fuera por un arma con mira telescópica. Abatí a nueve alemanes y luego los americanos que habían matado a los nazis rendidos se acercaron, quizá vieron la torre de reloj como un buen punto estratégico. Yo había visto suficiente de ellos en las calles, cómo operaban y las decisiones que tomaban. Eran hombres peligrosos, así que los maté a ellos también. Me sentía obligada a proteger a Erika a toda costa, después de todo era lo más cercano que me quedaba a una familia.
Un día apareció un tanque americano por la calzada principal. Iba rodando despacio, seguido de un camión y rodeado de soldados que avanzaban a pie. Yo tenía en la mira a uno de los soldados y rezaba por que pasaran de largo, pero la máquina se detuvo justo frente a nuestro escondite y los hombres comenzaron a entrar a la terraza del edificio de administración. Eran demasiados, yo sabía que si me ponía a disparar acabaría a unos cuantos antes de que el cañón del tanque destrozara la torre con nosotras dentro. Así que guardé el rifle y me puse a observar lo que pasaba.
El camión se estacionó junto a la torre y de él, se apeó Roger Phillips en todo su canoso esplendor. El Coronel parecía aún más viejo que la última vez que lo vi, pero conservaba aquella expresión malhumorada de siempre, lo cual indicaba que aún gozaba de salud.
Phillips recorrió el jardín con la mirada y observó a los soldados muertos sobre la nieve, todos con heridas limpias en sus cabezas, nueve alemanes y cuatro americanos. Luego elevó la vista hacia la torre de reloj y yo alcancé a agachar la cabeza justo antes de que me viera.
—Tenemos que bajar —le dije a Erika.
—No sé si eso es una buena idea —contestó la niña.
—Ni yo. Pero no tenemos otra opción, van a asentarse aquí y van a encontrarnos igual. Al menos Phillips está con ellos y él prometió que venía a ayudar.
—¿A ayudar? Esos tipos son tan malos como los nazis.
No dije nada.
Bajamos a hurtadillas las escaleras y destrabamos la puerta. Al abrirla, nos encontramos de frente con tres soldados americanos que estaban allí quizá para intentar subir a explorar la torre.
El que se encontraba al frente, nos escrutó con desconfianza y su mirada fue directa al rifle que yo llevaba colgado del hombro.
—Quiero hablar con el Coronel Phillips —le dije, con la esperanza de que el nombre de su superior los hiciera pensarlo dos veces antes de hacernos daño. Y así fue.
IV
—¿Así que espera que crea que ustedes dos duraron casi dos semanas atrincheradas en esa torre, sin protección alguna? —dijo el viejo Coronel en la oficina del administrador.
—Hemos tenido suerte —le dije y él arqueó sus pobladas cejas grises.
—Hay un montón de gente muerta en ese patio, señorita —continuó el americano—. Debe haber un francotirador muy peligroso cerca de esta torre. Lo que me intriga es que no solo mis muchachos están muertos ahí afuera, también los de Hitler se están pudriendo encima de la nieve. —El coronel dedicó una mirada fugaz al rifle a mi espalda y pareció desechar una idea ridícula—. Usted no vio nada. ¿O sí?
—Apenas asomábamos la cabeza por la ventana. Teníamos demasiado miedo —le dije.
Él paseó la mirada de mí hacia Erika y luego de regreso. No era un hombre estúpido en absoluto.
—Richards, escolte a estas mujeres con el equipo médico y… hazte cargo de ese rifle, hijo.
—Sí, señor —respondió el cabo que nos encontró en la torre y acto seguido me quitó el fusil.
Cuando su mano lo tocó, sentí el impulso casi irrefrenable de arrebatárselo de un tirón. Sin embargo, lo dejé quedárselo.
El área de enfermería fue instalada a la entrada del edificio, justo junto a una fuente en cuya mitad se encontraba la escultura de Thor azotando la tierra con su martillo, el emblema de la ciudad industrial de Ghæn. Las camillas estaban dispuestas alrededor de ella por todo el lobby y el cuerpo médico estaba compuesto por militares estadounidenses y trabajadores de la isla, quienes prestaban atención a heridas de diferente índole.
El cabo Richards nos llevó ante un doctor, el teniente Kells, quien nos asignó labores similares a las que teníamos en la base de la textil.
Me encontraba acomodando paquetes de gasas en un anaquel cuando de pronto un rostro familiar llamó mi atención. Se trataba de otro ayudante, un tipo vestido con un mono de trabajo de la planta eléctrica, manchado de fango y con el rostro golpeado. El joven prestaba toda su atención a unos paquetes de equipos intravenosos de modo que no me vio entrar. Tenía ojeras y parecía que en los últimos días la había pasado mal de veras, pero ese no era el problema, sino que no se trataba de un trabajador de la planta eléctrica. Era Kurt, el piloto nazi al que yo no había matado días atrás.
V
Kurt me reconoció de inmediato y sus ojos se abrieron perplejos hasta un punto cómico. Su expresión ridícula casi me hace soltar una carcajada, parecía decir «¿por qué, de todos los malditos trabajadores de esta isla tuviste que ser tú quien viniera?».
—Hola Kurt —dije con una sonrisa —. ¿Puedo preguntar qué crees que estás haciendo?
Al muchacho le costó salir de su estupefacción, pero al final lo logró.
—Edda, ¡pero si eres tú! —exclamó con alegría como si fuésemos viejos amigos y su país no hubiese invadido al mío—. ¿Qué que hago? Intento conservar el regalo que tú me diste, naturalmente. —Hablaba con un acento americano perfecto—. Por cierto, nada de Kurt, ¿quieres? me llamo Tom Fullet y he venido aquí desde Texas a revisar un equipo de la planta eléctrica…
—¿Cómo has…?
—Demasiadas películas extranjeras, vamos a dejarlo así. —Se apresuró a interrumpir—. ¿Qué tal te ha ido con eso de la guerra?
Uno de los enfermeros alzó la vista hacia nosotros, tentado quizá por algo extraño en la conversación.
Pensé en mandarlo a la mierda, pensé en gritarle a Phillips que aquel no era ningún trabajador de la planta eléctrica, que yo misma lo había visto derribar un caza británico; y creo que él sabía lo que estaba pensando, porque a pesar del frío, una gota de sudor le resbaló frente abajo. Entonces pensé algo más, probablemente podría utilizar aquella situación en mi beneficio, casi siempre es bueno saber algo que los demás ignoran.
—De muerte, Tommy —respondí y esas simples tres palabras arrancaron un suspiro de alivio prácticamente imperceptible de la boca del falso texano—. Erika y yo la hemos pasado mal. Nos escondimos durante muchos días en la torre de reloj. Ya sabes, disparos, bombas, esa clase de cosas…
Le dediqué una mirada al enfermero entrometido, intentando avergonzarlo por prestar excesiva atención. El hombre desvió la mirada al instante y continuó con sus actividades. Un momento después se retiró dejándonos a solas.
—No puedo creer que sean tan estúpidos para no haberte descubierto —dije al alemán, quien ahora se hacía llamar Tom.
—Créeme, no lo son…
Miré al chico y supe que era cierto. Allí, vestido con ese mono de trabajo, empolvado y con ese acento yanqui casi perfecto, no parecía un nazi en absoluto. Sabía tan bien como él que aquel era un juego al que no podría jugar por siempre, pero de momento con las constantes balaceras en las calles y el alboroto de la guerra, lo último que se le pasaba por la cabeza a Phillips era comprobar los papeles de un obrero mugroso.
—¿Planeas envenenarlos mientras duermen o algo así?
—¿Qué?… ¡No! —exclamó y luego bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. ¿Crees que soy estúpido? A Hitler le importo una mierda y para la Luftwaffe ya estoy muerto, sólo intento que eso no se convierta en la realidad.
—Vaya nazi que eres…
—¿Quieres hablar más bajo?… Fjällandeses, ingleses, rusos, americanos, son todos iguales; piensan que los alemanes somos un montón de monstruos aterradores y sin sentimientos. Pero, ¡sorpresa! También tenemos familias, también tenemos jefes idiotas y también nos cagamos del miedo.
No sé lo que fue, pero algo en ese tipo me inspiraba confianza. Por lo menos parecía más honesto que el resto de los soldados patriotas.
—Bien —le dije—. Tampoco quiero morir, tenemos que ver la manera de salir de aquí antes de que nos descubran.
—¿Descubrirnos? ¿Y tú qué les hiciste?
—Maté a algunos americanos. Phillips lo sospecha, lo he visto en su mirada. Aunque de momento se resiste a creerlo.
La confusión asomó en su cara al atar cabos, luego se convirtió en sorpresa e instantáneamente evolucionó en asombro.
—El francotirador que los tiene a todos cagados en la isla… ¡Eres tú!
VI
El edificio de administración estaba cerca de un pequeño muelle desde donde se alcanzaba a ver con claridad el enorme portaaviones, anclado a poco más de un kilómetro de la isla. Yo sabía que debía haber por lo menos una lancha de motor allí, pues en ese lugar atracaban los transportes que salían rumbo a los muelles de Nömad, a no ser que nuestra suerte fuera terrible y las hubiesen hundido todas durante los bombardeos alemanes, claro. Llevar a cabo nuestro rudimentario plan sería más sencillo que seguro, debíamos llegar hasta el muelle sin que nadie nos viera, subir a un bote y largarnos hacia la isla madre. Una vez allí sería mucho más fácil escabullirnos de las tropas de ambos bandos entre las montañas.
A Erika le costó bastante aceptar la idea de que Kurt nos ayudaría a escapar. No paraba de decir que nos traicionaría al último momento y nos entregaría a los alemanes, o que simplemente nos tiraría por la borda cuando estuviésemos suficientemente lejos de la costa. Tuve que prometerle más de una vez que le pegaría un tiro antes de permitirle hacer cualquiera de las dos cosas.
Finalmente la noche llegó y con eso nuestra oportunidad, quizá la última que tendríamos. Kurt le dijo al doctor Kells que descansara un rato, que él y yo nos encargaríamos de supervisar a los heridos y lo llamaríamos si ocurría alguna emergencia. El hombre, quien aparentemente había comenzado a confiar en Kurt aceptó sin reparos, después de todo llevaba horas sin parar, pues recibía heridos por montones tras las intensas balaceras, era natural que quisiera retirarse y dormir un poco. Kurt y yo intercambiamos una mirada de complicidad cuando el hombre dejó el lobby, luego pusimos el plan en marcha.
La mayoría de los soldados dormían. Kurt se las arregló para robar una pistola y se la metió bajo el mono.
—Dame eso —le dije.
—No hablarás en serio.
—Si crees que permitiré que seas el único con un arma, eres más idiota de lo que piensas que soy yo.
El muchacho me miró inconforme y a punto estuvo de dármela, pero en ese momento, afuera del edificio sonó una ráfaga de disparos y luego una explosión. Todos los soldados que dormían saltaron a sus puestos y tomaron las armas.
—Mierda —susurró Kurt.
La balacera se intensificó hasta convertirse en un auténtico apocalipsis. Las balas entraban por las puertas de madera del edificio y hacían blanco en la fornitura y en los hombres que intentaban salir a luchar. Una de ellas pasó zumbando sobre mi cabeza e hizo volar en pedazos una botella de alcohol en el anaquel a mi espalda, vertiendo el líquido sobre mis hombros, al principio helado, luego ardiente. Kurt me derribó con el brazo y me hizo permanecer en el suelo, mientras los disparos seguían volando sobre nosotros.
Había sangre en el piso y en el exterior, las ráfagas de los rifles de asalto hablaban una con la otra.
—Tendremos que modificar el plan —me dijo Kurt al oído.
Erika llegó corriendo agachada con el rostro aterrorizado, sabiendo que la batalla recién iniciada cambiaría las cosas. Llevaba la misma mochila que habíamos utilizado al subir a la torre del reloj y un arma larga entre las manos, la cual me pasó sin dudarlo.
Se trataba de un rifle Springfield 03, equipado con una mira telescópica de precisión. El arma que había deseado en todos los últimos días, pero la cual no sería tan eficaz en una noche tan confusa como aquella. No se lo dije, le agradecí y luego le indiqué el camino a Kurt a través de la puerta trasera de la torre del reloj.
VII
En el exterior, los disparos sonaban amplificados por la acústica de los edificios. Pudimos ver los fogonazos de las armas de los alemanes, desde la oscuridad y al tanque Sherman de los aliados comenzar a rodar hacia las calles para hacer frente a la amenaza. Desde la torre del reloj, que Erika y yo utilizamos como nido de fuego los días anteriores, brotó el resplandor mortal de una torreta de gran calibre, el cual opacó el de los disparos de las demás armas.
Los tres recorrimos el trayecto hacia la costa y finalmente nos encontramos con el muelle desierto. De izquierda a derecha, no había ni una sola embarcación a la vista, que no fuera el gigantesco portaaviones al fondo de la playa.
—¿Y ahora qué, genio? —me dijo Kurt.
—¡Maldita sea! siempre hay lanchas en este muelle…
—Bien, pues por lo visto no es siempre.
Comenzamos a avanzar hacia el este, revisando la orilla en busca de algún bote que pudiésemos usar, en alguno de los embarcaderos de las fábricas. El único que encontramos estaba partido a la mitad y encallado, con la proa elevada en un ángulo extraño sobre la arena. La nieve comenzaba a caer más a prisa y los disparos continuaban cada vez más aleatorios.
—Tengo una idea, pero va a tener que ser rápido o la batalla terminará y será imposible —dijo Kurt.
Lo seguimos por unos callejones detrás de los edificios y luego a través de una fábrica de envasado completamente en ruinas y desierta. Comenzábamos a alejarnos cada vez más del campo de batalla y de la torre de reloj de la administración. Mientras avanzábamos, el fuego iba sonando más lejano.
—¿A dónde vamos exactamente? —pregunté.
—El plan de mi comandante de la Luftwaffe era improvisar un hangar en esta zona. Solo espero que sigan ahí.
Salimos de la envasadora y lo primero que vimos fue a un soldado alemán apostado en la entrada de un almacén. El hombre miraba nervioso calle arriba, sosteniendo su arma. Yo tiré de Erika, para ocultarla detrás de unos barriles agujerados, abandonados en la entrada de la envasadora.
—Vamos a tener que neutralizar a ese tipo —anunció Kurt.
—Me niego —le dije—. Debe haber otra manera.
—¿Quieres salir de aquí? —espetó el piloto—. Dentro de ese almacén está el avión que va a sacarnos de esta isla. Yo puedo pilotarlo, pero necesito que no me disparen en el culo mientras lo enciendo.
—Quizá no es un mal hombre.
Kurt me miró y puso los ojos en blanco.
—Escúchame, niña, quizá nadie lo es, pero si él te ve primero no lo pensará dos veces antes de pegarte un tiro. La guerra es así, no se trata de ser bueno o malo, sino de sobrevivir para poder proteger a la gente que te importa —señaló a Erika al decir eso—, aunque a veces para lograrlo tengas que hacer cosas de mierda. ¿Podrás con eso?
Miré al guardia alemán, no podía verle el rostro y quizá fuera mejor así.
—Puedo —dije y luego con más seguridad—. Lo haré.
—Bien. Porque contamos contigo. Eres nuestra última carta.
VIII
Erika y yo subimos al tejado de la envasadora por una escalerilla medio arrancada que llevaba a una trampilla en el techo. Kurt dio la vuelta al almacén hasta ponerse fuera de la vista del guardia. Tiré de la palanca para comprobar mi arma y luego clavé el ojo en la mira telescópica. Esperé uno, dos, tres segundos y en ese momento sonó una explosión que hizo cimbrar la tierra, aproveche el estruendo para tirar del gatillo y el guardia cayó al instante. Desde aquel ángulo, podía ver el interior del almacén a través de unas ventanas rotas en la parte superior. Alcanzaba a ver cinco aviones pequeños y a tres soldados alemanes que parecían estar dándoles mantenimiento. Corrí el cerrojo del rifle y lo dejé listo para disparar otra vez. Un momento después, la puerta del hangar se abrió y otro soldado salió, miró extrañado un segundo el cuerpo inerte de su compañero caído y casi dudé lo suficiente para permitirle dar la vuelta y alertar a los otros. La mira de mi arma giró y el disparo sonó esta vez sin cobertura, haciendo caer al segundo soldado y dejando un largo manchón de sangre en la puerta.
Las cabezas de los hombres en el interior del hangar se alzaron alarmadas. Tiré del cerrojo y disparé, haciendo caer al tercero de ellos, los dos restantes lo observaron desplomarse sorprendidos. Repetí la acción y el cuarto cayó. El último, logró salir corriendo hasta ponerse fuera de mi vista.
—Mierda —susurré entre dientes. Había hecho caer a cuatro, pero debían quedar muchos más.
—¡Scharfschütze! —gritó alguien en el interior del hangar. La palabra alemana para “francotirador”.
Kurt, salió de atrás de los barriles y fue hacia la entrada del hangar corriendo. “¿Qué demonios está haciendo?” pensé alarmada. Lo vi tomar la ametralladora del soldado caído junto a la puerta y colarse en el hangar.
Estaba segura de que lo matarían. Cambié de posición recorriendo el tejado hacia el sur desde donde pude observar una ventana distinta. Vi pasar frente a ella a dos soldados nazis y luego escuché disparos en el interior. La cruz de la mira de mi rifle se clavó en la ventana y al aparecer un nuevo uniforme negro, apreté el gatillo, haciendo saltar una lluvia de trozos de cristal y al hombre en el interior del hangar. Jalé la palanca y empecé a llorar. Erika puso su mano en mi espalda y yo apenas la sentía. Disparé una vez más y el culatazo del arma fue igual que un golpe directo a los huesos. Otro tiro más y luego otro. Las lágrimas comenzaban a empañar el lente de la mira mientras yo arrancaba la vida a aquellos hombres y entonces, contra toda probabilidad, sonó el carraspeo de un motor al encenderse. Me sequé las lágrimas del rostro y volví a la mira. El tableteo de las armas en el interior del hangar continuaba y de pronto quedó ensordecido por una ráfaga mucho más poderosa que arrancó de su sitio la puerta del hangar.
El avión salió rodando a la calle entre una lluvia de plomo que cada vez dejaba más cicatrices en su fuselaje. Por un momento, vi a Kurt acelerando a fondo a través de la calzada, hasta elevarse en la noche y desaparecer, dejándonos atrás con los demás alemanes. Pero luego el avión se detuvo a media calle, enfilado hacia la avenida como lo haría con una genuina pista de aterrizaje.
—Vámonos —le dije a Erika una vez más.
Bajamos la escalera tan rápido que sus bases crujieron y por un momento estuve segura de que se vendría abajo. Llegamos al piso y luego hasta la avenida. En el interior del hangar, los nazis conmocionados comenzaban a hervir igual a avispas furiosas repeliendo un ataque en su nido. Para ese momento, todos los hombres del hangar improvisado venían a responder a nuestro ataque y creo que aquella noche no estaban completos, la mayoría de ellos se encontraban batiéndose con los estadounidenses frente a la torre del reloj, de no ser por eso estoy segura de que no hubiera vivido para contar esta historia.
Casi habíamos llegado hasta el avión, cuando los alemanes que salieron del hangar comenzaron a dispararnos. Por un momento, pensé en dar la vuelta y contestar al fuego, pero logré darme cuenta a tiempo de lo estúpido que eso sería.
El avión esperaba con su maliciosa sonrisa de tiburón, lanzando un torrente de aire sobre nosotras desde su única hélice al frente del motor. En cuanto nos vio, Kurt corrió el parabrisas hacia atrás. Nos colamos en el hueco tras el asiento y antes de que Kurt cerrara la cabina, el avión comenzó a correr por la avenida, mientras las balas continuaban golpeándolo desde atrás, incrustándose en la lámina. Primero fue despacio, luego más rápido de lo que yo había ido nunca y un momento después estaba volando, elevándome a varios metros del suelo sobre la isla de Ghæn. Los copos de nieve se pegaban al parabrisas y desaparecían de inmediato, absorbidos por la inmensidad de la noche. Los sonidos de la batalla en tierra fueron languideciendo poco a poco.
—Este no es un avión alemán —señaló Erika a mi lado.
—Así es —afirmó Kurt—. Curtiss P-40 Skyhawk, el avión favorito de los americanos.
—¿Qué hacían los alemanes con él?
—Yo que sé, en la guerra te defiendes con lo que puedas, supongo.
IX
Cruzamos el estrecho de Nömad a baja altitud, casi al ras de las aguas. Kurt dijo que era la única forma de que los radares no pudieran detectarnos. Vi nacer el sol de las aguas en calma y sentí más paz que en toda mi vida, como si la guerra no existiera, como si en el mundo solo quedáramos nosotros tres y la inmensidad del mar. Recordaré eso toda mi vida.
Kurt bajó el avión junto al bosque, en la carretera hacia Nøme, al norte de Nömad. El aterrizaje fue suave y perfecto. Abrimos la cabina y dejamos el avión a mitad del camino. Recorrimos unos cuantos pasos rodeados de por los bosques antes de que, de entre los arboles comenzaran a salir un montón de soldados alemanes, quienes de inmediato nos rodearon, apuntándonos con sus armas.
Desde el grupo de nazis se adelantó un hombre alto y entrado en años, con un extraño parecido con el Coronel Roger Phillips. Iba vestido con un elegante saco militar y una boina negra. Las condecoraciones que llevaba en el pecho de su traje hacían juego con la cruz de hierro ceñida a su cuello.
—¡Alto! —dijo Kurt en alemán y luego dedicó un saludo militar— Teniente Kurt Lendsher de la octava división de la Luftwaffe. Fui hecho prisionero por los americanos y estas mujeres fjällandesas me ayudaron a escapar. Les debo la vida, señor…
El hombre de las medallas lo miró, luego al avión americano y después a nosotras.
Se llevaron a Kurt, dejándonos solas en el camino. El joven piloto sonrió al decir adiós.
—Estamos a mano, Edda Thorvaldsson —fue lo último que me dijo— aprovecha este regalo.
No sé si lo habrán juzgado por sus actos. No sé si se habrán dado cuenta que fue él quien robó un avión del hangar improvisado de Ghæn o si habrán descubierto que ayudó a curar heridos americanos durante días. Todas esas son cosas de las que nunca me enteraré. Pero me gusta pensar que aquel remedo de nazi, el tipo ridículo al que no maté después de estrellar su avión en una fábrica de la isla industrial, tras sobrevivir de milagro a un combate aéreo, sigue vivo en alguna parte.
Epilogo
La segunda guerra mundial continuó por otros tres años en las islas de Fjälland, hasta que los últimos soldados alemanes tiraran las armas tras el suicidio del Führer, tres años que parecieron décadas. La historia de la francotiradora que no distinguía entre bandos se extendió a lo largo de las islas, sembrando el terror en los corazones de miles de guerreros. Había quienes decían que era tan solo una niña, que perdió a toda su familia en la batalla de Nøme; algunos más aseguraban que estaba loca, que su madre era en realidad la huldra de los bosques y asesinaba a los soldados sin motivo con su vista sobrenatural; otros tantos rumoraban que se trataba de una especie de justiciera de retorcida moral, quien todo lo veía y andaba por las islas acabando con las injusticias a través de la lente de su arma. Quizá ella nunca existió en realidad, quizá ninguna de esas historias era cierta; o quizá todas ellas lo eran a la vez. Lo único seguro es que al final de la guerra se le atribuían quinientas setenta y dos bajas en ambos bandos y así, la leyenda de la muerte de Nøme quedó grabada para siempre en la memoria de los fjällandeses.
18 de mayo de 2019
Zapopan, Jalisco