Día cero

Por Aledith Coulddy

La vida se libera y se expande a nuevos territorios, dolorosamente y quizá, incluso, peligrosamente. Pero la vida encuentra su camino.

IAN MALCOLM

«Pareciera que la mente de mi madre se disuelve en un hilo de locura. Su esencia no logra ya sostener su cuerpo.

¿Qué han logrado los militantes? ¿Los hombres de ciencia como yo? 

Cuando el virus Hanta-N1 se diseminó en la raza humana hace ya más de quinientos años, los ingenieros genéticos se apresuraron, inmediatamente después de crear una vacuna efectiva contra el microorganismo, a lograr el nacimiento de una nueva serie de seres humanos, los transhumanos, el homo superioris.

Por supuesto que los resultados no fueron fructíferos en un inicio; resultados que se extendieron a posteriori. Como ahora lo podemos ver con mi madre.

Las fracturas en el ADN y las miles de manipulaciones en sus antecesores le cobraron una factura imposible de liquidar. 

Perfeccionaron su fisionomía, sí. Músculos hipertrofiados, anatomía atlética, veloz. También lograron el principal objetivo del proyecto genético, la volvieron inmune a cualquier virus, bacteria o parásito de este mundo. Un cuerpo optimizado para resistir epidemias venideras. Sin embargo, no fueron capaces de detener la sucesión de mutaciones genéticas que la llevaron por fin a la locura unos años atrás.

Su mente, endeble, sufrió los efectos de la evolución. En alguna parte del proceso generativo de los transhumanos, una fragilidad brotó en los bosques de nucleótidos modificados, más poderosa que cualquier Hanta-N1. El cimiento de la enfermedad neurológica más mórbida del último siglo, la degeneración cognitivo-neuroautonoma lítica o enfermedad de Packer. Más incidente que el Alzheimer o la demencia senil. Con más efectos adversos y con un proceso patogénico de mayor rapidez, en donde los resultados más letales son, incluso, la pérdida de las funciones autónomas. En los días más críticos, el paciente olvida literalmente cómo respirar.

Esta mujer que está frente a mí y todos ustedes es Torexei-A, mi madre, antigua decana de la Universidad Metropolitana de la Euroasia, titulada en estudios sociológicos del nuevo mundo y especializada en relaciones inter-especie. Torexei-A padeció para que todos los aquí presentes pudiéramos tener genes más inocuos, más acordes al perfil del gran modelo fisiológico que se nos ha prometido como homo superioris.

Torexei, mamá, se sometió voluntariamente a una última modificación genética en su adolescencia para que sus hijos (yo) nacieran con el mejor cuerpo. El resultado, un hombre sin defectos congénitos, de dos metros cincuenta de altura (y creciendo) vida longeva, coeficiente intelectual de 205 y con un sistema inmune capaz de acabar incluso con el más agresivo Hanta-N1. Tal como todos ustedes.

Hoy, esta conmemoración por mis cincuenta años de estudio en genómica transhumana, quiero dedicarla a la verdadera heroína de esta historia, Torexei-A, quien literalmente ha dado su vida en beneficio mío y por consiguiente de todos ustedes, mis hermanos transhumanos».

El auditorio donde el profesor Carexei-A celebraba su ponencia, estalló en aplausos y lágrimas en honor al científico y la mujer en silla de soporte que, ante ellos, hacía con esmero el esbozo de una sonrisa primitiva.

Los años de experiencia de Carexei, combinados con el sacrificio de Torexei, lograron un enorme crecimiento en su aún estudiado campo de especialización.

Carexei abrazaba a su madre inerte, los presentes no paraban de elogiar a los celebrados hasta que por fin, cinco minutos después de la ovación de pie, el maestro de ceremonias pidió que tomaran asiento para continuar con el protocolo de celebración.

Entonces, entre el silencio absoluto del auditorio, en una de las filas principales que se situaba justo enfrente al podio, un chico universitario, se levantó de su asiento con ojos desorbitados llevando las manos a la garganta y sin poder evitarlo un estornudo salió de su boca.

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