
Por Jonathan Novak
Había algo de ominoso en el análisis de una nueva pieza musical. Raúl, al igual que cualquier otro músico, debía pasar por uno de aquellos edificios antes de publicar un nuevo material.
Los acervos mundiales fueron creados alrededor de un siglo y medio luego del surgimiento de la era informática. La intención original era preservar toda forma de arte concebida por el ser humano. Desde los inmortales clásicos, hasta las novísimas obras de cada rama del arte. Todo era almacenado y ofrecido de forma gratuita en los edificios del acervo mundial.
En estas construcciones, cualquiera podía asistir para escuchar una ópera clásica con la mayor fidelidad, solicitar una impresión fidedigna y en la técnica original de cualquier pintura, o incluso obtener un modelo a escala de las mayores obras arquitectónicas. El acervo mundial no solo era un repositorio de todo el arte, era también el mayor museo jamás creado, uno que podía ser reproducido en cualquier ciudad del mundo.
No pasó ni una década antes de que el acervo mundial obtuviera una nueva utilidad. Ya que contenía cada pieza artística creada, se hizo costumbre consultar el acervo para constatar la originalidad del nuevo ejemplar. La historia humana era ya tan amplia, que resultaba imposible conocer cada obra artística jamás creada.
Raúl nació en un mundo en el cual el acervo mundial era algo ya conocido, donde éste servía como museo y como registro internacional. Raúl agradeció durante largo tiempo que el acervo existiera. Sin aquel lugar, él no se habría dedicado a la música, su gran pasión.
Durante su juventud, pasaba tanto tiempo en la sede local, como lo hacía en la escuela, y, cuando se hubo ganado un lugar en el mundo de la música como compositor, tuvo la oportunidad de conocer otra parte del acervo. Para Raúl, aquel lugar era como una segunda casa, una que soportaba su vocación y que con cada visita, le enseñaba algo nuevo.
Llovía y si aquello no era suficiente para modificar el ánimo de Raúl, lo que le esperaba en el acervo ciertamente lo haría. No era la primera vez que aquello le sucedía a alguien en el mundo, pero sí la primera vez que le ocurría a él.
Como todo compositor, Raúl conocía el evento hipotético, la investigación había surgido años después de la creación del acervo, justo después de la primera “colisión”. Una colisión indicaba que una obra que se intentaba introducir al acervo, ya existía dentro de él. Esto significaba que, ya fuera por el azar o por la imitación, el supuesto nuevo elemento no representaba algo original, así pues, la supuesta nueva adición era descartada.
Las colisiones fueron estudiadas por distintos matemáticos, esto dió origen al evento: “El fin de las artes”. Fue un artículo publicado unos años después de que las colisiones comenzaran, años antes incluso del nacimiento de Raúl. El fin de las artes era para todo artista, algo similar a la figura abstracta de un monstruo de la infancia, necesaria para comprender una realidad, pero inequívocamente ficticia. Ficticia por supuesto, pero no por eso, menos aterradora.
Todo artista aprendía del evento, cada uno miraba su propio final, lejano, tan lejano como la imaginación lo permitía. Cientos de años, quizás miles. Cada rama del arte ajustaba el calendario. En el caso de la música, el final estaba dado por tres cifras, las primeras dos, 20 y 20,000 correspondían al espectro audible del ser humano; la última, 193, indicaba el tiempo promedio en segundos de una pista en formato LP. Aunque esta cifra era arbitraria, fue elegida como un promedio de las piezas dentro del acervo, además, si se incrementara la duración, luego de llegar al evento específico del fin de la música, toda obra subsecuente sería sólo una remezcla de otras ya existentes.
Pero para eso faltaban siglos, milenios incluso, y aquel día era sólo una decepción para Raúl, no lo sería para nadie más, él seguía teniendo un futuro amplio en la música, un futuro limitado sólo por su capacidad para seguir componiendo, o al menos eso quería creer.
Si bien los científicos estaban deseosos de calcular el tiempo específico entre el inicio de un arte y su final, nadie deseaba realmente evaluar el estado actual, no había interés o, quizás, la pregunta era una que no deseaba respuesta, similar al “¿quien anda ahí?” de las historias de terror.
Llovía, y el acervo mundial rechazó la pieza introducida, Raúl sintió un vacío en el estómago. La vieja promesa de un final le arrebató el aliento. “No pasará”, se tranquilizó, “no mientras viva”, agregó, y fue suficiente.
Siguió creando sin que el evento se repitiera para él durante otros años, después del segundo suceso, continuó ignorando las señales. La música perdía, año con año, la magia, y las visitas al acervo mundial ya sólo lograban arrebatarle la tranquilidad.
Nuevos compositores surgieron para desafiar los estándares de la armonía, combinaciones de sonidos estridentes poblaron los espacios del acervo, “la nueva música” decían los expertos. Raúl por su parte, se sentía enfermo, aquello no era arte, pero lo suyo había dejado de ser original.
El fin de la música tardaría en llegar, quizás faltaban siglos o milenios. Raúl no lo vería en su vida, pero la realidad en la que existía no era menos decepcionante. Muy joven, gracias al acervo mundial, obtuvo la razón de su vida, una vocación que siguió ciegamente durante los años siguientes, ahora, la perfecta memoria de aquel lugar de su infancia le arrebataba su presente y su futuro.
“Es justo” pensó, “un chiste irónico, sin gracia” y sin nada en el futuro que soportara sus sueños, Raúl se quitó la vida.