
Por Aledith Coulddy
Uno creería que la turbulencia de la vida diaria llega a su fin con el dulce descanso de la eterna muerte. Lo cierto es que, en ocasiones, no sucede así.
Morí por ahí de 1927, en algún lugar de Jalisco. No recordaba bien los detalles de lo sucedido hasta que semanas después de mi regreso a la Tierra los leí en uno de esos folletos que entregan afuera de las iglesias.
La obnubilación de haber estado muerto por años se despejó poco a poco cuando reconocí en esas hojas de imprenta barata mi cara dibujada en colores sepia. Vestía entonces una sotana negra y lucía un peinado relamido con aceite. Mientras leía las páginas, fui recordando que nací en Morelia en 1907; siempre quise tener estudios superiores y largarme a una ciudad enorme en donde pudiera seguirme preparando. Desafortunadamente, provenía de una familia de bajos recursos económicos. Poseíamos algunas hectáreas de tierra fértil, aprendí de agricultura con las enseñanzas de mi padre y cuando le conté mis ambiciones, me recomendó ingresar al seminario. Era la opción más barata y efectiva de lograr licenciarme en algún campo. Así que, como cualquier adolescente que mira a su padre como poseedor de la verdad absoluta, seguí su consejo y entré al seminario.
Sin embargo, si hubiera sabido que iba a morir por mis deseos de ser profesionista, me hubiera convertido en ateo. No quería recordar mi muerte, no andaba en busca de memorias dolorosas y humillantes, pero el maldito panfleto detallaba letra por letra cómo había sido fusilado, descuartizado e injuriado por el solo hecho de encontrarme en una posición de la que no podía escapar. Nunca he entendido esa fijación excesiva de los creyentes católicos por adorar a gente moribunda ensangrentada. ¡Es enfermizo!
Bien, aprendí que me llamaban mártir de la Iglesia Católica por haber muerto en pos de la fe cristiana. Me adjudicaron palabras que no recordé haber dicho momentos antes de mi muerte e inventaron una serie de escenarios en los cuales mi fallecimiento lucía glamouroso. Como si ser asesinado a media carretera, con el trasero al aire y una mancha de orina en los pantalones como evidencia del pavor que sentí en el momento, fuera algo digno de escribir y recordarse.
Apenas me había enfrascado en el tedioso proceso de entender esa obsesión patológica por narrar sin decoro muertes ajenas, cuando me di cuenta de mí. «¿Qué estaba haciendo aquí… en el mundo, en la misma ciudad donde me mataron, pero donde ya nada era igual?».
Regresé a la vida sin estar vivo. Resultó que en esos mese me volví muy popular porque la tal Arquidiócesis de Guadalajara decidió que sería un buen año para recordarme y honrarme.
No tenía noción acerca de dónde demonios había estado en todos esos ochenta años que la pasé muerto. Me era imposible evocar imágenes del otro mundo. ¿Habría valido la pena, de menos, morir por lo que todos creían que yo había muerto? Supongo que eso jamás lo sabré. No recordaba a Dios o a Jesucristo. Sólo el «ahora» y el ahora se convirtió de poco a poco en lo que supongo que es el infierno. Podía ver a todos y a todo, pero parecía que el mundo se había empecinado en ignorar mi persona, alma o lo que fuera.
Existía por algún cruel designio divino desconocido por mí. No entendía para qué el Dios en el que no creía me había devuelto de nuevo a esto que no era vida. Perplejo, pasé semanas deprimido, intentando resolver el misterio tras mi regreso al mundo. Fue entonces cuando descubrí que las voces conjuntas que aclamaban mi nombre en una misma oración colectiva era lo que me tenía encadenado a este destino.
Desde que los seres humanos leyeron sobre mí en aquellos periodiquitos, comencé a recobrar mi consciencia. Mientras más me invocaban, mis cualidades etéreas se disolvían. Cada rezo a mi favor era un día más en este suplicio.
Las noches y las mañanas consistían en escuchar constantemente las peticiones de gente que no conocía ni me importaba. Que les ayudara a aliviar a su familia con diabetes, que intercediera con la virgen para que pudieran conseguir un trabajo, que les diera suerte para ganarse la lotería y muchas más sandeces mundanas. Pues yo no tenía poderes mágicos, ni era omnipotente, ni mucho menos conocí jamás a ninguna virgen.
Era sólo un espíritu vagando sin motivo en un mundo lleno de idiotas. Maldije la hora en que escuché los consejos de mi padre para entrar al seminario y maldije a los dioses de este universo por tenerme condenado a ser el intermediario entre esas voces tercas y alguien que ni siquiera sabía si existía.
Quiero creer que les gustaría escuchar que un buen día Dios bajó a mi morada, me pidió perdón por la esclavitud a la que él mismo me sometió, les concedió a todos sus feligreses los deseos absurdos de cada domingo y me llevó al cielo para sentarme a su derecha con la promesa de algún día volver a la Tierra como juez y verdugo de los seres humanos mientras cánticos angelicales anunciaban mi llegada.
Lo cierto es que nunca nadie bajó por mí. He continuado existiendo en este limbo desde que inició el año de mi veneración. La gente sigue elevando sus oraciones hacia mí, pero no por mí. Y, yo, continúo impaciente esperando que el paso del tiempo tenga clemencia sobre mi alma para que un buen día el olvido me mate esta vez para siempre.