
Por Aledith Coulddy
Nadie sabe de dónde llegaron los lobos.
Nadie, vivo o muerto, supo cuándo exactamente o por qué un buen día, de la nada, como un retoño que surge en el áspero blanco de la nieve otoñal, aparecieron de pronto en los bosques de nuestro hogar.
Lo único de lo que estábamos seguros era de que papá, Natuk y yo fuimos los primeros en avistarlos. Corrían como sombras que acechan en la espesura del bosque, escondiéndose entre ramas y pasto seco.
Era una mañana de mediados de noviembre y mamá se había quedado en casa mientras nosotros íbamos al bosque a conseguir leña para la fogata. El invierno había hecho su arribo más pronto de lo esperado y a todo el pueblo tomó por sorpresa. La primera noche, sin reservas de un fuego que nos calentase, la pasamos bien abrigados, juntos, guareciéndonos de la helada tormenta que afuera de la cabaña caía.
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