
Por Aledith Coulddy
Nadie sabe de dónde llegaron los lobos.
Nadie, vivo o muerto, supo cuándo exactamente o por qué un buen día, de la nada, como un retoño que surge en el áspero blanco de la nieve otoñal, aparecieron de pronto en los bosques de nuestro hogar.
Lo único de lo que estábamos seguros era de que papá, Natuk y yo fuimos los primeros en avistarlos. Corrían como sombras que acechan en la espesura del bosque, escondiéndose entre ramas y pasto seco.
Era una mañana de mediados de noviembre y mamá se había quedado en casa mientras nosotros íbamos al bosque a conseguir leña para la fogata. El invierno había hecho su arribo más pronto de lo esperado y a todo el pueblo tomó por sorpresa. La primera noche, sin reservas de un fuego que nos calentase, la pasamos bien abrigados, juntos, guareciéndonos de la helada tormenta que afuera de la cabaña caía.
Fueron los lobos, lo sospecho, quienes trajeron temprano el invierno. Sus pelajes albinos y sus aullidos lastimeros invocaron algún tipo de magia sobre las montañas que prematuramente se vistieron con ropajes nevados.
Y fue así que los lobos, como esperando a que llegaramos, estaban listos para ir tras nosotros. Natuk no lo recuerda bien, pues aún era pequeño entonces. Yo le doblaba la edad, le doblaba los miedos y las alegrías y, esa mañana que vi a los lobos despedazar el cuerpo de mi padre frente a mis ojos, el dolor se vio duplicado también.
Corrí como nunca, con Natuk en mis brazos mirando hacia la silueta boscosa y alertándome de tanto en tanto que varios de los lobos habían roto filas para ir tras nosotros. Nunca supe qué los detuvo de matarnos, pero ambos llegamos sanos y salvos con mi madre y, por primera vez en mi vida, fui obligada a mirar a los ojos a alguien y decirle que su ser amado había muerto.
Con esa frialdad que matizaba con el clima afuera, mi madre fue enterada del destino de Tomek, mi padre.
Después, a lo largo de mi vida, fui por los años repartiendo malas noticias, noticias del mismo calibre a la gente que más amaba. Noticias sobre la gente que ellos más amaban.
Fui la portavoz, por ejemplo, de informar sobre la muerte de algunos de mis primos más cercanos, quienes al tratar de averiguar más acerca de nuestro enemigo, perecieron en el proceso. Y a la cara hube de decirles a tantos otros lo mismo que a mis diez años le rompió el corazón a mamá.
Lo cierto era que para sobrevivir uno tenía que estar dispuesto a morir. Tan pronto los lobos llegaron a Pressedo, nuestro amado pueblo infestado de blanco, nos dimos cuenta que aquellos seres tenían un solo propósito en este mundo, matar. Matar a cuanto humano se atreviera a cruzar el territorio que nos estaban arrebatando. Y no sabíamos por qué, como no sabíamos de dónde venían, pero, a todas horas, sin perdernos de vista, su pelaje níveo se asomaba a los lindes del bosque para alistarse a encuentro nuestro.
También sabíamos que no eran lobos, no eran un animal o bestia que alguien hubiese mirado antes. Eran seres tan altos como un caballo y tan inteligentes en su estrategia de caza que estábamos seguros que debían poseer algún tipo de lenguaje que les permitiera tal coordinación. Se erguían en cuatro patas y portaban los colmillos propios de un dientes de sable. Eran una quimera creada para asesinar y, poco a poco, lo fueron haciendo.
En un principio se limitaron a lo que ahora se le conoce como El Bosque de los Lobos, luego a sus periferias, luego a las cabañas más cercanas a la arboleda, hasta hacerse presentes en cada recoveco del pueblo.
Salir de casa a buscar comida o leña era un volado al aire. Ellos olían el miedo y se alimentaban de él. Sabían, tan pronto pusieras un pie fuera de casa, que estabas a merced de su voluntad. Fue por esto que vimos cómo atacaban a tantos de los nuestros y que Natuk y yo voceamos las malas noticias a los cuatro vientos. Porque era necesario recuperar lo que era nuestro aunque esto nos costara la vida; y es que a decir verdad, sólo eso nos quedaba ya, nada, excepto la vida.
Una noche, ayudados de código morse y animales mensajeros, logramos construir un plan para replegar a los lobos nuevamente hacia el bosque, y así lo hicimos. Después de seis horas de batalla continua y algunas más bajas nuestras, cumplimos nuestro cometido.
Por supuesto, esto hizo enfurecer a los lobos, quienes no tardaron en reagruparse para tratar de recuperar terreno. Nosotros, por nuestra parte, aprovechamos su periodo de convalecencia para improvisar con rocas una pequeña muralla que delimitara el bosque, con almenas que apenas si alcanzaban a sobrepasar la altura de los lobos, por donde, desde entonces, se haría una guardia permanente que nos mantuviera alertas y protegidos de ellos.
Nuestra muralla creció con el paso del tiempo, así también como la manada de aquellas bestias lo hizo y más pronto que tarde se hizo evidente que no podíamos ignorar más el hecho de que ellos estuvieran ahí.
No éramos capaces de entablar comunicación con ellos, su lenguaje era demasiado primitivo para nosotros, o quizá era nuestro entendimiento sobre su naturaleza el primitivo, pero lo cierto era que más que evidente resultaba su odio hacia nuestra especie. No podíamos entonces entender por qué habían llegado, así que optamos por aniquilarlos u obligarlos a huir.
Natuk se volvió un gran estratega, mientras que por mi sangre corrían ríos de odio y recelo. Me volví buena con el arco y la flecha y excelsa en la espada. Mas no había confrontación alguna que me permitiera revelar mis verdaderos talentos. El cuerpo a cuerpo estaba limitado a una situación ficticia que no sabía si algún día llegaría, por lo que mis puños vivían eternamente abnegados a una justicia que jamás podía probar.
Un día, muchos años después de la muerte de Tomek, cuando yo era ya una mujer adulta con espada al cinto y orgullo al pecho, me dirigía a una ronda habitual de aseguramiento cerca de la almena norte, donde, a lo lejos, avisté un hombre correr hacia la protección de nuestro pueblo, con uno de los lobos más grandes visto hasta entonces pisándole los talones cansados. Cargaba el peso de una herida en el costado, parecía que el lobo lo había alcanzado en algún punto y él logró desprenderse, no sin antes perder algo de carne en el proceso.
Ordené abrir las puertas mientras, en un episodio de frenesí y rabia por ver a la bestia devorar a uno de los nuestros, aunque no sabía a ciencia cierta si era nuestro o de alguien más, salté la muralla y corrí a defender al hombre.
El lobo dirigió su atención hacia mí y el hombre, que en realidad era un chico de no más de veinte años, aprovechó para huir. Mientras tanto, el cántico despiadado de varias docenas de lobos resonaba al sentir a uno de los suyos en peligro. Aquello era característico de esas bestias invernales. Predicaban el peligro de su manada con una serie de aullidos lastimeros, aunque no se encontraran físicamente presentes. Por un lado, eso nos alertaba de que uno de ellos se sentía amenazado, por otro, aquel coro significaba que estaban preparados para ir al encuentro de su hermano amedrentado. Y, en una especie de telepatía colectiva evolucionada, un grupo de varios lobos alfas se encontraría cerca del necesitado en unos pocos minutos.
La muralla estaba cerca de mí, podía herir al lobo que se erguía amenazante y atemorizado y correr lo más veloz que el frío clima le permitiera a mis piernas moverse para guarecerme de la amenaza que todos sabíamos que se aproximaba.
Lo cierto es que yo deseaba pelear. Quería demostrarle a mi padre, a mis primos y a todos los caídos por aquellas bestias que era capaz de vengar su muerte, cuerpo a cuerpo, como tanto lo había deseado.
Sostuve mi posición, esperando a que el lobo atacara primero, pero no lo hizo. Sus compañeros estaban tardando en llegar y, por algún motivo, toda la valentía que demostró ante el chico de la herida en el torso, estaba siendo devorada por sus demonios ahora que estaba frente a mí.
Sin esperar otro momento, extraje de un movimiento una daga enfundada que se ceñía a mi cinturón y, de una estocada, alcancé a atravesar parte de su pata trasera. Él gimió del dolor y tan rápido como había ocurrido aquello, el lobo montó carrera a la parte más colindante del bosque a nuestra muralla, todo esto mientras un cordel, que tenía sujeto a mi cinto, se enredaba al mango de la daga que seguía incrustada a la pata del lobo y, con la fuerza de lo inevitable, fui arrastrada hacia la oscuridad del bosque.
Los lamentos del lobo con cada paso eran un sonido insoportable de escuchar y en mis tímpanos resonaban sus pasos galopantes, que pisaban frenéticos la dura superficie cubierta de hielo por donde pasábamos.
Durante este tramo de incertidumbre en donde, a cada metro recorrido, me mentalizaba que estaba a punto de morir, ramas, rocas y agua helada golpeaban mi cuerpo y mis esperanzas. Sopesé por un instante caer en la autocompasión de quién ha tomado una decisión que le ha costado la vida, pero el recuerdo de mi padre me dio el último respiro de fuerzas para oponer resistencia a la carrera de la bestia y tratar de luchar una última vez por mi vida, aunque nos encontrábamos ya muy adentrados en el Bosque de los Lobos. Sin embargo, apenas tomé la decisión, mi cabeza golpeó con otra roca y la oscuridad se cernió sobre mi conciencia.
Desperté algunas horas –o eso creí– más tarde, cobijada por el pelo níveo de mi peor enemigo, quien se hallaba postrado a mi lado, respirando aire gélido y con la parte trasera de su cuerpo vestida entera de un líquido amarronado que supuse era su sangre.
Me miró apenas recobré la conciencia y soltó un gemido lastimero, como esperando que le anunciara su sentencia de muerte.
Ahora que lo tenía enfrente, pude observarlo mejor. Era lo más cerca que un ser humano había tenido la desgracia o fortuna de estar ante uno de ellos. Sus ojos eran azules con motas de color miel dentro de todo el iris. El tamaño seguía siendo impresionante, demasiado grande para un lobo común. Parecía más la anatomía de un felino que la de un perro, pero el hocico era prácticamente similar al de un lobo.
—¿Y tus hermanos alfas? Te han abandonado a morir a tu suerte, ¿cierto? ¿Hasta ahí llega su honor? ¿Hasta donde peligra su vida y hay grandes posibilidades de muerte?
No me contestó, pero sabía perfectamente que me había entendido. Sus ojos eran los de un viejo que reflejan sabiduría y, por primera vez en todos esos años, sentí compasión por una de esas criaturas.
—No te mataré, dejaré que te pudras en el invierno, para que sientas el dolor que ha sentido todo nuestro pueblo, aunque sea netamente físico.
Me disponía a retirarme del área, cuando sentí unas fauces prenderse a mi omóplato. Volteé de reojo y miré al animal de pie, haciendo un esfuerzo descomunal para mantenerse en esa posición. Esperé, entonces, que la presión de su mandíbula se hiciera presente sobre mi torso indefenso, pero no fue así, me sujetó gentilmente y, con la poca fuerza que le quedaba, echó a andar hacia la espesura del bosque, más adentro aún, a zonas que ni mi tribu conocía y tan alejadas que me sentí como una extranjera en mis propias tierras. Aunque, a decir verdad, eran años ya desde que les pertenecían a aquellos lobos.
A cada paso, sentía la velocidad disminuir. La bestia que me cargaba volvía a sangrar de su pata trasera y, siendo honesta, no entendí cómo era que algo tan prescindible como una extremidad podía ser tan vital para ellos. Luego recordé que no sabíamos nada acerca de los lobos excepto que odiaban al ser humano hasta al punto de acabar con nosotros.
El claro del sol oculto entre nubes densas comenzó a abrirse paso a través de las copas de los árboles que cada vez estaban más dispersas. La luz entraba como entre rendijas que herían mis pupilas acostumbradas a horas de sólo oscuridad, para mostrar un paraje desértico y árido que se iba abriendo ante nuestros ojos.
Ya en la periferia del bosque, a unos metros de donde terminaba todo rastro del mismo, el lobo me arrojó a la tierra que ahora poseía un color más naranja y cuyas partículas se sentían tibias al tacto. Ya no estábamos en Pressedo, sino en los confines de tierras vecinas. Unas que yo no conocía.
Caminé hasta el linde de los últimos árboles, el sol comenzaba a quemar mi piel desacostumbrada a su calor y la luz, que se reflejaba a través de los pocos pinos secos que aún me tapaban la vista, poseía un matiz rojizo. Me pregunté si era el atardecer. Hacía tanto que no había visto uno diferente a los clásicos amoratados de mi pueblo.
Volteé a ver la criatura quien volvía a estar echada en la tierra. Le quedaba poco de vida, lo podía aseverar por su pelaje que había dejado de ser blanco para pasar a ser gris. Uno de los signos clásicos que logramos reconocer como síntoma de deceso en aquellos seres
Volví a mi tarea y caminé solo unos pasos más. Mis ojos tardaron en adaptarse a la inmensa luz que ya era imposible ocultar, puesto que los últimos árboles habían quedado atrás. No obstante, apenas me acostumbré, lo que vi ante mí me golpeó en el pecho con el peso de una avalancha. Me costaba respirar, sin saber si se debía al intenso calor que de pronto hacía o a lo que no daban crédito mis ojos.
La tierra infértil, rebosada de edificaciones metálicas y una especie de maquinarias que parecían de otra época, era hogar de algo más impresionante aún. Seres con forma humana pero más altos y más delgados operaban aquellas máquinas y vestían trajes que, supuse, los protegían del calor y el olor nauseabundo que poco a poco se colaba dentro de mis fosas nasales.
Un par de ellos advirtió mi presencia y, sin demora, corrieron hacia mí como enajenados, con un frenesí similar al de los lobos atacando, pero mil veces más violento. Supe entonces que ambas criaturas llegaron al mismo tiempo y del mismo lugar.
El lobo que estaba agonizando detrás de mí soltó un último aullido para después fallecer en medio de esa fatídica escena.
Mi instinto me hizo retroceder, pero aquellas cosas se acercaban decididas hacia mí, con una especie de armas filosas que protruían de sus extremidades apuntando hacia mi cabeza y pecho.
Les di la espalda para comenzar a correr cuando, ante mí, una manada entera de lobos se encontraba ya. Comencé a percibir cómo la temperatura bajaba y, poco a poco, los árboles empezaron a teñirse de blanco. Estaban trayendo el invierno nuevamente a esa zona infernal.
Esperando el ataque de ambas criaturas, unas a mi frente y otras a mi espalda, no pude evitar pensar que aquello debía ser producto de mi imaginación y del golpe que me había llevado cuando el lobo, que yacía muerto a unos pasos de mí, me arrastró hacia esa zona sacada de un cuento de terror.
El lobo que supuse era el alfa se acercó hacia mi dirección mostrando sus fauces y, soltando un gruñido, se avalanzó hacia donde me encontraba. Apenas si alcancé a sacar la daga que había vuelto a prender de mi cinto, cuando observé que la criatura blanca dirigió su ataque hacia los seres que se hallaban a mis espaldas. Volteé de inmediato y me percaté que el pelaje del lobo rápidamente cambiaba a tonalidades grisáceas y, en ese preciso instante, sus hermanos, que estaban ya en posición de pelea, corrieron al unísono a ayudar al jefe de su manada que se estaba debatiendo en un duelo a muerte con aquel ser que desprendía un intenso calor, haciendo contraste con el aire helado que los lobos dejaron a su paso.
Observé la escena unos segundos más hasta que un instinto primitivo me obligó a correr hacia la zona de batalla, para tratar de auxiliar a los extraños cánidos, cuya vestimenta poco a poco se teñía de marrón.
A unos pasos de llegar a donde se encontraban, el lobo alfa se separó de la manada y del ser con el que se debatía y se apresuró a mi encuentro, me mostró sus colmillos nuevamente y me miró con un entendimiento primigenio, hablándole directo a la parte más central de mi existencia, la que te permitía comunicarte con otro sin pronunciar palabra alguna y entendí entonces que aquellas criaturas, con sus métodos tan poco ortodoxos y tan inexplicables para nuestro entendimiento, estaban tratando de protegernos.
«¡Huye y da aviso!», comprendí, y así lo hice, corrí con toda mi voluntad hacia mi pueblo, advirtiendo la temperatura bajar conforme me adentraba al bosque y la luz que se iba apagando a causa de la espesura del mismo. Decenas de pares de ojos, que brillaban escarlatas en la penumbra, me miraban al pasar y, en un cántico colectivo, sus aullidos resonaron a través de cada rama y cada hoja, despertando a la tierra misma a una lucha a favor de la supervivencia humana. Una que se había librado desde tantos años atrás, cuando no entendíamos el lenguaje de aquellos que llegaron para protegernos.