
Por S. Bobenstein
—¡Rafael! ¡Despierta!
La voz de su hermano lo hizo recuperar el sentido. Entreabrió los ojos sólo para ser cegado por una luz blanca y fría, en un acto reflejo trató de proteger su mirada con su diestra, pero algo se lo impedía, al igual que le impedía mover el resto de sus extremidades. Presa del pánico, abrió los ojos tanto como pudo para darse cuenta de su estado: se encontraba atado con correas de cuero a lo que parecía ser una mesa inclinada lo suficiente para casi dejarlo de pie, vestía un traje quirúrgico blanco e inmaculado y usaba unos zapatos de tela del mismo color.
—¡Pero qué diablos está pasando! —gritó, presa del frenesí, tratando desesperadamente de liberarse de sus ataduras. Sólo su cabeza tenía libertad de movimiento.
—Tranquilízate, Rafael —continuó su hermano—. Estamos todos en lo mismo… Aparentemente estamos a salvo, por ahora.
El aludido volteó a su derecha para encontrar su imagen especular mirándolo directamente. Su hermano se encontraba en la misma situación que él, su rostro no denotaba más que entereza a pesar de lucir exactamente el mismo aspecto que él.
—¿Qué está pasando, Gabriel? —sollozó Rafael— ¿Dónde estamos?
—¿Puedes por una vez en la vida dejar de lloriquear cada que tienes problemas?
El rostro de Rafael se giró ciento ochenta grados para encontrarse con otra imagen especular, exactamente en las mismas condiciones que él mismo, pero una expresión de impaciencia le cruzaba la cara esta vez.
—Miguel —Gabriel le llamó la atención con autoridad—, no es momento para conflictos. Los tres necesitamos estar unidos si queremos salir de ésta.
—Díselo a él. —Miguel señaló con la cabeza al hermano de en medio—. Siempre tenemos que estarlo arrastrando para que haga lo que tiene que hacer.
—Rafael, escúchame —la voz de Gabriel, como cada vez que quería conseguir algo, era más una combinación de un abrazo y un halago auditivo que simples ondas sonoras—: te necesitamos, hermano. Siempre has sido parte fundamental de nuestro equipo, tú puedes hacer cosas que ninguno de nosotros podemos. Quizás te creas débil y temeroso, pero la verdad es que Miguel y yo sabemos que tienes todo lo necesario para ser el mejor de los tres. Ya lo has demostrado antes y necesitamos que lo demuestres ahora. Por favor, hermano.
—Está bien… —respondió Rafael, después de dejar pasar unos segundos entre suspiros e inspiraciones profundas.
—¿Reconoces este lugar? ¿Recuerdas algo?
Rafael parpadeó un par de veces para enfocar mejor su vista y se dispuso a examinar la habitación en que los tres se encontraban. El lugar era un cubo de paredes blancas y lisas, iluminado por una luz blanca que irradiaba del techo, haciendo que todo a su alrededor fuera lo suficientemente deslumbrante para incomodar. Él se encontraba en medio de sus dos hermanos gemelos, los tres lucían como si fueran réplicas de una misma escultura que cuidaba hasta el más mínimo detalle. Al lado izquierdo de Miguel, se encontraba otra mesa metálica inclinada, con las correas abiertas y colgando inertes, brillando bajo la luz del techo. No había nada más que las mesas en el centro de esa habitación y lo que parecía ser un vidrio espejo en la parte más alta frente a ellos, colocado en una posición que no les permitía ver su reflejo.
—No… No sé… —susurró Rafael con la voz temblando—. No recuerdo nada… Estábamos en casa de mamá y luego… Creo que había árboles y hacía frío… y había alguien más con nosotros. Tengo miedo, Gabriel…
—Cuando encuentre al hijo de puta que nos metió en esto, lo voy a… —La agresividad de las palabras de Miguel era perfectamente acentuada por el sonido de sus dientes chirriando y la tensión de todos sus músculos.
—Supongo que lo único que nos queda es esperar. —El tercer hermano suspiró y negó con la cabeza al hablar. Como siempre que se encontraban en aprietos, no perdía su temple.
La pared de enfrente comenzó a crujir con el sonido de múltiples cerraduras abriéndose, los trillizos guardaron silencio y observaron, a la expectativa de lo que sucedería: una pesada y gruesa puerta metálica disimulada en la pared se abrió con lentitud, dejando ver tras ella un pasillo en penumbra. Se abrió paso a través del umbral una mujer esbelta de cabello oscuro y recogido, cuyos ojos azules eran parcialmente escondidos por el reflejo de la luz en sus lentes de marco grueso; la indumentaria de aspecto ejecutivo que llevaba, era cubierta casi totalmente por una bata de laboratorio.
—Buenos días, Rafael —saludó la mujer en apariencia cordial—.
Detrás de ella surgieron algunos hombres altos y fornidos con aspecto de enfermeros. Colocaron una silla frente a Rafael que fue ocupada por la doctora, detrás de quien instalaron un trípode con una cámara de video apuntando hacia los hermanos. Dos de ellos sujetaron la cabeza de Rafael con fuerza y él se paralizó por el miedo.
—¡Quítenle las manos de encima, perros desgraciados! —gritó Miguel mientras se debatía en su lugar para librarse de sus ataduras.
—¡No lo toquen! —ordenó Gabriel, estirándose tanto como podía en dirección de su hermano.
Los presentes hicieron caso omiso de los reclamos de los otros dos hombres. El último de los enfermeros colocó en el suelo un maletín metálico del cual sacó una diadema negra y un dispositivo rectangular que cabía perfectamente en la palma de la mano. Le alargó el dispositivo a la doctora y, acto seguido, fijó la diadema con sumo cuidado en la cabeza de Rafael.
—¿Qué…? ¿Qué…? —tartamudeaba él cuando los enfermeros soltaron su cabeza, temblando hasta el último cabello.
—Todo está bien, Rafael. Estás a salvo, no hay de qué preocuparse. —La doctora le dedicó una sutil sonrisa al mismo tiempo que activaba el dispositivo en su mano.
Al introducir una secuencia numérica en la pantalla táctil en el aparato, una pequeña luz parpadeante de color azul se encendió en la diadema. Todos menos dos de los enfermeros, quienes flanquearon a la doctora, salieron de la habitación y cerraron la puerta tras de sí.
—Sé perfectamente que estás asustado y que no me recuerdas, pero confía en mí: todo está bien —continuó la mujer con un tono taciturno que se esforzaba por pasar como amable—. Soy la doctora Tatiana Petrova, estoy aquí para ayudarte… Pero primero necesito hacerme cargo de tus hermanos. ¿Puedo hablar con Miguel?
—Puedes venir y besarme el culo, mejor —respondió el hermano mientras forcejeaba con sus ataduras y enseñaba los dientes—. ¿Quién diablos te crees, mujer? ¡Suéltanos ya o verás!
Los hermanos restantes miraban la interacción en silencio, uno tratando de analizar lo que sucedía y el otro dominado por el pánico.
—No son necesarias las amenazas, Miguel. —La doctora no se inmutó en absoluto—. Creí que cooperarías con el tratamiento como Gabriel. Después de todo, debajo de tu fachada de animal salvaje, sé que eres un buen hombre y que no lastimarías a alguien que no se lo mereciera.
—Miguel, ¿l-la co-conoces…? —inquirió Rafael.
—Hermano —lo llamó Gabriel, indicándole detenerse al negar con la cabeza.
Miguel tardó unos segundos en responder.
—Azrael ya no está, Tatiana —Por primera vez se mostraba en actitud más serena—. Ya no hay razón para mantenernos aquí. Podemos vivir en paz, los tres, como siempre lo hemos hecho… Como hasta antes de que Azrael se saliera de control. Sé que soy un energúmeno, que no he tratado del todo bien a mi hermano, pero siempre lo he protegido, siempre lo he defendido. Él me necesita y yo lo necesito. Él nos necesita, a Gabriel y a mí.
—Sabes tan bien como Gabriel que tu hermano nunca podrá mejorar con ustedes dos viviendo su vida por él. El surgimiento de Azrael fue responsabilidad directa de ustedes dos. Estaban tan concentrados en protegerlo que no vieron en lo que se estaba convirtiendo. Las sangre que derramó Azrael está en sus manos también.
—¡Y una mierda, Tatiana! —gritó Miguel—. ¡No nos vas a matar igual que mataste a Azrael! Sin nuestra ayuda no lo habrías podido conseguir.
—Y estoy agradecida por eso, pero yo estoy aquí para ayudar a tu hermano, no a ustedes. Te di hasta hoy para integrarte con Rafael… y henos aquí.
—¡Rafael, mírame! —suplicó Miguel, consiguiendo la total atención del aludido—. He sido duro contigo porque te quiero, hermano, tú sabes que te quiero, sabes que siempre voy a protegerte, sabes que siempre voy a protegernos. Mientras yo esté contigo, nadie te volverá a lastimar jamás.
—Es tiempo de que te vayas, Miguel —murmuró Gabriel con pesar—. No hagas esto más difícil.
—¡Maldito traidor! ¡Prometiste que juntos encontraríamos la manera de salir de esta, Gabriel!
—No hay otra manera, Miguel.
—¡Si dejas que me hagan esto, te harán lo mismo a ti!
—Ya pensaré en algo… Siempre pienso en algo…
—¡¿Pero qué diablos está pasando?! —gritó Rafael, desgarrando la acústica de la habitación con un grito de desesperación.
—Todo estará bien, Rafael —sentenció la doctora.
Los dedos de la mujer se movieron con destreza en el dispositivo. La luz en la diadema de Rafael empezó a parpadear rápidamente e instantes después, el cuerpo de Miguel ardió con un brillo tan intenso como el del mismo sol. Rafael se debatía entre gritos y sollozos al escuchar la agonía de su hermano mientras se consumía entre las llamas, mientras los gritos de Miguel lo llamaban y le pedían ayuda. Él mismo sentía como si fuera a morir, a desaparecer, entre tanto dolor y tristeza. Ya no habría nadie para protegerlo.
—Hermano… mírame…
No supo en qué momento entre tanto sufrimiento se volvió a ver el rostro triste pero sereno de Gabriel, quien le ofreció una sonrisa y continuó:
—Todo estará bien, Rafael… Estarás bien, te lo prometo.
Las palabras de Gabriel sonaban cada vez más como un eco distante al mismo tiempo que Rafael se sumía en la inconsciencia.
Al otro lado del vidrio espejo, en una habitación oscura que permitía observar la habitación blanca en donde se encontraba un hombre inconsciente atado a una mesa inclinada siendo atendido por un par de enfermeros y una doctora, un afamado psiquiatra contemplaba la escena junto a su clase de médicos residentes. Tras aclararse la garganta, se dirigió a su séquito:
—El nombre del paciente es Rafael N., masculino de 35 años con diagnóstico de trastorno de identidad disociativo, sin otras patologías agregadas. El paciente desarrolló dos personalidades alternas, Gabriel y Miguel, a quienes identifica como sus hermanos gemelos, tras haber sufrido años de abusos y violencia física y mental a manos de sus padres biológicos. Sus padres adoptivos resultaron ser negligentes ante el trastorno de Rafael y fomentaron la creencia de que él debía ser siempre protegido por sus “hermanos”, más capaces que él de enfrentarse con la vida. El sentimiento de inferioridad y frustración de Rafael creció durante varios años más y dio paso a una nuevo hermano, Azrael, un “superhombre”, amo y señor de todo, venido al mundo para demostrar su superioridad y hacer que todos se inclinen ante él. Rafael se adhirió a Azrael y, para probar su derecho divino a dominar, llevó a cabo la explosión y el tiroteo del centro comercial de la ciudad, en el cual murieron más de 127 personas. Rafael fue apresado por la policía cuando iba en camino a casa de su madre adoptiva, con las armas del delito en mano.
El doctor hizo una pausa y los estudiantes murmuraron entre ellos.
—Lo que acaban de presenciar es la implementación de la tecnología desarrollada por la doctora Tatiana Petrova para eliminar las ondas cerebrales manifestadas a raíz de trastornos mentales. Con ese dispositivo, literalmente se puede borrar el trastorno de la mente del paciente, algo maravilloso… pero con el efecto secundario de que ese espacio borrado no vuelve a llenarse. La doctora logró eliminar la presencia de Azrael de la mente de Rafael con la ayuda de sus dos “hermanos”, por deferencia, les ofreció la posibilidad de no eliminarlos también con la condición de que se integraran a la mente de su hermano y dejaran de ser entidades independientes, algo como pedirle a alguien que deje de existir. Lamentablemente, en el caso de Rafael, si Gabriel se niega a integrarse… probablemente no quede mucho con qué trabajar.
Nuevos susurros se escucharon entre los residentes, lápices garabateaban en tablas que ellos sostenían. El doctor suspiró, apesadumbrado, y se volvió hacia los demás.
—¡Bien! Suficientes pensamientos deprimentes por hoy. ¿Quién tiene hambre?
Entre expresiones de alivio, la habitación oscura se vació, al igual que la habitación blanca, dejando solo en la inconsciencia al hombre de la mesa y al último de sus hermanos llorando amargamente por la pérdida de su familia.