
Por Jonathan Novak
Aquél era siempre un movimiento rápido. Dusán apenas sentía la resistencia de la piel ajena y el pobre infortunado que recibía la estocada del delgado estilete percibía tan sólo una molestia ahí donde el cuchillo descargaba la sustancia letal. Luego, sólo quedaba morir.
Así lo sintió una vez más. Frente a él la figura de una chica de rasgos afinados lo veía sonriente. “Quizá lo ignora”, pensó Dusán por la expresión de su contrincante. “Imposible”, concluyó al ver cómo cubría la herida recibida en uno de los costados.
—Estás muerta —escupió la frase inmerso en su propio dolor. Pero ella no contestó.
Dusán era experto en el uso del estilete, en cada trabajo portaba dos ejemplares de esta arma. Ambas dagas medían apenas la mitad de su antebrazo y, debido a su composición y tamaño, era sencillo introducirlas incluso en lugares con altos niveles de seguridad.
Además, dado el mecanismo escondido en los puños de cada estilete, el cual liberaba una dosis mortal de tetrodotoxina, sólo hacía falta un pequeño toque, apenas perceptible, para asesinar a alguien.
Corría el año 2093, Dusán cumpliría 35 años ese invierno y, dentro de La Familia, ya muchos compañeros lo llamaban “tío” en señal de respeto aun y cuando Madre lo seguía reprendiendo por su forma de trabajar. “Esa arrogancia te va a matar”, le decía cada que lo encontraba practicando con el estilete a lo que él respondía mostrando alguna suerte con las dagas. Finalmente, Madre soltaba un bufido disgustada antes de retirarse.
Era cierto que el estilete era una elección peculiar para la labor que los miembros de La Familia debían ejecutar, la mayoría de sus compañeros elegirían como herramienta principal un arma de largo alcance, la cual utilizarían casi sin falta dadas las ventajas que presentaba el estar lejos del objetivo. Dusán, sin embargo, era distinto. A él le daba placer la sensación dejada por un trabajo limpio. En ocasiones disfrutaba de mantenerse cerca de su víctima hasta que ésta presentaba los primeros síntomas de malestar y entre la confusión que causaba el moribundo, Dusán escapaba por fin.
El joven hombre sintió que aquél no sería el caso con el objetivo que Madre le hizo llegar días atrás.
La compañía a la que se debía infiltrar era una dedicada ni más ni menos que a la seguridad. Dentro del enorme edificio, debía acabar con la vida del CEO. Bilko era un hombre en sus tardíos cincuentas, bien conocido por su paranoia. Eran tales las precauciones de éste que ni siquiera atravesaba el propio edificio, su oficina contaba con una salida a un pequeño helipuerto el cual utilizaba sin falta. Y, aun dentro del vehículo, se hacía acompañar de cuatro hombres, todos de su confianza y altamente entrenados.
Dusán giraba nerviosamente uno de sus cuchillos al ver que no había puntos vulnerables, el helicóptero andaba sin parar durante al menos cuarenta minutos hasta llegar a la residencia del hombre, un lugar tan amplio y vigilado que bien tendría más suerte intentando tirar la enorme ave de metal con sus estiletes que esperar salir con vida de aquella fortaleza.
Treinta y seis segundos. Dusán había observado largamente el comportamiento del hombre antes de determinar que aquel momento era el más propicio para ejecutar su tarea. Treinta y seis segundos era el tiempo que tardaba su objetivo en atravesar el andén desde el helipuerto apostado a un costado del edificio hasta sus puertas. Cualquier intento antes o después tendría un margen de error demasiado pequeño para siquiera considerarlo.
El principal problema era llegar al helipuerto mismo, éste se encontraba en el piso cincuenta y, para tener una esperanza de acercarse al hombre, debía atravesar el rascacielos sin ser visto por los muchos elementos de seguridad. El propio edificio era una fortaleza y ante cualquier indicio de problemas éste se cerraba irremediablemente. Esto hacía inviable asesinar al hombre dentro, pues no encontraba una forma de hacerlo sin alertar a los hombres que siempre estaban a su lado. Treinta y seis segundos era lo único que tenía.
Luego de semanas de observación y unas pequeñas invasiones al lugar, Dusán estableció el plan, reconoció puntos ciegos y apuntó claramente los movimientos internos. En sus notas, dibujó una serie de planos los cuales se correspondían con las habitaciones que debía atravesar para llegar al piso cincuenta. Una vez ahí, se haría cargo de dos guardias apostados en la salida del andén para posteriormente acabar con su objetivo.
Si los tiempos resultaban correctos, si el helicóptero no se retrasaba, si nadie cambiaba sus hábitos, Dusán saldría al andén por encima del segundo veinte, lo que le daría el tiempo suficiente para acabar con la vida del hombre antes de que sus elementos de seguridad pudieran ponerlo a salvo dentro del helicóptero.
Pero los planes rara vez resultan perfectos. Al abrir las pesadas puertas blindadas que daban al andén, Dusán encontró el rostro del hombre que debía morir a solo unos pasos de donde se encontraba. El rostro de su objetivo cambió el semblante inexpresivo de un día cualquiera al de la realización del peligro. Alrededor de Dusán había cinco hombres. Tres veían directamente a él mientras que los otros dos cuidaban el propio camino frente a ellos. Sus planes implicaban asesinar a máximo dos personas adicionales a Bilko. No podría ser. De los seis guardias, dos en las puertas, dos en el helicóptero y dos a los lados del infortunado, tendría que acabar con cuatro.
De entre sus ropas, Dusán extrajo sus dos confiables compañeros lanzándolos inmediatamente a los guardias que caminaban hacia el edificio y, apoyado de la ignorancia de aquellos que le daban la espalda, logró arrebatar el arma al ubicado a su derecha la cual utilizó para asesinar al guardia restante.
Cuando volvió su rostro al hombre que debía asesinar, éste le ofreció la mirada más fría que había visto en su vida.
—Hazlo —le espetó.
Dusán obedeció, no sin antes escuchar las detonaciones hechas por los hombres restantes desde el helipuerto.
Escapar resultaba en ese momento la parte más sencilla. Como había anticipado, el lugar se encontraba en total aislamiento por lo que nadie indeseable saldría de él, la única amenaza real eran los elementos de seguridad restantes quienes se acercaban rápidamente a su posición. El siguiente paso era saltar.
Dusán deambuló durante horas por la ciudad hasta que el día se tornó noche, los miembros de La Familia tenían prohibido regresar al hogar justo después de realizar una tarea. Una norma que evitaba llevar “invitados” a las inmediaciones del lugar.
Dusán estaba seguro que no lo habían seguido. Luego de saltar por el borde del edificio, abrió un paracaídas ligero que llevaba consigo y cuando aterrizó a unas calles de distancia, se deshizo de cuanto pudo. Incluso sus estiletes habían quedado prendados a los cuerpos sin vida de los guardias. Dusán estaba seguro de que no lo seguían, hizo todo perfectamente, las personas que pudieron ver claramente su rostro estaban ya muertas y, sin embargo, mientras deambulaba por una concurrida avenida sintió un tintineo constante que no se alejó por más que apresurara o disminuyera el paso.
Pensó durante largo rato siguiendo los grupos de personas. Consideraba la idea de hacerse cargo del individuo que llevaba cerca, pero temía ser incapaz de hacerlo sólo con sus manos.
Manteniéndose a distancia, le era imposible saber de qué tipo de persona se trataba, si portaba armas y, si era así, de qué clase. Lo único seguro es que llevaba un buen rato ahí a no más de veinte pasos.
Decidió aminorar la marcha para mezclarse entre la muchedumbre, sabía de antemano que no lo perdería, pero, al estar entre civiles, tenía menor posibilidad de ser atacado. O al menos eso pensó. Entre más se adentraba en la multitud, el tintineo se hacía más fuerte. Con el tiempo fue incluso capaz de escuchar los quejidos de la gente a su alrededor al ser empujados por la misteriosa persona.
No tenía más opciones. Quien fuera que lo estuviera siguiendo, le importaba poco la seguridad incluso de los civiles ahí alrededor de ellos. Cuando estuvieron uno al lado del otro, Dusán intentó tomar el brazo del individuo que lo estaba siguiendo y, para su sorpresa, éste no opuso resistencia.
Asustado por la respuesta dio unos pasos atrás, tropezando con un transeúnte. Al momento de recuperar el equilibrio, enfocó la vista en su acompañante. Éste llevaba ropa suelta y por la fineza de sus rasgos pudo darse cuenta de que era una mujer.
Tardó unos segundos en absorber la figura ajena. La joven, que no llegaría a los treinta, carecía de una indumentaria específica. De cabello corto, portaba una chaqueta gris que colgaba hasta las rodillas, con mangas estilo capa que alcanzaban a cubrir un poco las palmas. En las piernas, un pantalón acampanado cubría incluso sus pies.
Ambos individuos se miraron durante un momento, aquello asemejaba una ceremonia, una danza estática de dos seres que han reconocido la presencia ajena.
Entonces, la chica hizo un movimiento y, aunque su proceder era pausado, Dusán no pudo evitar el incremento de presión sanguínea generado por el nerviosismo. Lentamente, mientras un torrente de desconocidos seguía pasando de ellos, ignorantes a lo que sucedía, la joven descubrió de entre sus ropas dos objetos que fueron inconfundibles para Dusán.
Nuevamente las miradas de ambos se cruzaron. Dusán entendió el mensaje inmediatamente. Aquello era una muestra de honor, la chica tenía, en efecto, la intención de asesinarlo, pero no lo haría desde una posición ventajosa.
Con un movimiento de cabeza, la joven le ordenó que la siguiera y así lo hizo Dusán.
Atravesaron las zonas concurridas sin dirigirse la palabra en una tensa tregua. Dusán ya tenía en su poder sus estiletes y aunque consideró tomar ventaja de la situación, el acto de fé de la chica, debía ser pagado con otro igual.
Ése era un silencio especial, similar al que se escucha cuando se esperan malas noticias. Ambos asesinos habían llegado a un camino solitario de la ciudad. Los dos detuvieron su andar en el mismo momento.
Había llegado la hora, la chica se retiró unos pasos antes de dar vuelta en dirección a Dusán, su rostro a contraluz no mostraba señal de nerviosismo. Sin demasiada ceremonia, retiró de entre sus ropas dos armas de fuego compactas las cuales arrojó lejos inmediatamente.
—¿Mano a mano? —cuestionó Dusán, pero su contrincante no contestó—. Que así sea —Dusán extrajo nuevamente sus estiletes y se deshizo de ellos.
La chica comenzó. En un momento ya estaban uno al lado del otro. Primero, la palma derecha de la joven viajó al pecho de Dusán arrancándole el aliento y, ayudada de la reacción del hombre, tomó su cabeza y la llevó rápidamente contra su rodilla.
El impacto lo desorientó, quizás había subestimado a su contrincante, pero no tenía tiempo de preocuparse por eso, pues mientras consideraba su ingenuidad, un segundo puñetazo se dirigía a él.
Esta vez fue capaz de desviarlo y, utilizando el impulso de su combatiente, llevó su rodilla al estómago de la chica doblándola por el impacto.
Dusán esperaba que ella fuera más rápida dada su complexión, pero esa primera embestida se salía por mucho de sus expectativas. Algo pasó por alto, aquella persona no era una simple guardia que lo había seguido luego de que concretó su tarea. Ella fue entrenada específicamente para matar y no sólo para mantener a salvo a un individuo.
Entonces, mientras la chica intentaba asestar otro golpe, vio sobre su palma una mancha algo difuminada que tomó forma. Apenas visible, un tatuaje circular de un dragón de cinco cabezas se apreciaba. Era el Zmey, símbolo de los Vrah, una asociación de asesinos que antecedía a La Familia y cuya influencia se extendía por todo el mundo.
En efecto, la chica no era un miembro de seguridad, el hombre debió haber hecho un contrato abierto, uno en caso de asesinato, uno que colocaba a Dusán al otro lado de la moneda.
Dusán maldijo su suerte, era un incordio tratar con otro asesino, pero hacerlo con un Vrah lo era aún más. Los Vrah tenían la fama de «reclutar» niños sin hogar para entrenarlos casi desde que eran capaces de sostener un arma, incluso con la diferencia de edades, la chica debería tener aproximadamente los mismos años de entrenamiento que él. Dusán fue adoptado por La Familia a los quince años. Un Vrah, a esa edad, era probable que ya hubiera concretado algunos contratos.
Ahí radicaba la diferencia entre cualquier asesino y un Vrah, Dusán fue entrenado para ser letal, pero los Vrah eran prácticamente armas andantes.
Dusán debía acabar con aquel combate rápidamente si es que acaso tenía la habilidad de terminar con la vida de su oponente.
Entre golpes, propios y ajenos, intentó localizar sus armas. Tenía la esperanza de que aún quedara suficiente veneno como para acabar con su oponente.
Logró ubicarlas rápidamente y, dirigiendo la pelea, se fueron acercando lentamente. Dusán esperaba que la joven ignorara sus intenciones, que lo hiciera al menos hasta que fuera demasiado tarde para ella.
No supo si la había engañado, algo le decía que no, pues en cuanto pudo tomar uno de los estiletes, la chica se echó para atrás sonriendo. Era la primera expresión real que le mostraba. “Confianza”, pensó, “como si ya hubiera ganado”.
—¿A qué estás jugando? —reclamó Dusán.
Pero la chica se limitó a sonreír. Lo hizo durante un rato y, entre los jadeos provocados por el ejercicio de la pelea, parecía que se escapaba una risa gangosa.
Dusán sintió un escalofrío. “Esa arrogancia te va a matar”, recordó las palabras de Madre mientras se apresuraba, estilete en mano.
La chica no dejaba de sonreír, cada embestida de Dusán fallaba, mientras que las de ella no dejaban de dar en el blanco. Lo leía a la perfección, “¿había estado jugando?”, pensó con un sentimiento de impotencia atorado en la tráquea.
Lentamente, Dusán sintió como la fuerza empezaba a abandonar su cuerpo. “Sólo uno”, repetía en su mente, “sólo uno hace falta”.
Quizás fue el mantra repetido una y otra vez, quizás las capacidades de su contrincante también habían menguado con el combate. Lo único palpable fue ese sentimiento leve de satisfacción causado por la piel siendo cortada. En acto reflejo, oprimió el botón que liberaba la sustancia mortal.
La chica siguió castigaándolo durante un rato, Dusán ya no sentía realmente los impactos, su cuerpo apenas respondía, esperaba que el tiempo hiciera justicia, pero con cada golpe lo veía más lejano.
Cuando por fin se detuvo, aún sonriendo, la chica sostenía la herida.
—Estás muerta —escupió Dusán al reconocer los síntomas del veneno.
Pero la chica no dejó de sonreír durante el tiempo que Dusán siguió consciente.
Los cuerpos fueron encontrados alrededor de las siete de la mañana por unos jóvenes que se dirigían al colegio. El masculino falleció debido a los traumas sufridos, la femenina a causa de una sustancia tóxica. Las autoridades no encontraron identificaciones ni registros de ninguno de los dos cadáveres, por lo que ambos fueron dirigidos a la morgue de la ciudad.
—¿Qué hacemos con ella? —un joven recién llegado observaba el cadáver de una joven de rasgos finos.
Como era costumbre, La Familia solía enviar a un grupo de miembros para recoger al compañero caído.
En aquel cuarto, Madre y otros tres individuos se disponían a llevarse a Dusán.
—Déjala —ordenó la mujer con severidad.
—Es un Vrah —apuntó una chica, la guardia personal de Madre, mientras observaba el tatuaje casi invisible de la palma derecha—, nadie vendrá por ella.
Era cierto, los Vrah no acostumbraban recoger los cuerpos de aquellos que morían.
—Pudo haberlo matado sin más —finalizó el tercero, un hombre que había conocido a Dusán personalmente— en el lugar encontraron dos armas de fuego, Dusán sólo usaba sus cuchillos. Lo más sensato hubiera sido dispararle, pero no lo hizo.
La mujer, que ya pasaba los sesenta años consideró las palabras de sus acompañantes. Miró el rostro magullado del hombre que tenía décadas de conocer y las pocas heridas de la joven que se lo había quitado.
Al día siguiente surgió la noticia, dos cadáveres habían desaparecido de la morgue. La historia por sí misma pasó desapercibida, sin embargo en la guarida de La Familia, se hacían las ceremonias correspondientes, ambos cuerpos fueron cremados y, ahí donde se honraba a los compañeros caídos, dos urnas nuevas figuraban. Madre guardó silencio frente a las vasijas recién llegadas, sin hacer distinción, como si aquel hubiera sido el hogar de ambos.
Imagen de Andreas Lischka extraída de Pixabay