
Por S. Bobenstein
Ya no faltaba mucho para que la rotación nocturna de la doctora Amelia Callahan terminara. La unidad de urgencias médicas del pequeño hospital general de Point Pleasant no recibió ninguna eventualidad esa noche, como casi todas las demás, aunque el personal de guardia hubiera agradecido algo de acción para que las horas pasaran con mayor rapidez en aquel ambiente aséptico, monocromático y monótono. Amelia, ataviada con bata blanca y traje quirúrgico azul marino, con su largo cabello oscuro recogido, se encontraba en su cubículo/consultorio inmersa en una antología de Camus, sentada con las piernas extendidas apoyadas sobre un banquillo para exploración, ya había dormido un par de horas luego de la medianoche y no le gustaba que el «amanecer hospitalario» la encontrara todavía inconsciente en un charco de su propia saliva, debido a su costumbre de mantener la boca abierta durante el sueño profundo. A través de las persianas de la pequeña ventana rectangular del cubículo, la oscuridad del cielo nocturno aún no era perturbada por el alba, ya no se veía la luna, pero las estrellas refulgían en todo su esplendor por encima de la vegetación boscosa que rodeaba a aquel pueblo de Virginia Occidental.
—Te vas a quedar ciega por leer tanto, Amy. —La voz del recién llegado la hizo dar un sobresalto.
Un enfermero, en apariencia en la primera mitad de sus treintas, con rostro mal rasurado y ojeras profundas, le sonreía desde la entrada de su consultorio, con dos vasos desechables de café humeante en las manos.
—Hay mucho más en la vida que sólo… vivir, Ryan —contestó ella con voz cansina, al mismo tiempo que mostraba su libro—. Estas cositas ayudan bastante. Deberías tratar de leer algo diferente a la sección de deportes del periódico de vez en cuando.
—Para eso están los memes.
En un pueblo pequeño, los recién llegados siempre causan revuelo y Amelia no fue la excepción. La noticia de la joven doctora venida de la facultad de medicina de la Universidad de Boston para suplir al doctor Thomas Peterson, quien ya deseaba jubilarse, corrió como pólvora y todos estaban a la expectativa. Por un tiempo, la consulta de la doctora Callahan tuvo un flujo constante y sospechoso de resfriados y dolores inespecíficos, sobre todo por parte de la población de la tercera edad, hombres y mujeres curiosos y parlanchines, y por varones de entre veinte y cincuenta años, quienes con frecuencia le hacían invitaciones para tomar un café o para ir al recién inaugurado restaurante italiano del pueblo. Amelia encontraba a los adultos mayores agradables, no en pocas ocasiones le dejaron algún dulce o bizcocho en agradecimiento, pero los hombres la fastidiaban. «Qué pérdida de tiempo», pensaba ella luego de terminar cada consulta rechazando invitaciones y, bastante seguido, aplicando una inyección de la manera más dolorosa posible. Poco a poco, el furor por la doctora Callahan, quien adquirió fama de clínica certera, mujer inteligente, amable y «fuera de tu liga», fue disminuyendo a medida que se acoplaba a la comunidad; el único que parecía tener el mismo interés en ella que al principio era el enfermero Ryan Charles, un sujeto simple, de buenas intenciones, con amplia experiencia como profesional de la salud, quien a los ojos de Amelia era exasperantemente insistente y tenía la detestable costumbre de llamarla «Amy». Quizás la única razón por la que toleraba sus insinuaciones era porque siempre le preparaba el café exactamente como a ella le gustaba, además, claro, de que era gratis.
—¿Una de azúcar y…? —preguntó Amelia.
—Dos chorritos de leche de soya —terminó Ryan, con una sonrisa—. Revuelto, no agitado y muy caliente.
—Puede ser que aún tengas esperanzas.
La doctora dejó su libro sobre su escritorio y se levantó para tomar su taza, haciéndole un gesto de aprobación al enfermero con la cabeza. Ambos le dieron un sorbo a sus bebidas.
—Gracias, enfermero.
—A sus órdenes, doctora.
—Creí que seguirías «en coma» por cómo te vi dormir en la camilla. He tratado a borrachos con más vitalidad.
—Ouch… Sí, bueno, digamos que no he podido descansar tanto como quisiera estos días.
—Tanta televisión te va a terminar de pudrir el cerebro.
—Sí… Sí, creo que sí. —El enfermero rió un poco.
Ambos callaron unos segundos mientras daban un largo trago a sus bebidas. Ryan fue el primero en romper el silencio.
—Para ser honesto, quería…
—¡Shh! Escucha… —ordenó Amelia a media frase.
En la distancia, era posible oír el lejano eco de unas sirenas de policía que no tardó más de unos segundos en intensificarse al máximo justo en la entrada de la unidad de urgencias. Las luces azules y rojas danzaban con rapidez en los pisos y las paredes blancas cuando la puerta automática se abrió para dar paso al alguacil, otros dos hombres y una mujer cargando por los hombros a un par de adolescentes temblorosos, un chico y una chica, cuyos espasmos no les permitían siquiera ponerse en pie. A la velocidad del rayo, todo el personal de la unidad se movilizó en perfecta sincronía para colocar a los afectados en sus respectivas camillas, tomando muestras de sangre y colocando vías intravenosas al mismo tiempo que Amelia hacía la exploración física pertinente, preguntaba cuantos antecedentes pudiera necesitar acerca de los jóvenes y daba las instrucciones necesarias.
—Alguacil, saque a los familiares —ordenó la doctora sin despegarse de los afectados.
El aludido hizo caso inmediato de la indicación y esperó afuera del área crítica a que los profesionales estabilizaran a los pacientes.
Los dos jóvenes, de quince y dieciséis años, temblaban como si fueran presas de un frío terrible, brazos y piernas no dejaban de sacudirse y los dientes les castañeaban de tal forma que no hubiera sido raro que terminaran rotos, tenían las pupilas dilatadas al máximo y la esclera inyectada en sangre, de sus fosas nasales corrían frescos hilillos rojos. Tras verificar los signos vitales, elevados al límite, se les aplicó medicamento intravenoso que hizo ceder paulatinamente las convulsiones hasta el punto de dejar a los chicos dormidos y respirando acompasadamente, como si nada de lo que presentaron hacía pocos momentos hubiera sucedido en absoluto.
Amelia respiró profundamente, al igual que todo su equipo, aliviados de haber controlado la situación. Ryan le dio una palmadita en el hombro antes de que la doctora saliera a encontrarse con el alguacil y los familiares para indagar más acerca de los hechos.
—¡Doctora! —exclamó una mujer, hecha un mar de lágrimas, aparentemente la madre de uno de los chicos—. ¿Cómo está? ¿Va a estar bien? ¿Va a estar bien mi niña?
A juzgar por la expresión en los rostros de los demás, Amelia podía adivinar que, por lo menos, estaban tan preocupados como la mujer, aunque ninguno hizo preguntas.
—Están estables y fuera de peligro, por el momento —contestó con voz serena que no daba lugar a dudas—. Tendremos que mantenerlos en observación por lo menos las siguientes veinticuatro horas y hacer unas cuantas pruebas… pero, en general, están bien. Ahora, díganme, ¿qué fue lo que pasó?
Los adultos respiraron aliviados al escuchar las buenas noticias, la mujer se desplomó en una silla cercana como si un gran peso le hubiera sido quitado de encima. El alguacil tomó la palabra.
—Hannah y Jonathan. —Hizo un movimiento con la cabeza para indicar a la mujer sentada y a uno de los hombres que se situó junto a ella—. Me llamaron poco antes de la medianoche, estaban preocupados porque su hija no llegaba a casa. Me dijeron que salió en auto con el hijo de Hank por la tarde y ya pasaba por mucho su hora de llegada. Hablé con Hank para que fuera a la casa de Hannah y Jonathan para reunirnos e indagar más en el asunto.
—No es raro que el muchacho tarde un poco en llegar a casa —continuó Hank, hombre curtido con cara de pocos amigos—, pero siempre avisa si lo hará. Es un buen chico, no se mete en problemas, pero admito que esta vez sí me preocupé y todavía más cuando Al me llamó para reunirnos con los Lambert.
—Estuvimos un buen rato tratando de pensar qué era lo mejor que podíamos hacer. —El alguacil Al se secó la frente con un pañuelo de tela—, de repente, se escuchó un chirrido de llantas frenando frente a la casa. Salimos y ahí estaban los dos, corriendo hacia sus padres, histéricos, balbuceaban cosas acerca de que alguien les sonreía y algo los estaba persiguiendo, algo enorme con grandes luces rojas…
—Estaban fuera de sí, Al —dijo Jonathan, aún abrazando a su esposa.
—Claro, claro… —El alguacil se aclaró la garganta y continuó—. Pasaron unos minutos más de histeria y luego los dos se quedaron como estatuas, con la mirada perdida, no reaccionaban a nada… y, entonces, empezaron los temblores. Después llegamos aquí tan rápido como pudimos.
—¿En alguna otra ocasión alguno de los dos presentó comportamiento así? —inquirió Amelia—. ¿Algún antecedente de enfermedades, lesiones o consumo de sustancias?
—Ninguno, doctora —respondió Hannah—. Los dos son buenos chicos, no es propio de ellos todo esto.
—Mi muchacho está en el cuadro de honor de la escuela —secundó Hank—. Los dos se la pasan hablando de películas, libros y fútbol… No son vagos ni mucho menos.
—Entiendo —dijo Amelia—. Bien, no queda más que esperar a que salgan los resultados de las pruebas y que ellos despierten para que den su versión. Hay que dejarlos descansar. Deberían hacerlo ustedes también.
Los Lambert y Hank se acomodaron tan cómodamente como les fue posible en la sala de espera. El alguacil se retiró y agradeció a la doctora, no sin antes pedir que le llamaran en cuanto despertaran los jóvenes. Los resultados preliminares de las pruebas de sangre no mostraron ningún tipo de alteración o consumo de drogas. Para fines de diagnóstico, ambos se encontraban aparentemente sanos. Desconcertada, Amelia investigó antecedentes de casos similares, pero la mayoría hacía alusión a enfermedad mental, drogadicción e histeria colectiva, nada relacionado a lo que los padres dijeron. Las horas pasaron y los muchachos no despertaban. El sol ya empezaba a asomarse en el horizonte, indicativo de que pronto habría cambio de turno.
—Perseguidos, luces rojas, histeria… En Point Pleasant. —Ryan sacó del ensimismamiento a Amelia—. ¿No te suena a algo?
—¿A qué? —dijo ella al tiempo que se frotaba los ojos.
—El Mothman.
—No seas ridículo. Esto es serio, puede que sea el brote de alguna enfermedad o algo parecido.
—Uno nunca sabe…
El doctor Gillian llegó tiempo después para recibir la guardia. Amelia estaba en medio de la entrega, contándole acerca de los jóvenes, cuando se les avisó que los dos habían despertado y estaban en relativas buenas condiciones. Se dio la orden de llamar al alguacil para que estuviera presente en el interrogatorio.
—Estábamos en el auto de Kyle —La chica, acostada en su cama de hospital, empezó a contarle su historia a Amelia, al doctor Gillian y al alguacil—. Fuimos al límite del bosque para tener oscuridad suficiente para ver las estrellas con su nuevo telescopio. Todo estaba muy tranquilo, estuvimos un rato observando y luego nos metimos a su auto para… Para…
La chica se sonrojó. Amelia la tranquilizó y le aseguró que no había problema, lo único que les interesaba era saber qué había sucedido. Ella siguió:
—Volteé a ver por encima del tablero y, enfrente de nosotros, un hombre con gabardina negra nos estaba observando… Estaba sonriendo, pero esa sonrisa… Me dio mucho miedo. No se veía como una persona normal. No se movía para nada, pero los dos nos quedamos como hipnotizados mirándolo. No me podía mover, estaba aterrada, apenas y podía respirar, sentía como si la mirada de ese hombre estuviera adentro de mi cabeza y me lanzara a un vacío oscuro, más oscuro de lo que jamás me he podido imaginar, y, a medida que caía, otra cosa se iba apoderando de mi mente. Caía lento, muy, muy lento, y sentía cómo esa cosa se escurría dentro de mí… Yo no me podía mover… Era horrible…
Unas cuantas lágrimas corrieron por el rostro de la chica. El doctor Gillian le pasó un pañuelo de papel y Amelia le tomó una mano. La dejaron ser hasta que por sí misma recobró el control.
—Cuando creí que me iba a desmayar, algo cayó del cielo entre nosotros y el hombre. Era una cosa oscura y enorme, mucho más alta que cualquier persona que he conocido, dio un chillido tan fuerte que nos hizo salir del trance. Nos tapamos los oídos y la cosa se giró hacia nosotros, unas grandes luces rojas nos iluminaron, gritamos e, inmediatamente, Kyle arrancó el auto y corrimos de regreso a mi casa, que queda de paso hacia la suya. Miré hacia atrás y vi que la cosa con luces rojas nos estaba siguiendo muy de cerca… ¡Pero estaba volando! ¡Estaba volando! Tenía un par de alas negras gigantescas, a veces se ponía al lado del auto, otras, se mantenía detrás, pero no tenía ningún problema para mantener la velocidad. Estábamos gritando y llorando del miedo, la verdad, no sé cómo llegamos a casa, sólo sé que, cuando nos encontramos con nuestros padres y el alguacil, esa cosa ya no estaba. En la sala de la casa, otra vez volví a sentir cómo me caía al vacío, como cuando ese hombre sonriente nos miraba… Y desperté aquí.
El doctor Gillian y el alguacil se miraron, había entendimiento en sus ojos. Amelia agradeció a la chica su esfuerzo y la mandó a descansar y recuperarse. No perdieron tiempo e interrogaron al muchacho inmediatamente, quien confirmó desde su perspectiva exactamente todo lo narrado por la chica. El hombre sonriente, la cosa oscura con luces rojas, el miedo, el vacío. Las dos versiones coincidían a la perfección.
—Doctores —dijo gravemente el alguacil—, les pido que no divulguen esta información por nada del mundo, ni siquiera a su gente de más confianza. Nadie además de los que ya estamos involucrados debe saberlo, por lo menos por el momento, no quiero que haya pánico en la comunidad.
—No puede estar hablando en serio, alguacil. —Había exasperación en la voz de Amelia—. Esto puede significar algo grave, tenemos que…
—Doctora Callahan —la interrumpió el policía—, usted no lleva mucho tiempo viviendo en Point Pleasant, entiendo que no esté tan familiarizada con las… ideas… que tenemos aquí. Yo sí que conozco a la comunidad, aquí me crié y aquí tengo a mi familia. No subestime la influencia de las leyendas locales.
El alguacil miraba con intensidad a la doctora, no cabía duda de que hablaba muy en serio y que había temor en él.
—Como alguacil de Point Pleasant, les doy la orden de no hablar al respecto de lo que los muchachos dijeron hasta que hayamos investigado a profundidad los hechos o los arrestaré por interferir en una investigación oficial y por alterar el orden público.
Los ojos de la doctora se abrieron de par en par, estaba escandalizada ante tal aseveración, pero su sentido común imperó y se contuvo de decir nada más. Los doctores aceptaron mantenerse en silencio.
Al ir en su auto camino a casa, Amelia estaba ofuscada como pocas veces. Le prestaba tan poca atención al camino que casi chocó contra una camioneta en el cruce de Main y la Cuarta. Se dieron un intercambio de pitidos, pero nada más. Antes de echar a andar, miró a su izquierda, la estatua del Mothman, insignia del pueblo, la miraba directamente, con sus grandes ojos rojos.
El olor a huevos revueltos con tocino y hot-cakes con mantequilla y miel de maple, a las dos o tres de la tarde, no era algo raro en el departamento de Amelia Callahan cuando tenía rotaciones nocturnas. Preparaba su desayuno en su pijama de pingüinos y se movía al ritmo de una canción de Michael Bublé luego de un sueño reparador, más relajada tras la afrenta del alguacil. Se sentó a la mesa y se dispuso a devorar su comida y a leer las noticias en su tablet, pero una sensación en su nuca no la dejaba comer en paz. Dudó unos segundos de su propia sanidad, mas, eso no impidió que continuara dando bocados a sus hot-cakes y buscara información acerca del Mothman en internet. No le sorprendió encontrar raudales de hipótesis conspirativas, extraterrestres, criptozoológicas, escépticas, sobrenaturales y hasta chuscas, lo que a ella le interesaba era lo que se sabía de los hechos relacionados al Mothman que sucedieron en Point Pleasant y por lo que el pueblo era famoso.
Casi todas las páginas «serias» que analizaban «los datos y las evidencias duras» coincidían en lo mismo. Entre el 12 de noviembre de 1966 y el 15 de diciembre de 1967, un número considerable de personas reportaron haber visto una criatura de más de dos metros de alto, de color café oscuro o negro, sin cabeza pero con dos grandes ojos que reflejaban luz roja cuando eran iluminados, además de un par de alas con una envergadura aproximada de tres metros. Unos jóvenes reportaron a la policía, y de eso se tenía registro fidedigno, que una cosa con características similares los persiguió a toda velocidad volando cuando ellos trataban de escapar en su auto. La gente reportaba que esa criatura los observaba por las noches o que era responsable de fallas en los aparatos y de la desaparición de animales y algunas personas. Debido a su aspecto, la bautizaron con el nombre de «Mothman» (hombre polilla). Fue tanta la preocupación por la criatura que se organizó una partida de caza para encontrarla y matarla, sin éxito.
Además de los avistamientos del Mothman, una serie de eventos extraños sucedieron al mismo tiempo durante ese periodo. La gente hablaba de la presencia de alienígenas y naves voladoras, unos cuantos decían que recibieron llamadas de un hombre misterioso que se presentaba como «Indrid Cold», quien sólo decía mensajes crípticos, algunos aseguraban que habían sido visitados por hombres vestidos con traje negro, muy pálidos y lampiños, que se identificaban como agentes del gobierno y que los amenazaban para que dejaran de investigar acerca de los sucesos que estaban ocurriendo. Se dieron casos en que personas hablaban de un hombre muy raro que sólo observaba a los transeúntes por la noche, quien siempre tenía una sonrisa inquietante y a veces iba vestido de negro o verde metálico. Todo culminó con la tragedia del puente Silver, el 15 de diciembre del 67, en la que la estructura colapsó y con ella murieron cuarenta y seis personas. Por supuesto, todas estas rarezas y la caída del puente fueron atribuidas al Mothman, pero, después del puente Silver, ya no se le volvió a ver en el pueblo.
Las historias del Mothman rápidamente se posicionaron como encabezados, best-sellers y premisas de películas, incluso, hasta la actualidad, se dice que la criatura ha sido vista en distintas partes alrededor del mundo, siempre presagiando alguna tragedia o evento catastrófico. En Point Pleasant se lo tomaron de la mejor manera posible y, a la manera estadounidense, abrieron un museo, crearon un festival anual e hicieron una estatua conmemorativa del Mothman, ahora una fuente de ingresos extra por el turismo.
«La psicología de masas es increíble», pensaba Amelia, «éste debe ser uno de los casos de histeria colectiva mejor documentados».
A ella no le interesaba el Mothman ni los extraterrestres, lo que realmente le preocupaba era saber qué le había sucedido a los chicos y si eso se seguiría repitiendo entre los habitantes de Point Pleasant.
Al día siguiente, la doctora Callahan se presentó puntualmente a su primer turno de la rotación matutina. El estacionamiento del hospital estaba repleto, ni bien cruzó la puerta automática, el bullicio inundó todo a su alrededor. La sala de urgencias estaba llena, los consultorios también, incluso las camas de hospitalización servían como cubículos de choque. Había algunas personas inconscientes, otras convulsionaban y seguían llegando más. El doctor Gillian estaba dando RCP a un anciano, todo el personal estaba ocupado atendiendo a cuantos podían.
—Justo íbamos a llamar a todo el personal del pueblo —dijo Gillian cuando encontró el pulso restablecido de su paciente, dirigiéndose a Amelia—. Han estado llegando desde las tres de la mañana, más o menos… Todos tienen los mismos cuadros que los chicos de la vez pasada y todos, al despertar, refieren las mismas visiones.
—Esto tiene que ser una clase de virus o toxina en el ambiente. —Amelia se estaba preparando con guantes, cubrebocas y lentes de seguridad para empezar a atender pacientes—. ¿Ya avisaron al alguacil?
—Ahí está.
Gillian señaló a una camilla cercana, el alguacil yacía soporoso en ella, vestido con una bata de hospital, conectado a un monitor.
—¡¿Qué demonios está pasando?! —susurró la doctora—. ¿Quién está a cargo ahora?
—Los oficiales que quedan están enclaustrados en la estación. Dicen que han estado recibiendo reportes y denuncias de que muchos vieron al Mothman cerca de sus casas, de acoso telefónico de parte de una persona rara y de que un hombre de gabardina negra los ha estado siguiendo, lo mismo dicen los que salen del paroxismo cuando llegan aquí.
—Hay que estabilizar a los pacientes… Luego… Luego veremos qué hacer.
Amelia puso manos a la obra inmediatamente junto a su equipo. Pasó un tiempo considerable hasta que se percató que Ryan no estaba por ninguna parte, lo cual le extrañó bastante, siendo él tan comprometido y responsable con su trabajo, pero no tenía tiempo para ponerse a cavilar el asunto. Pasaban las horas y, a medida que el sol subía más en el firmamento, los pacientes cesaron de llegar y los afectados internados volvían en sí, como si nada les hubiera pasado. Todos excepto el alguacil.
El equipo entero se reunió alrededor del jefe de policía, quien aún estaba soporoso, en el limbo de la consciencia y la inconsciencia. Sus signos vitales estaban todos normales, sus pruebas habían salido sin alteraciones, pero no reaccionaba a estímulos en absoluto. Era como si estuviera muerto pero todo su cuerpo siguiera con vida. Callahan notó un pequeño atisbo de movimiento en los ojos semiabiertos del hombre, así como un sutil temblor en sus labios; creyó que estaba tratando de comunicarse, así que acercó un oído lo más que pudo a su boca mientras mantenía su mirada sobre la de él.
Estaba susurrando algo inaudible aun a tan poca distancia, Amelia se esforzaba por escuchar y se acercó todavía más. Más rápido de lo que ella podía reaccionar, el alguacil tomó la cabeza de la doctora con ambas manos, obligándola a mirarlo directamente, cara a cara. Los ojos del hombre estaban muy abiertos e inyectados en sangre, temblaba violentamente y la miraba con pánico; ella escuchaba su corazón latirle en los oídos y percibía cada uno de sus músculos tensos, no se movía debido al fuerte agarre, pero tampoco tenía la fuerza para debatirse.
—Huyan… —Las palabras del alguacil salían forzosamente de su garganta, arrastrándose—. Todos… Huyan… Él viene… Nos quiere a todos… Igual que antes… Ya está aquí…
El contacto visual continuó un par de segundos. El pitido que señalaba un paro cardíaco en el monitor de signos vitales hizo espabilar a Amelia, se dio cuenta de que estaba de pie, al lado del alguacil, quien seguía en estado casi vegetativo. Todo el equipo, incluida la misma Amelia, se abalanzaron sobre él para iniciar maniobras de resucitación. Dieron lo mejor que tenían, pero no lograron arrancar al hombre de las garras de la muerte. Se miraron unos a otros con la misma expresión de abatimiento. El sol ya se estaba ocultando cuando murió el alguacil.
Cansada y consternada por lo que ella interpretó como una alucinación, probablemente secundaria a lo que sea que estuviera afectando a todos, Amelia se dispuso a tomar un respiro de aire fresco. Dirigió sus pasos a la entrada principal, algo cabizbaja. Unos metros antes de llegar a la puerta automática, una persona entró a la recepción y, en medio de las hojas separadas, lo vio: un hombre pálido, con facciones angulosas, desproporcionadas y cabello negro y corto relamido hacia atrás, envuelto en una gabardina negra, la observaba directamente, con ojos tan negros que hubiera jurado que usaba gafas de sol, y le sonreía de oreja a oreja. Más que un gesto de simpatía, aquello parecía una señal de amenaza inminente, de deseos de causar algún daño. Las puertas automáticas se cerraron pasados unos segundos y el contacto se perdió. Ella corrió hasta salir a la acera, pero ahí ya no había nadie.
—Amy —la llamó Ryan, quien vestía ropas de civil y se veía muy desvelado. Parecía sorprendido de verla ahí.
—¿Lo viste? —preguntó ella sin dejar de buscar al hombre por todas partes.
—¿A quién?
— Aquí estaba un tipo con gabardina negra… Me estaba… Sonriendo.
—Amy…
—¡¿Lo viste?! —Ella empezaba a salirse de sus casillas.
—Amy… Ven conmigo —dijo él, firme pero con cierto temor, tomándola del brazo y obligándola a seguirlo a la vuelta de la esquina.
—¡¿Qué te pasa?! ¡Suéltame!
Amelia se sacudió el agarre de Ryan una vez estuvieron en un callejón aledaño, iba a darle un puñetazo por tratarla como a una chiquilla, pero se contuvo. Había aprensión en la cara del enfermero, así como un atisbo de urgencia en su actitud. Ella lo miró para tratar de captar algo que explicara ese comportamiento tan poco común, pero no fue sino hasta que él reunió las fuerzas para hablar que lo supo.
—He estado buscando a ese hombre desde hace un par de semanas —soltó finalmente Ryan.
—¿Qué? —Esa respuesta desconcertó a la doctora—. ¿Lo conoces?
—De cierta forma, sí, como todos en este pueblo. Solíamos contar historias acerca del Mothman y todas las cosas raras que pasaron en el pasado. Todos le tenían miedo a la criatura gigante con alas y ojos rojos, pero, dentro de mí, algo me decía que no podía ser tan malo como todos creían. Nunca se dijo que lastimara a nadie, tampoco se le pudo achacar realmente ningún destrozo o desaparición, sólo… estaba curioseando por ahí; por como lo describen, entiendo por qué les da miedo a todos, pero nunca he creído que tuviera malas intenciones. Todo lo contrario con los demás extraños, los hombres de negro y el hombre sonriente… Ellos sí que me daban miedo. Ellos sí que amenazaban a todos, por lo menos en las historias. Tenía miedo de hablar mucho de extraterrestres, del Mothman y de lo paranormal porque creía que vendrían por mí; temía que si pasaba por los terrenos baldíos, los plantíos o los despoblados muy tarde en la noche, me encontraría con el hombre sonriente y me haría quién sabe qué cosas. Con el tiempo, crecí más que mis temores de la infancia y seguí adelante con la vida… hasta que lo vi parado en una esquina, una noche, justo en la entrada del puente Silver Memorial. Pasé con mi auto y él estaba de pie en una acera donde la luz de las farolas no lo alcanzaba, lo alucé con mis faros y lo pude ver tan bien como te veo a ti ahora. Vestido de negro, sonriendo de una forma que no se sentía natural en absoluto… Él me miró directamente con dos ojos totalmente negros, me refiero a que también la esclera era negra, y frené unos metros más adelante por la impresión. Salí del auto para verificar, pero no había nadie ahí. Sentí… Sentí que tenía que hacer algo, que tenía que encontrarlo… o algo muy, muy malo pasaría.
—Ryan… —Amelia sonaba como si le costara mucho trabajo aceptar lo que escuchó—. No puedes… No podemos basarnos en leyendas urbanas para ayudar en esta situación. El pueblo ha entrado en pánico en poco más de veinticuatro horas y casi la mitad ha sido afectado por el paroxismo. Necesitamos apoyo, necesitamos…
—Amelia, se termina el tiempo —Él la interrumpió, la tomó por los hombros con suavidad y la miró directamente a los ojos—. Sé que tú, a pesar de todo tu escepticismo, puedes entender que estas no son coincidencias. Algo está sucediendo, algo muy parecido a lo que sucedió en los 60, pero ahora muchísimo más rápido. No quiero que se repita algo como lo del puente Silver. Hablé con Al la noche pasada, piensa lo mismo que yo. Nos reuniremos en la estación junto con otros voluntarios para encontrar a ese hombre hoy.
No sabía decir si era por la seriedad con la que decía aquello, porque tenía sentido o porque la había llamado por su nombre completo, pero Ryan logró contagiarle la premura por encontrar al hombre sonriente. Amelia lo miró por unos instantes más para luego, con semblante sombrío, decirle:
—El alguacil falleció.
Él la soltó y empalideció.
—Es culpa del hombre sonriente… —murmuró Ryan—. Tengo que encontrarlo, tengo que detenerlo.
—Ryan, tranquilo, podemos…
—No —El semblante del enfermero pasó del miedo a la determinación en un segundo—. Tú quédate en el hospital, Amelia, estarás más segura en compañía de…
—¡Y una mierda, Ryan! —estalló—. No me vas a venir a convencer de que todo esto es culpa de ese maldito acosador con su estúpida sonrisa de imbécil sólo para dejarme aquí encerrada sin hacer nada al respecto.
Él le sacaba una cabeza de altura, pero eso no impidió que ella le pusiera un dedo en la cara para darle énfasis a cada frase que decía y para dejarle bien en claro sus sentimientos.
—Toma tu puto cuento de la damisela en peligro y métetelo por el culo —siguió Amelia—. Voy contigo y te callas, ¿entendiste, señor «es demasiado peligroso para ti»? No puedes hacer esto tú solo… No voy a dejar que lo hagas solo.
Ryan se quedó boquiabierto ante el exabrupto. No pudo más que asentir, con lo cuál logró que Amelia se relajara y le quitara el dedo de la cara, el cual casi le tocaba la punta de la nariz.
—Voy por mis cosas —concluyó la doctora tajantemente.
La noche se cerró sobre el pueblo. El alumbrado público estaba encendido, sin embargo, el callejón donde ellos se encontraban, entre dos edificios, no era iluminado por ninguna luz salvo un resplandor rojizo que apenas era reflejado por el concreto del suelo. Ambos se percataron de ello e, instintivamente, elevaron la mirada hacia las azoteas. Dos grandes luces rojas se encontraban directamente arriba de ellos, contenidas en una silueta negra y voluminosa posada en el borde de una de las construcciones, la cual, al momento de haber sido vista, se precipitó hacia ellos extendiendo un par de alas monstruosas.
Todo se sumió en la más profunda oscuridad.
Cuando Amelia despertó, se encontró a sí misma tendida en el suelo, rodeada de árboles de gruesos y nudosos troncos negros, cuyas copas de hojas grises se elevaban a varios metros. Estaba sola en un ambiente de penumbra y tierra húmeda y fría, se incorporó con lentitud, presa de la desorientación. Giró sobre su eje, miró en todas direcciones, incluso caminó unos pasos para tratar de reconocer el lugar en el que estaba, mas, lo único que pudo distinguir eran los árboles que se extendían hasta el infinito. Tomó aire para gritar y llamar la atención de quien pudiera escucharla, pero ningún sonido salió de su boca pese a su máximo esfuerzo. El silencio era imperturbable en ese lugar.
—Estás a salvo, Amelia Callahan.
La voz que escuchó, pese a ser un susurro de tono grave y gutural, parecía venir de todas partes y de ninguna a la vez. Ella la sentía similar a un pensamiento o la voz de su consciencia, pero estaba segura que no era suya. Volvió a mirar en todas direcciones hasta que, finalmente, se presentó ante ella una figura negra y muy alta, de más de dos metros, en cuyo ápice eran visibles dos ojos insectoides que brillaban con luz roja. La figura parecía estar envuelta en una capa de pelo de oso que la cubría desde los pies hasta el borde inferior de los ojos, permanecía totalmente inmóvil frente a la doctora, quien, pese al impacto, estaba embelesada con la luz de los ojos de la criatura.
—Estás a salvo, Amelia Callahan —repitió el susurro, que ahora tenía su fuente en la criatura.
—¿Quién eres? —inquirió ella, sorprendida de que su voz no salía de su boca, sino de lo más profundo de su mente.
—Ustedes me han conocido con muchos nombres a lo largo del tiempo, pero quién soy es algo que no se han preguntado jamás.
—Eres… ¿Eres el Mothman?
—Si a ti te gusta ese mote en particular…
La mente de Amelia pugnaba por provocar la respuesta de pelea o huida ante lo que suponía era una amenaza, sin embargo, la realidad era distinta. Una sensación de familiaridad con aquel ser la embargaba y estaba segura de que no había peligro alguno.
—¿Dónde estoy? ¿Qué es este lugar? —preguntó ella.
—Esto es mi dominio. Es parte de tu mundo… desde mi perspectiva. Es un instante suspendido en el tiempo, en este resquicio puedo «ser» a mis anchas. Tú eres mi… huésped.
Amelia miró a la criatura intensamente, presa de una súbita necesidad de conocimiento.
—¿Quién eres tú? —La pregunta de la mujer vino acompañada de unos pasos en pos de su «hospedero», quien no se movió un milímetro.
—Yo soy el guardián de la noche, guardo la paz y la tranquilidad de la luna, las estrellas y de todos cuantos moran bajo el cielo nocturno. Yo guardo el flujo de sucesos desde el crepúsculo hasta la aurora. Yo fui uno de los guardianes del balance… hasta que llegó eso.
—¿A qué te refieres?
—Vino de más allá del negro del firmamento. Llegó y los encontró, embebidos en sus éxitos, en su «modernidad», y se instaló entre ustedes. Estaban tan ocupados con sus máquinas voladoras y sus construcciones ostentosas que no le prestaron atención hasta que era muy tarde. Se mantuvo observándolos hasta el momento en que se aseguró de que eran la presa perfecta.
—El hombre sonriente…
—No es un hombre, no se parece en absoluto a ninguno. Puede adoptar la apariencia, pero está lejos de ser un humano. Él es una infección que busca expandirse entre ustedes, busca vivir y perpetuar su existencia por encima de cualquier cosa y encontró en su especie los vehículos ideales. Una vez que los adquiere, los cambia y los convierte en cosas parecidas a él, los humanos que alguna vez fueron desaparecen por completo. Se convierten en sombras, en extensiones de su ser.
—¡Tiene que haber una manera de detenerlo!
—Eso tiene límites, le toma tiempo tener la fuerza suficiente para expandirse, yo me he encargado de darle caza y eliminar a sus engendros por todo el planeta y, aunque he podido contenerlo, no he logrado extinguirlo. La velocidad y la intensidad de esta nueva tentativa no tiene precedentes, debe tener gran desesperación, su tiempo para sobrevivir se termina.
—¿Eliminar a sus engendros? Quieres decir…
—Los humanos infectados están más allá de la salvación.
—¡El puente Silver! ¡Todas las catástrofes, las tragedias, las muertes! ¡Fuiste tú!
—No tenía alternativa, el balance debe preservarse. He utilizado advertencias, incluso miedo e intimidación, pero ustedes son demasiado testarudos para su propio bien.
—¡Nosotros también somos parte del balance!
Tras la exclamación de Amelia, la criatura guardó silencio y pareció empequeñecerse al encorvarse, víctima de un gran peso sobre sus hombros. La mujer continuó:
—Sé que no lo hemos demostrado últimamente, sé que estamos echando a perder muchas cosas, pero esta vida, nuestra existencia, también es parte del balance. Hay muchas personas dispuestas a hacer el bien, a pelear, a reconstruir, a curar… A hacer al mundo hermoso, un pequeño paso a la vez. Podemos ayudar, podemos ayudarte, si sólo nos das la oportunidad.
—Comprendo tus palabras, Amelia Callahan —dijo la criatura con una nota de tristeza en la voz—. Los he visto, humanos como Ryan Charles, como Albert McKenzie… Incluso familias enteras, como la tuya… Ustedes son los guardianes de su especie. Albert McKenzie trató de detenerlo y le costó la vida, es la única ocasión de la que tengo conocimiento en la que eso exterminó a un vehículo potencial. Lo único que pude hacer fue ahuyentar la amenaza, en vano.
—El hombre sonriente no es invencible, tiene límites, tú lo has dicho. Debe existir una forma para erradicarlo.
—La hay.
—¿Qué? ¡¿Y por qué diablos no la usas?!
—Porque… tengo miedo.
Aquel ser se empequeñeció aún más y Amelia no pudo evitar sentir una punzada de compasión en el pecho.
—Si hago lo necesario… —continuó la criatura, dudando por primera vez en la conversación— . No sé en dónde o cómo vaya a terminar, no sé qué me esperará del otro lado, dejaré de ser… Quiero ayudarlos, Amelia Callahan, sé que puedo, ser el verdugo de los infectados ha sido una pena más grande de lo que esperaba… pero me falta valor.
—Hay una historia en mi familia —Amelia se acercó un poco más a su interlocutor, adoptando una actitud más conciliadora—. Dicen que, cuando uno llega al final de su vida, emprende un viaje. Las águilas remontan el vuelo con uno en su lomo y vuelvan alto, muy alto, hasta un lugar más allá del mundo y del universo, y entonces lo ves: un atardecer dorado sobre un mar de pasto, los mustang galopando en la distancia, puedes oler las frutas maduras y escuchar el agua correr por los ríos y las cascadas. Todo lo hermoso y bueno está ahí, protegido por el Gran Espíritu, quien, para recompensar nuestra llegada, nos reúne con todos los que quisimos alguna vez, para disfrutar del amor y la bondad por toda la eternidad.
La criatura, sin desprenderse de su cubierta, adoptó una posición como si pusiera una rodilla en el suelo, de manera que sus ojos quedaban a la altura de los de Amelia.
—¿Estarán…? —preguntó él con un dejo de vergüenza—. ¿Estarán ahí mis hermanos que se han ido? ¿Los espíritus de la tierra, el cielo y el mar? ¿Desde las pequeñas orugas hasta las mariposas nocturnas y los leviatanes de las profundidades?
Ella alargó una mano y la posó en lo que creía que era la cabeza de la criatura para acariciarla con suavidad, luego dijo:
—Si de verdad los quisiste, estoy segura de que los volverás a ver. —Amelia le sonreía con dulzura.
—Eso… es algo que deseo mucho.
Permanecieron en aquella posición por unos minutos, el ambiente poco a poco se llenó de una sensación cálida y agradable, la misma que sigue al sol cuando despunta en el horizonte.
—Guíame, Amelia Callahan, a donde se encuentran los afectados por la influencia de eso. Ryan Charles está al tanto, ya nos espera.
La figura volvió a recobrar su estatura y portento. Extendió su capa para revelar que se trataban de alas majestuosas articuladas a sus hombros. Bajo sus ojos rojos protruía una probóscide enrollada en espiral, todo su cuerpo estaba cubierto por el mismo pelo de sus alas y sus pies terminaban en tres falanges delanteras y dos traseras.
Al observarlo en todo su esplendor, Amelia admitió que tenía un aspecto temible, sin embargo, «tiene su encanto si uno puede ver más allá de su aspecto aterrador. Justo como la noche», pensaba. Le mostró su asentimiento con un movimiento de cabeza y él la envolvió con sus alas, volviendo a sumirla en la oscuridad. Momentos después, las alas se reabrieron y se encontró en el callejón, con el Mothman frente a ella y Ryan a su lado, quien mostraba una sonrisa de admiración hacia Amelia.
—Vamos a hacerlo —sentenció ella.
Gillian estaba fundido, hacía bastante tiempo que no atendía una contingencia parecida a la de ese día. Apenas se sentó para reposar unos minutos, escuchó un tumulto en el estacionamiento frontal del hospital; temiendo lo peor, saltó de su silla y corrió a la puerta principal, donde tuvo que luchar contra la corriente de gente que se apretujaba y forcejeaba para entrar al hospital entre gritos y berridos. Casi fue arrollado por la multitud hasta que pudo salir a la calle. Ahí, caminando a paso veloz, Amelia y Ryan se dirigieron hacia Gillian seguidos muy de cerca por el Mothman. El doctor se paralizó al ver la luz de los ojos de la criatura, incapaz de mover un músculo, presa del pánico.
—¿Los pacientes del paroxismo siguen ahí? — preguntó Amelia a Gillian sin reparo alguno.
El aludido no se dio por enterado de la pregunta, seguía hipnotizado y aterrado por el imponente ser frente a él. Sin una pizca de paciencia restante, la diestra de la doctora tomó vuelo y le propinó senda bofetada que casi lo hizo caer, mas, logró su objetivo de sacarlo del estupor. Ryan no pudo evitar una expresión de solidaridad ante el golpazo recibido por el otro.
—¡Gillian! ¿Siguen ahí? —preguntó Amelia.
—S-sí… —respondió el médico, ahora presa de un muy natural temblor de miedo—. A-algunos no d-d-despiertan to-todavía…
—Es sólo una cuestión de tiempo. —El susurro del Mothman se hizo presente en la mente de la doctora y su enfermero—. Tengamos paciencia.
Ni bien pasaron unos minutos, al margen de las sombras que se proyectaban frente a la entrada, se materializó, aparentemente de la nada, una masa amorfa de oscuridad que rápidamente adoptó la forma del hombre sonriente, apenas iluminado por el resplandor de las luces de la vía pública. Gillian cayó de sentón, aterrado, y se arrastró hasta que su espalda tocó el muro del edificio.
El Mothman se giró lo suficiente para encarar al hombre, se irguió cuan alto era y extendió sus alas al máximo de su envergadura, profiriendo un chillido que hizo vibrar los cristales cercanos y activó las alarmas de los autos. Eso no se inmutó, sino que extendió sus brazos, con dedos terminados en puntas negras, imitando a la otra criatura, ensanchando su sonrisa a límites que ignoraban la anatomía humana.
—Cierren las puertas —les ordenó el Mothman—. Eso los ha forzado a cambiar.
Ryan y Amelia sólo dudaron un instante antes de cumplir la encomienda. Corrieron a desactivar el mecanismo automático y, antes de poder echarle llave, observaron que los pacientes caminaban con tranquilidad hacia ellos, ahora convertidos en seres mortalmente pálidos y completamente lampiños, sin algún tipo de expresión en su rostro. Ambos chocaron las puertas con todas sus fuerzas y pasaron el seguro, justo al tiempo que los infectados golpeaban el cristal ahumado de la puerta.
—Llegó la hora —La voz de la criatura era decidida y contundente—. Amelia Callahan, Ryan Charles… Por favor, cuiden a la noche por mí… ¡Hasta que nos volvamos a encontrar!
El Mothman batió sus alas, produciendo un sonido atronador y, antes de que cualquiera pudiera reaccionar, tenía al hombre sonriente apresado en sus garras. Eso se debatía frenéticamente y abandonó su forma humana para convertirse de nuevo en la masa amorfa de oscuridad, se estiraba y contraía, adoptando cientos de formas, en su vano intento por librarse del agarre. Los ojos rojos de la criatura alada se posaron una última vez sobre aquellos dos guardianes humanos, amigos de la vida, amigos suyos, y aleteó con fuerza para elevarse a velocidad vertiginosa por encima de las nubes, produciendo fuertes corrientes de aire tras de sí.
Amelia corrió hacia el punto en que el Mothman ascendió, seguida de Ryan, y ambos voltearon al cielo. Tuvieron que proteger sus ojos cuando un resplandor incandescente opacó a todas las demás luces de la noche, seguido, segundos después, de una onda de choque que los hizo dar al suelo, aturdiéndolos y provocando que todos los cristales, incluida la puerta del hospital, se hicieran añicos.
Una vez el tinnitus y los fosfenos producto de la explosión fueron cediendo, los dos se giraron sobre su espalda y se esforzaron para ver a su alrededor. Con la cadencia de la nieve de una gentil noche de invierno, minúsculas hojuelas doradas caían sobre edificios, calles, autos y ellos mismos. Amelia fue la primera en ponerse en pie y ayudó a Ryan. Juntos observaron, maravillados, el resplandor dorado que cubría a Point Pleasant y lo hacía brillar como los míticos tesoros de las leyendas. Por poco se olvidaban de los infectados, quienes yacían, inconscientes y desordenados, en la entrada del hospital, unos encima de otros, todos con su aspecto habitual.
—Lo logramos —le dijo Ryan a Amelia, sonriéndole como siempre que veía que ella disfrutaba su café.
—No —refutó ella, dándole un golpecito con un dedo en la nariz para quitarle algunas hojuelas brillantes. Su sonrisa era tan radiante como el resplandor del ambiente—. Él lo logró. A nosotros nos espera un largo trabajo. ¡Un héroe dejó un espacio vacío en el mundo! Se merece el descanso, ¡pero hay un balance que mantener!
—Creo que, antes de balancear algo, también necesitamos descansar un poco, Amelia.
—«Amy» —dijo ella, mirándolo a los ojos—. Si haremos esto juntos, más vale que me vaya acostumbrando a «Amy» .
Una expresión de desconcierto asomó en el rostro de Ryan, para después dar paso a una carcajada corta.
—A sus órdenes, doctora.
—Gracias, enfermero.
Amy levantó su mirada a las estrellas y le dedicó una sonrisa nostálgica al cielo nocturno.
—Y gracias a ti —susurró—. Espero que disfrutes mucho volver a ver a todos tus hermanos… ¡Hasta que nos volvamos a encontrar!