
Por S. Bobenstein
Imaginemos que es la noche de Halloween (de hecho, esta noche) y te dispones a ver (o volver a ver, si eres un fanático de la película, como un servidor) “El aro” (Gore Verbinski, 2002), el remake de la película japonesa de 1998. Inicias la reproducción y rápidamente te empapas de la premisa: un video maldito está circulando entre grupos de jóvenes, quienes dicen que provocará que mueras siete días después de verlo, no sin antes recibir una llamada con la voz de una niña diciendo: “siete días”. La leyenda del video se conecta con la muerte de la sobrina de una periodista, quien se da a la tarea de investigar a fondo lo sucedido, eventualmente encontrando dicha grabación en un VHS. Haciendo caso omiso de los rumores, la periodista mira las perturbadoras y caóticas imágenes del video y, justo en el momento en que la reproducción se detiene, su teléfono timbra… y el tuyo también. Saltas en tu asiento, miras en dirección a ese aparato aparentemente inofensivo y un escalofrío te recorre la espalda. También viste el video y la leyenda decía que el teléfono sonaría al terminarlo, pero no sólo eso… Dudas, los segundos parecen minutos, mantienes la mirada fija en el auricular y te debates entre contestar o no. Finalmente, te armas de valor, tomas el auricular, atiendes la llamada, esperas escuchar a una niña y… es tu mamá diciéndote que ya le regreses los “tuppers” que te llevaste la semana pasada. Respiras con alivio, no sin cierta vergüenza por tu credulidad, y le dices que se los darás mañana. Al colgar, regresas a tu asiento y a volver a creer que en verdad existe la maldición del video… aunque sea por las casi dos horas que dura la película.
En el ámbito de la ficción, a este fenómeno se le conoce como “suspensión de la incredulidad”, el cual consiste en que un sujeto que está adentrándose en una obra ficticia deja de lado su sentido crítico y se olvida de los hechos y leyes de la vida real, de una manera semiconsciente (nunca nadie se propone explícitamente dejar de creer en la realidad antes de leer “El señor de los anillos” o ver “Terminator”, simplemente no cuestiona la veracidad de los eventos), para aceptar todo lo que se presenta en la obra, por imposible o poco probable que parezca, con el fin de entretenerse. El término fue acuñado por el poeta inglés Samuel Taylor Coleridge en 1817, sin embargo, el concepto ya había sido postulado por Aristóteles dentro de la verosimilitud de las obras en su Poética.
La suspensión de la incredulidad permite sacrificar las limitaciones de la realidad en pos de disfrutar una historia que, dentro de su ficción, tiene credibilidad, coherencia y, valga la redundancia, verosimilitud. Así, obviamos el escenario en las obras de teatro, las pantallas en el cine y la televisión, los elementos fantásticos, exagerados o imposibles en las narrativas de todos los formatos y nos abandonamos a la ilusión, de otra manera seríamos incapaces de conectar con las historias y de experimentar la catarsis inherente a ellas, uno de los aspectos esenciales que convierte a la literatura, al teatro o al cine en arte. Parafraseando a Aristóteles, para ser convincente, es mejor utilizar una mentira creíble a una verdad increíble.