
Por Aledith Coulddy
La ciudadela estaba a tan sólo cuatro o cinco millas de distancia, sin embargo, el terreno se había tornado complicado tan pronto Persel puso un pie en el bosque.
A lo largo de éste, un paisaje de troncos robustos adornaban la vereda que apenas si alcanzaba a notarse. Musgo crecía en direcciones erráticas a través de todo el camino y la luz del sol se colaba con dificultades por alguno que otro recoveco que las gruesas ramas no lograban cubrir.
Persel, acostumbrado a los paisajes más inhóspitos e inusuales, no temió en un inicio la travesía plantada ante él, no obstante, una vez se adentro a la oscuridad de la arboleda, percibió unos ojos impresos en su nuca, obligándolo a voltear de tanto en tanto para descubrir a su acosador o confirmar que, en efecto, no fuera todo aquello producto de su imaginación.
Nerturviry, La Gran Ciudad de las Rocas, se presentó imponente al otro lado del bosque cuando Persel se hallaba a los lindes de él. La princesa Arianna le había encargado recolectar el oro acordado por la renta de los suelos en los que Nerturviry se levantó hacía ya más de ochenta años atrás. El reino le confería protección a sus huestes mientras, puntual, se le otorgara de vuelta el pago acordado por estos servicios.
Persel no conocía aquellos caminos, pero infería se trataban de terrenos peligrosos, de otro modos Arianna habría mandado a cualquier guerrero común a la misión, no a él. Él, acostumbrado a hazañas en tierras hostiles, era contratado para saldar tareas menos comunes y ahora que estaba a no menos de una milla adentrado en el bosque que protegía la ciudadela, podía entender la inusualidad de todo ese acto.
Cuando miró la Gran Ciudad, previo a ingresar al bosque, no le pareció que recorrerlo llevara un tiempo considerable, pero ahora dentro, sentía que había viajado por horas en las entrañas de ese plantío, donde se sentía más que un forajido que era poco bienvenido.
Algo como eso, pocas veces le sucedía a Persel; a decir verdad, se trataba de la primera ocasión en la que los vellos de su nuca se erizaban ante tal inhospitalidad y extrañeza. Era real la sensación de amenaza inminente y aun que trataba con toda su humanidad y pericia de escudriñar entre piedras, troncos y plantas, nada lograba captar su visión más que la más profunda y lóbrega oscuridad del bosque.
«Faltan sólo cuatro o tres millas de distancia», se repetía a sí mismo. Recorría las tierras húmedas y lodosas del camino a paso firme y constante a pesar de sentir un aumento de gravedad inusual y el oxígeno ponerse denso, como si le hubiesen agregado un peso que no cualquiera era capaz de soportar. Entraba por sus fosas nasales y se quedaba como estancado en las paredes de su tráquea y pulmones, impidiendo satisfacer la necesidad básica de respirar.
El bosque poseía una magia antigua, estaba seguro, había escuchado de muchos como aquellos, en los que, tan pronto estabas frente a él, podías advertir que se trataba de uno de ellos. A Persel no le pareció que ése en particular entrara dentro de la categoría, pues al observarlo de fuera lucía bastante habitual. Miró incluso un par de ciervos correr entre los árboles y escuchó el sonido de un río correr a lo lejos. Además, Arianna no mencionó eventualidad alguna, aunque después de la noche que pasaron juntos, Persel había hecho de todo excepto realmente escuchar.
Arrebatado nuevamente de su ensimismamiento por los sonidos inusuales que llenaban la atmósfera del bosque, Persel detuvo el paso por un segundo y aguzó el oído para encontrar un indicio de que se hallaba en buen camino. Según sus cálculos, debía estar ya a pocos minutos de ver el final de la arboleda, pero la luz del sol no daba señas de hacer acto de presencia. Seguía a media penumbra, como si el crepúsculo se cirniese perpetuamente sobre aquel paisaje, pero sin vestigios de luna o estrellas, sólo un cielo infestado de ramas y copas de árboles altísimas y frondosas.
Entre atisbos de ramas crujir, aves de denominación desconocida silbar a través de ecos y algún lobo aullar en la lejanía, Persel volvió a escuchar el sonido de agua correr en dirección desconocida. Sabía que la montaña se hallaba a su izquierda y el Mar del Norte se extendía hacia el noreste, por lo que atendió a buscar el origen del sonido y usar como referencia a ese río que supuso confluía con el mar allá donde terminaba su cauce. Si sabía la dirección de éste, sólo tendría que hallar su norte y hacia allí estaría el camino a la ciudadela.
Era doloroso aceptarlo, pero Persel estaba perdido y si deseaba salir de ahí antes que la verdadera noche cayera, tenía que darse prisa.
Caminó lo que se figuró fueron unos cuantos metros más y el sonido se hacía más y más evidente; ahora era imposible ignorarlo aunque lo hubiera deseado e incluso, si prestaba más atención, podía percatarse que se acercaba a una cascada. De ser así, podría escalarla y tener una mejor visión del sitio.
Se desentendió del camino que ya si apenas era un rastro de tierra desprovista de hojas y raíces y se puso en dirección del sonido. Una luz turquesa, que se exhibía cuál iluminación que se extiende tras las cortinas de un teatro donde se aposenta un público expectante, brilló en sus pupilas que estaban poco acostumbradas a cualquier tipo de luz. Aquélla, sin embargo, era gentil, tenue y si pudiera describirse de tal modo, lucía suave, como una canción que entra por la vista y deja un tintineo resonando en todo el cerebro. Y entonces lo escuchó, el tintineo era real; era una canción como de cuna, placentera, aguda, que daba una sensación de estar más que bien.
La luz turquesa golpeaba ahora cual reflector y el origen de ella era un lago tan azul que lastimaba la vista. Al fondo, la espuma de una cascada al caer llenaba la atmósfera de una brisa fresca y reconfortante, olía a humedad y vida, como si aquélla fuera la matriz de un ser vivo que está a punto de dar a luz algo grandioso, y el río, su afluente, que seguro terminaba en el Mar del Norte llevaba consigo los seres mágicos que aquel bosque hubiese creado.
Persel se hallaba tan inmerso en aquella visión que apenas si se percató que la melodía aumentaba en decibeles, la canción de cuna se había convertido en un concierto y su origen provenía de una mujer sentada a pocos metros del borde de la cascada. Estaba sentada en una piedra que sobresalía del raz del agua, en la que bañaba su larga cabellera negra que resplandecía con la misma intensidad que el río turquesa, pero sin saber decir a ciencia cierta si lo hacía con luz propia.
La mujer volteó y sus ojos violetas se clavaron en los de Persel, quien miró hipnotizado aquel mágico cuadro. No podía decir con veracidad si lo que tenía frente a él era una mujer, una bruja o una sirena. Lo último no podía serlo pues se hallaba a millas del mar y no recordaba que en ése se encontraran esos seres. No lucía como un hada y dudaba se tratara de una huldra. Esa criatura que tenía frente a él no era algo que nadie hubiera visto, excepto él. O al menos así le hizo sentir.
Se obligó a dejar de lado su subjetividad y prender los focos de alerta, no podía permitir que la atracción que ejercía la cosa, realzada por su belleza, le hiciera perder su sentido de supervivencia. Conocía de más las historias de hombres que habían sucumbido a los encantos de criaturas del bosque y no deseaba ser una estadística más.
La criatura, que le daba nuevamente la espalda se irguió en su lugar. Persel pudo observar que llevaba un vestido de fina tela, casi transparente, que cubría los detalles más sutiles de su anatomía pero sin dejar de remarcar su silueta. De la altura de la baja columna, unas protuberancias alargadas se extendían hacia el suelo, como si se tratasen de un pétalo alargado con vida propia, alzándose hacia el cielo de vez en cuando y abriendo una especie de flor que se hallaba justo a su extremo, de donde un polen dorado era expelido.
Persel sintió entonces algo que no había conocido en mucho tiempo, miedo. Miedo de algo desconocido, no de una huldra o una sirena, sino de una criatura que no estaba descrita ni en el pergamino más antiguo ni que era cantado por los trovadores más experimentados.
La criatura comenzó a acercarse, con los látigos salidos de su cadera levantados en dirección hacia él. Trató de hacerse a un lado o correr en camino opuesto pero estaba petrificado, mirando indefenso a esa mujer o cosa traspasar su espacio y seguridad.
Sin oportunidad de hacer nada más, Persel vio los botones del látigo abrirse y prenderse a sus sienes. Una ráfaga de polen cobrizo iluminó el bosque, mezclándose con el turquesa del lago y la espuma de la cascada que a lo lejos seguía ataviando la atmósfera.
Una sensación de placer recorrió todo su cuerpo, sus pupilas se dilataron, sus vellos se erizaron y un profuso sudor comenzó a recorrer desde su coronilla hasta las plantas de sus pies. El efecto duró poco y fue continuado por un frío intenso, como pocas veces lo había percibido en su vida, se metía dentro de cada poro y cada célula y pronto provocó que su corazón ralentizara sus latidos, y su cerebro, del mismo modo, despejó todo pensamiento para dar paso a una imagen vívida de él en la habitación de Arianna. Estaban teniendo sexo, como tantas noches lo habían hecho, pero esta vez algo era distinto, dentro del vientre de ella algo crecía, algo inevitable que poseía una luz propia, mucho más hipnótica, mucho más pura que las aguas azules de aquel río.
«Es mío», se dijo Persel para sus adentros y la criatura frente a él parpadeó, como confirmando sus pensamientos.
La escena de pronto cambió y en ella, Arianna hincada frente a su prometido, el príncipe Sienno, quien había tomado su mano unas lunas atrás a petición de los padres de ambos, lloraba desconsoladamente y señalaba su vientre. Él la miraba con repulsión, pero después de una intensa súplica su semblante cambió y la preocupación invadió su rostro para dar paso a una evidente furia que nacía desde los adentros de Sienno.
Persel intuyó y llegó a rápidas conclusiones, lo habían mandado a su muerte, ambos, bajo el pretexto de un abuso. Ella, cobardemente, para ocultar la infidelidad que todos sabían era un habitual en la vida de la princesa, fingió haber sido ultrajada por Persel, y Sienno, en su eterna ingenuidad y al verse atado por los acuerdos de sus respectivos padres, decidió poner culpa en manos de otro, aunque supiera bien que Arianna no tenía ni pizca de inocencia.
Pero, ¿no era más fácil pretender que el hijo que llevaba en sus adentros era de él y no de Persel? A menos que ellos no se hubieran aún acostado…
La criatura separó aquellas inusuales extremidades de las sienes de Persel y volvió a hundir sus perlas violetas en los ojos negros del forajido.
—¿Por qué me has enseñado esto?
Ella guardó silencio por un momento, clavando aún más la mirada en él, haciéndolo sentir desprovisto de todo cuanto era, aunque estuviera vestido y cubierto de una piel humana, se percibía desnudo ante ella.
—Porque entraste aquí… y porque no tienes la culpa —contestó ella con una profunda voz.
—¿Qué debo hacer?
—No hay nada que puedas hacer, humano, tu destino se escribió cuando dejaste una vida dentro de esa mujer. —La criatura le dio la espalda, retrajo sus pétalos dentro de su columna, dejando un pequeño hueco a cada lado de ella, justo arriba de sus glúteos, y caminó en dirección contraria—. Desde que entraste al bosque, dos wylligôs te siguen el paso, buscando el momento oportuno para matarte. Los distraje un segundo para mostrarte la visión.
—¿Por qué me mostrarías algo si no tienes la intención de ayudarme? —replicó Persel, sintiendo la desesperación abarcar cada espacio de tranquilidad en su ser.
No podría contender a un wylligô en esas circunstancias, mucho menos a dos. Ya alguna vez se aventuró a pelear contra uno de esos seres y la factura salió cara, dejándole la única cicatriz que portaba en su cuerpo y que se extendía desde su omóplato izquierdo hasta su cadera derecha. Fue una de las pocas veces que hubo estado a punto de morir de no haber sido por Constance, una aldeana que recorría los parajes en ese momento y que se apiadó de él para rescatarlo. Tratar de acabar con dos wylligôs era algo impensable; la criatura tenía razón, esa noche Persel moriría.
Recordó entonces el rostro de Arianna, Persel se había preguntado la razón de mandarlo a aquella encomienda, a él justamente, y las prisas por resolver pronto el encargo. Apenas si tuvieron oportunidad de pasar una noche más juntos. La notó diferente, con una urgencia inusual, pero creyó que se trataba de una conexión más profunda entre ellos. Persel llegó a creer incluso que quizá y el compromiso con Sienno podría quebrantarse para, tal vez, considerar algo más serio para su futuro.
¡Qué estúpido y descuidado había sido! Pensando como una damisela ilusionada por la realeza. Arianna escribió su sentencia de muerte mientras lo poseía en la habitación. Una traidora es lo que era y Sienno un idiota a quien, tan pronto saliera de ahí, mataría en venganza, aunque le costara el exilio del reino y una huída permanente por conservar su vida. Ambos tendrían su merecido.
—¡Ayúdame! —imploró—, tan sólo a salir de aquí y luego habré de arreglármelas por mi cuenta, no pido más, sólo enséñame la salida. Aquí… no tengo oportunidad contra ellos.
La criatura volteó y lo miró una vez más con ojos violetas, prendidos en una luz intensa que opacaba todas las demás al instante.
—No puedo interferir en los designios de los dioses, Persel. Además, eso me costaría mi propia esencia.
Su tono era definitivo, no había más qué suplicar.
—… Si acaso —habló una vez más con duda en la voz—… debes saber que Nerturviry está abandonada desde hace ya tiempo, un ejército de enanos encontró la forma de hacerse con las minas aledañas, traen consigo una criatura que al parecer han esclavizado a su servicio. Las huestes de Sienno no pudieron contenerlos. No hay destino allá ni en estos bosques y… habrás supuesto que al reino no podrás volver.
—¿El Mar del Norte? —contestó Persel después de unos segundos de meditación.
—Es tu única oportunidad, sigue el río, lo he iluminado, pero su efecto cesa al caer la medianoche, de ahí en adelante estás a tu suerte, Persel. Aunque no te auguro futuro, deseo encuentres la forma.
No esperó más instrucciones o alentaciones, le echó un último vistazo a aquella mujer, criatura, ser o lo que fuera, asintió fijando profundamente su mirada en ella, dio media vuelta y corrió tan rápido como sus piernas se lo permitían, siguiendo el rastro alumbrado de aguas turquesas, la única esperanza otorgada con intercesión de la mujer a unos dioses que Persel desconocía y que regían en aquellos bosques infestados de magia, que rebasaban todo conocimiento que él tuviera sobre ese lugar y sobre el mundo, un mundo que cada vez le parecía más vasto e incierto.
Las ramas bajas de los árboles, que cada vez se situaban más juntos entre sí, le arañaban a su paso el rostro y las vestiduras. Percibía rasgones y cortaduras en el torso y las piernas y, de vez en cuando, sentía el tibio calor de la sangre escurrirse a través de una de estas heridas goteando al compás de cada pisada que reclamaban sus pies en ese bosque extranjero mientras que, atrás, dejaba un hogar que ya no podía nombrar de tal forma y, a su izquierda, la amenaza de los enanos y otro ser aún más ignoto conminaba con despertar para ir a su encuentro si acaso se atrevía a pisar sus tierras. Y luego estaban los wylligôs, esos depredadores de carne, hueso y músculos, tan robustos como los troncos de aquellos árboles pero tan ágiles en su andar como cualquier felino.
Constance le explicó que antaño, en la región de Mulduverá, un hechicero muy poderoso, al que lo estaba persiguiendo un rey demente por no haber podido curar de una terrible enfermedad a su primogénito y heredero al trono, creó, para protegerse, a partir de aldeanos enfermos, a aquellos seres que estaban en realidad en un espectro entre la vida y la muerte. No eran fallecidos, pero tampoco tenían una consciencia más allá de su instinto de caza. Obedecían a un solo amo y una vez la misión de acabar con cualquiera fuera puesta sobre sus hombros, no habría nada que los detuviera por cumplirla y satisfacer los designios de su señor. Persel no tenía ni idea de cómo Ariana o Sienno habían logrado hacerse de aquellos wylligôs, pero la realidad era que en un sitio como aquél, él no tenía la mínima posibilidad de atacarlos; lo someterían fácilmente. Requería de un lugar en campo abierto, donde pudiera moverse libremente en todas direcciones y ser capaz de correr de aquí para allá pensando en un plan de ataque. Así era su modo de lucha y había que recalcar que ni aun en estas condiciones pudo ser capaz de acabar con aquel que lo atacó y que casi terminó con su vida.
La salinidad de una brisa fresca y abundante golpeó su cara y lo arrebató de sus pensamientos, seguía corriendo a paso firme guiado por la luz del río que la criatura tuvo bien en otorgarle. Sus pulmones le dolían a cada bocanada, pero la adrenalina corría por sus venas instándolo a seguir avanzando. Ahora que sentía aquel sabor salado en sus labios, remojándolos de esperanza, se dio cuenta que el Mar del Norte estaba cerca. Llegaría al descampado y, una vez ahí, faltaría sólo media milla hacia la orilla del mar, donde podría sumergirse en la seguridad del agua. Los wylligôs no sabían nadar y no se atrevían a intentarlo. Nadaría con todas su fuerzas, dejándose llevar por las corrientes que sabía lo llevarían hasta el pueblo más cercano. Una vez ahí, se las arreglaría para huir hacia donde Constance o hallaría un nuevo camino.
El fulgor de dos lunas comenzó a colarse entre las copas de los árboles que ya se dispersaban cada vez más y el salado aroma llenaba sus fosas nasales confirmándole la vecindad con el océano. Sin embargo, tan pronto un haz de luz lunar iluminó su dinámica y presurosa posición, una figura del tamaño de un hombre gigante lo sacó del camino, lo empujó hacia una serie de troncos partidos que estaban a su izquierda, causándole en el acto la fractura de lo que se figuró un par de costillas.
Le costaba tomar aire y hacerlo llegar a todos sus pulmones. Había recibido, además, un golpe en la cabeza por lo que fosfenos de todas las gamas de azul llenaban su visión, impidiendo que fijara la vista en su atracador que estaba seguro de quién se trataba.
El puño cerrado del wylligô se estampó contra su pómulo derecho, provocando que la cabeza se hundiera más en la tierra húmeda. El cerebro le retumbaba y escuchaba el vibrar de un sonido en sus adentros. Un golpe más y tendría una conmoción cerebral, además, no estaba recibiendo suficiente oxigenación, puesto que el dolor en sus costillas se acrecentaba con cada respiración.
Hizo un esfuerzo sobrehumano por aguzar la visión y pudo ver claramente el rostro desfigurado del wylligô, con sus dientes ennegrecidos y saliva espesa y nauseabunda correr por las comisuras de los labios. La piel estaba seca y supuraba una sustancia violácea, y los ojos, esos ojos que cualquiera pudiera reconocer después de haberlos visto tan sólo una vez y que debía agradecer el tener memoria de ellos porque eso significaba que había sobrevivido a un ataque, estaban inyectados en sangre, más rojos que una luna de eclipse, más profundos que la fosa más olvidada, donde yacía el cadáver de alguien que murió de la forma más indigna para convertirse en aquello. Esos ojos lo miraban con su pupila puntiaguda, infestada de odio, aunque Persel no les hubiera hecho ningún agravio.
La criatura le rugió y gotas de pestilente saliva cayeron sobre su frente, provocándole una reacción inmediata. Un intenso picor le recorrió todo el rostro, pero antes de que el prurito continuara su crescendo, el agudo dolor de su hombro derecho siendo desarticulado reclamó cada terminación nerviosa de su cuerpo.
El segundo wylligô hizo acto de presencia y había colocado su pesado pie sobre su brazo, provocándole la dislocación del mismo. Estaba perdido, sin el correcto funcionamiento de sus, ya de por sí, magulladas extremidades, no tendría la forma de hacerles frente a aquellos monstruos.
Recibió un nuevo golpe directo en el centro del rostro y un amargo sabor férrico corrió por su garganta. Convulsas arcadas exigían a sus pulmones expulsar la sangre y esto a su vez aguzaba el dolor del torso y cerebro, que cada vez se hacía más fuerte.
Miró una vez más a los wylligôs, que hacían sonidos triunfantes y se movían en formas erráticas, agitando brazos y piernas. Tuvo un último pensamiento: aquello no era una victoria, era una masacre. Persel jamás tuvo oportunidad. Debían considerarse abuso esos actos de oportunismo, y que los dioses desconocidos del bosque lo recompensaran a cambio con el don de la nueva oportunidad, de la sobrevivencia.
Se rio para sus adentros, logrando dibujar una pequeña sonrisa en el rostro. Esta acción atrajo la atención de los wylligôs de vuelta hacia su presa y nuevamente levantaron sus puños para dar el golpe final. Persel dio sus últimas oraciones y los miró fijamente para demostrar que no había miedo en partir al otro mundo, donde seguramente ya lo esperaba un banquete y su familia fallecida lista para celebrar.
Un haz de luz violeta, sin embargo, que voló sútil entre él y sus atacantes, cruzó su vista y se perdió a su izquierda. Con las pocas fuerzas que le quedaban, viró su cabeza hacia aquello y vio a la mujer de hacía unas horas atrás, someter al wylligô que había dislocado su hombro. De inmediato las lianas retráctiles aparecieron nuevamente, salidas de su columna, y un aguijón del tamaño de una cuchilla que protruía de donde antes Persel observó que se convertían en las ventosas que se adhirieron a sus sienes, se clavó en ambas carótidas del monstruo haciéndolo dormir de inmediato, el segundo wylligô, que estaba inmóvil aún parado al pie del cuerpo de Persel, volteó con la mujer, enseñando sus fauces y escupiendo saliva ácida y fétida. Ella, no obstante, extrajo aún más los látigos que se alzaron imponentes a una altura más allá de la del wylligô, con el aguijón apuntando en dirección de éste, quien al ver la escena cambió su semblante a uno de amenaza, algo que Persel jamás pensó que vería en su vida. Retrocedió hasta pisarlo en el abdomen y Persel pudo sentir cómo sus costillas que pendían de sólo un milagro para no terminar de partirse en dos, lograban al final fracturarse por completo.
Un penetrante dolor recorrió todo su cuerpo. Los árboles, la luna y el cielo comenzaron a dar muchas vueltas en su mismo eje y la visión se oscureció, no sin antes ver el rostro de la mujer frente a él, pronunciando oraciones ininteligibles, y con este sonido, Persel se dejó llevar al universo de la inconsciencia.
Persel despertó al alba, el sol iluminaba los cielos de tonalidades carmesí. Percibía la brisa fresca y salina del Mar del Norte sobre su cara. Estaba hinchada y con un dolor bastante molesto nacer en su nariz y correr hacia su cráneo. Además de esto, el torso, hombro y abdomen lastimaban, pero al menos podía respirar bien. Ya no se ahogaba ni en su propia sangre ni por la falta de oxígeno y vio cómo, a pesar de que el brazo derecho dolía, podía moverlo de forma normal.
Volteó hacia la playa, donde la mujer que había retraído ya sus pétalos y seguía vestida en sus ropas finas, casi transparentes, estaba de pie recibiendo el viento matinal de espaldas a él, con el cabello suelto ondulando hacia su dirección y desprendiendo un fresco perfume a su paso.
Persel se enderezó en su sitio, aún sin ponerse de pie, pues, al hacer el movimiento, la cabeza comenzó a darle vueltas e hizo que sintiera náuseas.
—Me salvaste —logró articular.
La mujer no se inmutó, continuó estática, recibiendo el aire proveniente del mar. Después de unos segundos, volteó un poco el rostro y él observó su perfil, sus facciones eran muy bellas, pero una lágrima tiñó su mejilla de un rojo vivo, era su misma carne y piel las que se estaban encendiendo y podía notar que a ella le lastimaba.
—Me han desterrado… —contestó con la voz entrecortada.
Persel se puso de pie al instante que ella devolvió la vista hacia el mar. Nuevamente una imperiosa necesidad de vomitar se hizo presente y muchas motas de luz atacaron su campo de visión.
Devolvió el estómago, lo poco que había en él, pero se apresuró para componerse. Se limpió con la arena blanca y se dirigió a la mujer.
—Lo siento —exclamó Persel, tocando el hombro de aquella hermosa criatura.
Su piel se sentía tibia y tersa al tacto. Era más pequeña que él, su cabeza le llegaba a la altura del pecho y sus cabellos negros, que volaban en su dirección lo llenaron de un aroma que calmó sus náuseas y disminuyó el dolor.
—Lo siento mucho —repitió—. Pero también… gracias, por salvarme la vida.
Ella hizo un ademán de enjugarse las lágrimas y, sin voltear, volvió a hablar.
—Creo que hay una forma de que me acepten de vuelta. Tendrías que ayudarme y puede costarte la vida, pero es la única forma.
—Haré lo que sea —contestó él sin duda al respecto—, no tengo cómo pagarte así que… sólo dímelo y lo haré.
Ella se puso de frente a él, lo miró con los ojos violetas y la cara manchada de rojo y con la profunda y melodiosa voz de siempre volvió a hablar…
—Deberás volver con quien mandó a matarte… Deberás volver con Arianna.