
Por Oscar Valentín Bernal
I
La vida no es otra cosa que una cadena de eventos, cada acontecimiento actúa como un eslabón que tira del anterior y se aferra al siguiente, para así avanzar de forma constante e ininterrumpida, hacia un futuro que, en realidad es otro tramo de la cadena que aún no ha sido forjado. Existen eslabones grandes y eslabones pequeños, algunos son casi nuevos y despiden destellos alegres bajo el sol del tiempo. Pero también los hay herrumbrosos, tan carcomidos por los eones que casi se han roto, y cuando eso ocurra, la cadena saltará en pedazos, y los eventos se disolverán en la fría oscuridad del infinito, donde nadie más será capaz de recordarlos.
No obstante, hablando de los eslabones, de sus formas, tamaños y detalles, podemos pensar que el tramo de la cadena que corresponde a Fjälland, está plagado de eslabones extraños, algunos de ellos lo son tanto que su sola vista confundía al Gran Guardián del Tiempo. Los eslabones de Fjälland se bifurcan, se tuercen y se elongan de maneras horribles hasta tocar cadenas distantes, se entrelazan con ellas y crean las puertas por las que cruzan las bestias.
Fue uno de esos eslabones raros, el que puso a Daniel Selvik en su primer trabajo como policía, en el barrio bajo de Nilfden, a sólo ocho kilómetros del puerto de Penobscott. Tenía cuatro meses de egresado de la academia de Nyhamn y debió esperar turno para ser asignado a lo que las fuerzas del orden fjällandesas conocían como “patrulla verde”: un periodo de un año en alguna localidad al azar, con el objetivo de que los oficiales nuevos ganaran experiencia en distintos ambientes.
John Halden, el jefe del departamento lo llevó en persona hasta la pequeña casa de dos plantas que le asignaron, y salió a la carrera del barrio, tan pronto como el equipaje de Selvik cruzó la puerta. Daniel no pudo culparlo, Nilfden no era precisamente un paraíso, a no ser para el tipo de gente a quien pudiera parecer práctico el contar con un dispensador de heroína a la vuelta de la esquina. Sin embargo, a los pocos días, Daniel descubrió que conducir una patrulla servía de incentivo para la amabilidad en un lugar como ese. Los chiquillos se ofrecían a cortarle el pasto por un corona fjällandesa —a pesar de que el jardín de la casucha se limitara a un montón de islas verdes entre la tierra suelta—; los yonquis de banqueta se ofrecían a «echar un ojo» a su casa, mientras salía al trabajo; las viejas arpías que barrían la calle cuchicheaban al verlo, pero alzaban la mano con amabilidad para saludarlo, incluso había recibido un par de bolsas con galletas horneadas de bienvenida, y así, todo tipo de detalles de lambisconería.
El único en el vecindario en apariencia indiferente a la llegada del nuevo policía, era el vecino de enfrente. El anciano, solía sentarse en un viejo banco en el porche de su casa, unos cinco metros después de un terreno yermo en el que sólo pululaban las rocas y las hormigas. Su mano se estiraba hasta una lata de cerveza que reposaba sobre una mesilla, junto a un cenicero del cual por lo regular se alzaba una hebra de humo blanco. El viejo había cruzado miradas en un par de ocasiones con Selvik, pero nunca hizo el mínimo esfuerzo por saludarlo y, a pesar de eso, a Daniel le agradaba más que el resto de los vecinos.
«Se llama Villiam Martenseen», le dijo una de las arpías una mañana. «Es un veterano de la revolución. Dicen que peleó en el bando de las huldras y recibió una bala en la cabeza. Duró en coma dos años, y cuando despertó ya estaba loco como una cabra. Si yo fuera usted, oficial Selvik, mantendría mi distancia. No suele causar problemas, pero es un tipo extraño».
Y Daniel mantuvo su distancia, pero no por la advertencia de la vieja, sino porque no se le daba mucho eso de entablar conversaciones casuales con desconocidos. De modo que se limitaba a ir a la jefatura en el puerto y de allí, a patrullar las calles, atender altercados en bares y ocasionalmente perseguir a algún mano-larga ladrón por los callejones. Casi siempre regresaba a casa a las ocho y, cuando lo hacía, casi siempre también, podía divisar la silueta oscura de Villiam Martenseen, sentado a su porche. La penumbra hacía imposible saber en qué dirección miraban sus ojos, si lo veían a él, si estaban cerrados o si habían desaparecido de su cara junto con nariz y boca.
Fue una tarde de sábado, cuando Selvik metía la patrulla en el jardín que sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Cerró la puerta del vehículo y alzó la vista hacia la casa de Martenseen. La silueta del viejo estaba allí como siempre, por completo inmovil, ensombrecida por el tejado del porche. Selvik no podría describir con certeza la extraña sensación que lo envolvió aquél día. Fue como un susurro muy quedo detrás de la oreja combinado con una descarga casi imperceptible, O quizá fue sólo el viento de octubre al arrastrar la hojarasca marchita, desperdigada por el suelo.
Antes de darse cuenta, y movido por un impulso por completo impropio en su personalidad, Selvik ya se encontraba a medio camino de cruzar la calle rumbo a la casa de Martenseen. La silueta inmovil, que bien podía estar dormida o atenta de sus movimientos, permaneció estática y por un momento Daniel Selvik estuvo seguro de que Villiam Martenseen estaba muerto, congelado en su eterno sitio igual que un espantapájaros en cuya cabeza anidan los estorninos.
—¿Qué demonios crees que haces? —masculló entre dientes Selvik. Sentía la garganta seca y rasposa.
Se introdujo en el erial yermo de Martenseen y pasó junto a una vieja pickup polvorienta cuyos neumáticos desinflados revelaban que habían pasado años desde la última vez que se moviera de aquel sitio. El viento hizo ondular la chaqueta del policía y casi le arrancó el sombrero del cráneo, consiguió apresarlo con la mano y en seguida se detuvo, al descubrir que se hallaba justo ante el primer escalón del porche de Martenseen, quien tenía los ojos azules de viejo lobo de mar clavados en los suyos. Estaba vivo después de todo.
Se quedaron ahí un momento que se prolongó demasiado, en mutua contemplación, como si fuesen capaces de percibir el raro eslabón de la cadena y su movimiento que los llevó a encontrarse. Fue Martenseen quien rompió el silencio:
—Me preguntaba cuánto tardarías en cruzar esa calle. —Pese a la extraña afirmación, su voz sonó lúcida, desprovista de cualquier bruma de locura. El viejo indicó el banco solitario al otro lado de la mesita, sólo ocupada por el cenicero y una solitaria lata de cerveza—. Siéntate… Me llamo Villiam Martenseen.
—Daniel Selvik, pero puede llamarme Dan.
—Entonces tú puedes llamarme Vill.
Fue aquél el inicio de una rutina de conversaciones, latas de cerveza y cigarrillos, un par de veces por semana. Casi siempre el viejo hablaba de la guerra y Daniel escuchaba sin interrumpirlo, con la mirada fija en sus ojos lobunos y la cicatriz circular en mitad de su frente por dónde según las barrenderas de la cuadra una bala entró hacía muchos años. Selvik casi nunca hablaba de sí mismo, porque, de alguna forma, tenía la sensación de que no hacía falta. Martenseen sabía, su cicatriz, cómo un tercer ojo, le permitía contemplar esbozos de la cadena.
Pasaron los meses y Vill Martenseen se convirtió en el único amigo de Dan en Nilfden y, al igual que con el viejo, los otros vecinos comenzaron a apartarse de Dan.
Una tarde, mientras ambos sostenían abanicos de naipes sobre la mesa, la conversación tocó el tema preciso y Martenseen se puso serio.
—Una tarde, nos sorprendió una cuadrilla enemiga en un pueblo al sur de Duvhök. Mi pelotón se dispersó y los sin patria nos fueron cazando uno a uno, como a perros entre las ruinas de edificios. Me quedé sin municiones y pasé tres días escondido en un granero. Cuando uno de ellos me encontró, tiré mi fusil y le supliqué por mi vida. El tipo era poco más que un chiquillo fjällandés, pero se había pasado al bando del canciller. Le dije que no me matara, me inventé una hija pequeña y una esposa. —Se interrumpió por una risita cascada—. El muy cabrón me metió una bala bien hondo en el cráneo. No se cuanto tiempo pasé tirado en ese granero, ni se quien demonios me sacó de allí. Pero me desperté dos años después, en una cama de hospital en Jarlspeak. A la enfermera en turno casi le dio un infarto cuando me escuchó preguntar por el teniente Odrik del Huldrehær.
»Los doctores no se explicaron mi recuperación, dijeron que debería haber sido un vegetal para el resto de mi vida, la bala hizo grandes destrozos aquí dentro. —Se apuntó con el dedo directo a la cicatriz circular—. Pero, ¿sabes una cosa? No sé si hubiese sido mejor que me quedase muerto, nunca volví a ser el mismo después de esa bala en la cabeza.
»En la guerra vi muchas cosas que no creerías Dan: mujeres capaces de arrancarle la cabeza a un soldado a dos kilómetros, con un Mosin-Nagant; tipos extraños con ojos multicolor que parecían poder meterse en tu cabeza; sombras en los bosques que arrastraban a los hombres hacia ninguna parte… Las leyendas sobre estas tierras, la mayoría de ellas, tienen algo de verdad, Daniel. No te recomendaría que te internaras demasiado en las montañas de Fjälland, si puedes evitarlo, yo no volvería a hacerlo por todo el oro del mundo. Porque una vez allí arriba pueden ocurrir dos cosas: la primera es que no pase nada, una persona común difícilmente descubrirá más que árboles y rocas; pero si da la casualidad de que seas un poco perceptivo, podría ser que dieras con uno de sus… reinos.
»No obstante, lo que existe en las montañas no es lo peor. Muy por debajo de la tierra de estas islas hay algo impregnado en su esencia. Yo sólo lo he visto en sueños, pero es tan real como tú o yo, quizá más… No se bien de qué se trata, es como un aura viciada que se expande e intenta cruzar desde algún otro sitio.
»Pensarás que estoy loco, muchacho, todos lo piensan, y pensándolo bien, quizá lo esté. Que todo cuanto sé sean los delirios de un viejo demente sería lo mejor para todos en este mundo. Pero por desgracia, me temo que son más que delirios.
Desde aquel día a Vill comenzó a soltarsele la lengua. Hablaba cosas extrañas sobre auras y sombras que habitaban en otra parte, algo así como mundos paralelos, o por lo menos así lo entendía Daniel Selvik. Solía decir que se avecinaba un cataclismo, que los ecos de la madre habían sido perturbados. Selvik no sabía qué pensar al respecto, nunca fue un hombre supersticioso, sin embargo la seguridad con que Martenseen hablaba de todos aquellos disparates le ponía difícil creer que todo fuese invención
—Debemos prepararnos, muchacho —dijo Martenseen una tarde, mientras el sol se ocultaba detrás de las montañas.
—¿Piensas en una guerra?
Martenseen lo miró.
—Es mucho peor que eso. Cuando él llegue, ni todas las armas del mundo podrán hacerle frente…
—¿Quién es él, Vill?
Por primera vez, Dan descubrió un destello de locura en los ojos del viejo, una locura que estaba mezclado con profunda confusión. Como si la última pregunta le hubiese hecho perder la concentración ante un problema matemático complejo.
—Yo… no lo sé… —El viejo miró a la calle y luego a las montañas que separaban Penobscott de Nyhamn, con una expresión de temor, después, volvió a centrarse en Daniel—. Me duele la cabeza Dan. Si no te importa, continuaremos nuestra partida en otra ocasión.
Selvik se marchó sin que Martenseen le dijera que parte de su “preparación” incluía las cuatro maletas de explosivos plásticos preparados a mano y las doce ametralladoras que guardaba en su sótano desde hacía cinco años. No había motivos para alarmar al muchacho.
II
Esa noche Villiam Martenseen tuvo una horrible pesadilla. No era en absoluto ajeno a los malos sueños, solía tenerlos con tanta frecuencia que a menudo abría los ojos por las mañanas sin recordar nada de ellos, a veces era como si su mente perforada por la muerte fuese una especie de antena capaz de captar la menor perturbación psíquica en la isla. Pero el sueño de esa noche fue distinto, el peor de todos, en él pudo ver la iridiscencia de aquél a quien los dioses se refirieron como «El Gran Oscuro». Aunque no era oscuro, sino luminoso, una luminosidad corrupta que se metía por los ojos hasta descomponer el alma.
Cuando despertó bañado en sudor frío pasaba de las 12:00 p. m. Villiam nunca solía despertar tan tarde, pero de algún modo aquel sueño lo mantuvo cautivo en la inconsciencia. Nunca deseó con más fuerza haber muerto por el disparo hacía tantos años.
Pensó en el sótano, pensó en el sueño y en el brillo de aquello que intentaba entrar en el mundo, que clavaba sus garras psíquicas contra un sello cada vez más endeble. Su visión se nubló y todo dio vueltas. Luego, rompió en un ataque de carcajadas no muy diferentes del llanto, y volvió a pensar en el sótano.
—Tranquilo, Vill. Ya lo has superado antes, todo irá bien.
Miró el polvoriento reloj que colgaba sobre la pared de la sala, el sonido del segundero era atronador, similar al estampido de los morteros en el Valle de Duvhök. La manecilla corta estaba a las doce, la larga, tenía tantos problemas para abrirse camino en el tiempo, como el pelotón de Villiam a través de aquél pueblo devastado. Faltaba mucho para que Daniel Selvik volviera a casa. Eso hizo a Vill darse cuenta de que se mentía a sí mismo. Ese día no todo iría bien.
Con manos temblorosas tomó las llaves de su camioneta. Ese cacharro no se había movido un milímetro desde hacía años, pero la última vez funcionaba.
Abrió la puerta y salió al porche, pasó junto a su vieja mesa de juerga, escenario de tantas batallas en contra de sí mismo, de tantos viajes en el tiempo, una y otra vez de vuelta al granero, a la aterradora espera con el cargador vacío que siempre culminaba con la llegada de aquél chico y su propia voz embustera: «Por favor… tengo una niña pequeña y una esposa que… », seguida de el disparo que lo arrojaba a los brazos de la oscuridad, a los cantos de las huldras y la iridiscencia del fantasma que moraba más allá de la cadena de los eventos cósmicos.
La portezuela de la camioneta chirrió, y al tumbarse dentro, del asiento se levantó una nube de polvo. La llave giró en el interruptor y de las entrañas de la carcacha brotó un ronquido de protesta. Al tercer intento, el motor se encendió entre estertores y petardeos que cobraron regularidad cuando el pie de Vill pisó el acelerador a fondo.
«¿Qué demonios haces?», dijo la débil voz de su cordura. Pero su cuerpo ya había quedado enganchado de forma irreparable a los rieles de la hecatombe. Pisó el embrague y su mano metió la reversa. Antes de darse cuenta, la camioneta echaba marcha atrás sobre los neumáticos desinflados, segando los helechos que se habían adherido a los rines con el paso de los años. Primero despacio, luego más rápido, y más rápido, sin mirar atrás. ¿De qué habría servido? El cristal estaba hecho un asco. Más rápido aún, en seguida, un chirrido de frenos en el camino y una tremenda explosión metálica. Todo se sacudió.
—¡Mira lo que has hecho, viejo hijo de puta!
El grito le llegó desde atrás y mientras retiraba la frente, cada vez más hinchada del volante de la pickup, escuchó la puerta de un auto que se azotaba y un nuevo rugido:
—¡Ahora sí vas a pagarlas todas, cabrón de mierda!
La mano de Vill bajó hasta la manija de la puerta, y los hechos saltaron frente a sus ojos, como ocurre con una película dañada. De pronto estaba en pie, afuera del vehículo, y una figura corpulenta y borrosa se acercaba amenazante.
—¡Greg, regresa aquí! ¡Sólo está ebrio!
Pero la hipotética borrachera del viejo a Greg le importó una mierda. Vill lo vio venir, enorme, veloz y lo peor de todo: iridiscente.
La boca le tembló, el terreno dio vueltas en torno a sí. La bestia venía, había cruzado la puerta y ahora caminaba por el mundo para devorar a los vivos. Vill sollozó, por la muerte inminente, por el mundo que terminaba, por la cadena, y por una hija y una mujer que ya no sabía si en realidad existieron. Entonces, la respuesta apareció ante sus ojos, similar a un letrero fluorescente.
«Por supuesto. ¿Cómo pudiste olvidarlo?».
Metió la mano en su chaqueta y extrajo su revólver reglamentario que pendía de un arnés oculto, el cual no recordaba haberse puesto. Otro trozo brincado de la película.
Los disparos sonaron potentes al medio día de Nilfden y unos grajos se alzaron entre graznidos desde las copas de los árboles, al tiempo que la voz de una de las arpías barrenderas estallaba en un grito casi gutural.
El eslabón avanzó otro poco.
III
Daniel Selvik se encontraba de vuelta en Penobscott, después de un mandado en Nyhamn, cuando al cruzar la puerta de la comisaría, la recepcionista lo miró con ojos desorbitados.
—¿Jenny, dónde está todo el mundo?
—Ha… habido un tiroteo en tu barrio Dan.
Un tiroteo en el bajo Nilfden no era algo tan extraño, pero algo en la voz de la chica incomodó demasiado a Selvik.
—¿Y Halden?
—Todos están en la escena, parece que el tipo es muy peligroso.
Hubo algo de premonitorio en esas palabras.
—Bueno, voy para allá también.
—Ten cuidado, Dan, siento algo muy raro en todo esto.
Selvik también lo sentía, pero se dio la vuelta y se dirigió a la salida, mientras el teléfono sonaba en la recepción de la comisaría de Penobscott.
Se metió en la patrulla, comprobó la frecuencia de radio «abrumadoramente silenciosa», y luego, comprobó la munición de su Smith & Wesson, calibre 38. Acababa de cerrar el tambor y echar el seguro cuando Jenny McDylan salió corriendo por la entrada de la comisaría, llamándolo a gritos y agitando las manos. Jenny era una muchacha pálida, pero ahora estaba blanca cómo el papel.
—¿Qué sucede, Jen?
—Tienes una llamada Daniel…
La confusión asomó al rostro de Dan.
—Pues dile que deje su mensaje.
—Es el asesino… Quiere hablar contigo.
IV
El auricular del teléfono estaba tendido a un lado del aparato, cuando Selvik volvió a la recepción. El policía dedicó una fugaz mirada a los ojos aterrorizados de su compañera, justo antes de llevarse la bocina al oído:
—¿Sí? Habla el oficial Selvik.
Hubo un salto de interferencia estática en la línea, y luego, una voz aguardentosa sonó al otro lado:
—Dan, ¿eres tú?
Reconoció a su interlocutor en seguida y sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. Tenía que haber un error.
—¿Vill? ¿Pero qué diablos está pasando? No…
—Ya no… ya no puedo soportarlo más, Danny… —Sólo la madre de Selvik lo había llamado Danny—. Las visiones me queman la mente… —Era muy difícil decir si Martenseen reía o lloraba—. No queda tiempo, él está a punto de salir, quizá diez o veinte años, no lo sé. Pero para él los años son iguales que segundos.
—Vill, ¿de qué estás hablando? Escucha, se que le has disparado a alguien. Por favor, tienes que parar ahora, iré para allá si es lo que quieres pero…
Cómo si no le hubiese oído, Martenseen continuó:
—… ella no podrá contenerlo más, Dan, la está matando. —la voz del viejo se quebró—. Es nuestra madre, siempre lo ha sido, y los mitos han sido tan injustos con ella. Le debemos la vida…
—¿De quién me estás hablando, Vill?
—De la dama gris, esa que se sienta en el trono del Hellheim.
Los ojos de Dan se encontraron una vez más con los de Jenny. Luego volvieron al teléfono.
—Vill, ¿estás armado ahora?
—Sí, Danny, estoy armado —sollozó.
«Danny».
—¿Si te pidiera que me prometieras no lastimar a nadie más, harías eso por mí Vill?
—Nunca quise lastimar a nadie.
—Lo sé Vill. Lo que importa ahora es que no lastimes a nadie más. En serio, necesito que me prometas eso… Mira voy para tu casa ahora mismo, sólo tardaré unos minutos y ya está, podremos hablar como siempre y todo estará bien, amigo.
Era la primera vez que llamaba a Vill “amigo”, y se dio cuenta con pesar, que lo decía en serio.
Martenseen guardó silencio un momento, como si pensara en lo que Selvik acababa de decir. Selvik pudo escuchar la voz del jefe Halden al fondo, decir alguna orden enérgica por un altavoz.
Martenseen respondió:
—No Danny… No vengas. Mantente lejos de aquí. Ya no puedo soportarlo…
—Vill. Vill, escuchame… ¡Vill!
Sonó un grito de estática en la línea que atacó con violencia el oído de Selvik quien dejó caer el aparato sobre la mesa. Un segundo después, la tierra se sacudió y fuera de la comisaría se escuchó una tremenda explosíon, cuyo sonido demoró en llegar hasta allí debido a la distancia.
—Dios mío… —susurró Jenny con un hilo de voz.
A través de la puerta abierta de la comisaría, los únicos dos sobrevivientes del departamento de policia de Penobscott, pudieron ver una gran columna de fuego y humo negro que se alzaba con las montañas de fondo, allí dónde un segundo antes se encontraban en pie las casas de Martenseen, de Selvik y la mitad de un barrio de mala muerte llamado Nilfden. Ese día, a Daniel Selvik le pareció percibir un leve movimiento en alguna parte, sutil pero devastador, fue sólo por un instante; después de eso, la cadena siguió avanzando en la oscuridad del infinito.
Guadalajara, Jalisco
24 de agosto del 2020