
Por S. Bobenstein
En la época contemporánea, es innegable que Rusia ha sido un personaje clave en el escenario de la geopolítica de nuestro planeta. La revolución liderada por Lenin a principios del siglo XX fue la que inició la chispa que convertiría la Rusia zarista en una de las más grandes potencias mundiales, todo basado en las ideas de Marx acerca de una sociedad igualitaria en la que los medios de producción pertenecieran a los trabajadores y cuya labor debía rendir frutos y beneficios para la propia comunidad trabajadora y no para satisfacer las necesidades de la clase privilegiada.
Usualmente, cuando se menciona el comunismo se hace de manera peyorativa, incluso se le da una connotación pecaminosa, criminal, y no sin cierta razón; mas no son las razones y los “hechos” que nos ha implantado la máquina propagandística estadounidense las que deberían saltar al proscenio cuando pensamos en la bandera de la hoz, el martillo y la estrella, así como tampoco deberíamos saltar al juicio precipitado de que una sociedad comunista está destinada al fracaso simple y llanamente porque el comunismo “no funciona”. Si algo debemos recordar es que el capitalismo, el socialismo, el comunismo y cualquier otro sistema social y económico son modelos creados por seres humanos y ejecutados por los mismos, por lo tanto, son los seres humanos quienes lo deforman y, aunque pudo iniciar con las mejores intenciones, lo convierten en algo inmoral.
George Orwell, él mismo un fuerte defensor del socialismo democrático, ejemplifica magníficamente los males del comunismo encabezado por Stalin en su obra Rebelión en la granja (Animal farm, su título original en inglés) de 1945; en ella, el autor utiliza la fábula para describir su visión acerca del ascenso y la decadencia del comunismo ruso, en la que los animales de una granja (el pueblo ruso), liderado por los cerdos (bolcheviques, luego Partido Comunista), se rebelan contra el abusivo granjero (zar Nicolás II) para convertirse ellos mismos en los dueños del fruto de su trabajo y, finalmente, ser libres del yugo opresor. Una vez listos para determinar su propio destino, los animales depositan en los cerdos su confianza para guiarlos hacia la utopía de una “república de los animales”. Dentro del grupo de los cerdos, Snowball (León Trotski) y Napoleón (Iosif Stalin) son los más involucrados en el debate sobre cómo dirigir la granja, cada uno interpretando a su manera las ideas que el viejo cerdo Mayor (Karl Marx/Vladimir Lenin) les transmitió antes de morir. Snowball, intelectualmente superior, abogaba por la igualdad de todos los animales y su muy necesaria participación en la toma de las decisiones acerca del destino de la granja. Sostenía que el progreso vendría con una sociedad educada, activa y trabajadora que produjera sus propios avances y comodidades, y que el ideal de la república de los animales debía transmitirse a todos los animales del mundo para lograr el bienestar de todos. Napoleón, menos capaz de idear y deseoso de poder, se limitaba a contradecir todo lo que Snowball propusiera y en las sombras elucubró un plan con el que desterró a Snowball de la granja mediante la fuerza, haciéndose así con todo el control y liderazgo. Mediante fabricación de intrigas, engaños y manipulación maliciosa de la verdad y los principios de la rebelión, Napoleón convirtió la granja en una sociedad totalitaria, fascista y autocrática, que explotaba a los animales tanto como el mismo granjero lo hacía y reservaba privilegios exclusivos para los cerdos, la nueva clase superior. Justo debajo de sus narices, la granja de los animales había vuelto a convertirse en otro instrumento más de opresión.
Y así, resumido de una manera muy agradable, Orwell nos cuenta la historia del estalinismo y denuncia al fascismo y al totalitarismo, a las ansias de poder y a los hombres inmorales, como los corruptores de ideas que efectivamente estaban encaminadas a la liberación de las personas y a establecer la igualdad entre las gentes y las naciones, un mundo en el que la explotación dejara de considerarse como necesaria, en cambio, lo único que el heroico e incansable pueblo ruso pudo conseguir con su sacrificio de sangre y sudor, fue quitarle el látigo a un opresor para entregárselo, sin saberlo, a alguien de la misma calaña.
Al final, son los peores aspectos de la naturaleza humana, y no los modelos socioeconómicos, los que nos oprimen, nos explotan, nos retrasan y nos hacen creer que nada puede funcionar, que todo seguirá así como está, tan mal como esté, porque “eso es mejor que estar como los otros”.