Drácula: el espíritu de la época a finales del siglo XIX

Por S. Bobenstein

La luna llena imperaba en el cielo nocturno, su luz, tan penetrante como fantasmal, apenas era opacada por las sombras de unos cuantos jirones de nubes que se desplazaban parsimoniosamente al ritmo del silbido del frío viento del este. Bañada por la fuente plateada del astro, en la cima de una colina escarpada, la silueta de un magnífico y derruido castillo coronaba un paraje desolado, poblado por rocas puntiagudas, cadáveres de árboles que otrora fueron frondosos y el tenue sonido de las criaturas de la noche a lo lejos. Un viajero incauto, imprudente al haberse dejado sorprender por la noche durante su viaje, se acercaba por el sendero principal de la entrada del castillo en busca de refugio contra los peligros de la intemperie, no sin cierta reserva, temeroso de esa sensación detrás de su cabeza y dentro de su abdomen, esa certeza de que “algo no está bien”, mas era preferible la protección de los muros y la oscuridad a la merced de las bestias y el clima.

Al llegar a las enormes y negras puertas del castillo y tratar de empujarlas para abrirlas, se sorprendió al notar que éstas parecían moverse por sí mismas, como si tuvieran el peso de una pluma. Echó un vistazo antes de entrar, incapaz de librarse de su nerviosismo; las sombras y la luz lunar proyectaban lo que parecían ser formas fantásticas y retorcidas sobre las paredes empolvadas y repletas de telarañas, como si aquello se tratara de un mausoleo hacía largo tiempo abandonado. Se sobresaltó al notar la presencia, como si hubiera aparecido de la nada, de un hombre alto y delgado, vestido completamente de negro, pálido como la misma luna pero con ojos y labios rojos y encendidos. El hombre le ofreció una sonrisa de dientes blancos y puntiagudos al viajero, quien retrocedió sutilmente ante el gesto. “Bienvenido a mi castillo, viajero”, dijo el hombre de negro con marcado acento, “yo soy…”.

Si la mayoría de los que leemos esto sabemos qué es lo que dirá el hombre de negro, si el escenario descrito nos parece en extremo familiar, si estamos seguros que la suerte del viajero ya está echada desde el momento en que eligió ir al castillo, si este pasaje evoca en nosotros las memorias de cuentos, novelas, películas, pinturas, obras de teatro, etcétera, de tono gótico y macabro, se lo debemos a Abraham “Bram” Stoker y su novela de 1897 “Drácula”.

Es innegable que la novela de Stoker y el conde Drácula marcaron un hito en la cultura popular global. Aunque no fue la primera historia de vampiros que se haya publicado, ni la primera mención de una criatura hematófaga paranormal en el imaginario colectivo de la humanidad, “Drácula” sentó las bases para el arquetipo de los vampiros y todas sus variantes en casi todos los medios de difusión conocidos, abriendo la puerta para interpretaciones y reinterpretaciones del personaje ya sea para fines terroríficos, románticos, cómicos o hasta filosóficos.

Los que hemos leído la obra de este autor irlandés tuvimos la fortuna de encontrar una aventura apasionante, con personajes entrañables, poderes sobrenaturales y momentos francamente perturbadores, incluso para nuestros días, pero detrás de esta excelente historia, si leemos entre líneas, podemos encontrar una visión fiel acerca de los tiempos de finales del siglo XIX en Europa, de las ideas, las costumbres y los cambios que se suscitaban en una región que pugnaba por ser progresista, moderna y racional sin poder sacudirse del todo las tradiciones, creencias y supersticiones de los siglos pasados.

La luz del futuro contra la oscuridad del pasado

Quizás el tema principal de la novela, la lucha por la supremacía entre el pasado y el futuro se hace patente en la representación de las fuerzas del bien y del mal en la Europa Occidental y la Oriental.

Si revisamos la historia, podemos darnos cuenta que el occidente del continente se ha caracterizado por grandes reinos y potencias conquistadoras que han guardado la hegemonía sobre la región y sobre muchos territorios ultramar, asegurando su propio bienestar económico y social a base del trabajo de los demás pueblos sometidos. Pese a lo abusivo que esto pueda parecer, el aprovechamiento de los recursos ajenos les permitió a los países occidentales desarrollarse más prolíficamente en las capacidades del conocimiento humano. Las ideas, las ciencias y las artes producidas en el occidente han sido referentes durante siglos y, sin duda alguna, lo seguirán siendo hasta el final de nuestros días. Por otra parte, la región oriental europea no gozó de tales “beneficios” y tardó mucho más tiempo en desarrollarse como una sociedad moderna, por consiguiente, sus tierras y sus pueblos estuvieron sumidos por mucho más tiempo en las sombras del oscurantismo, con sus respectivas supersticiones y modos de vida anacrónicos para los avances de su contraparte occidental. Monstruos, fantasmas, talismanes, rituales y miedo a lo “nuevo desconocido” era la normalidad de la región y, aunque pintorescas, estas costumbres y modo de pensar les resultaban ridículas a las masas modernas, quienes veían aquello como ignorancia rampante, tratando de poner tanta distancia como pudieran entre ellos.

El periodo de finales del siglo XIX fue el preludio de la época moderna, del futuro, de los avances de la grandeza de la razón y el conocimiento. Los europeos se vanagloriaban de ello, pero no podían ocultar que mucha de la población aún vivía en el atraso y, si querían llegar a una vida moderna, tenían que ingeniárselas para deslindarse de ellos. La modernidad se encarna en la historia en el grupo de los “héroes”, todos individuos acaudalados, educados en diversas áreas de la cultura y las ciencias, modelos perfectos de los ideales de las mujeres y los hombres de la época, quienes se ven afectados por la terrible influencia de Drácula, monstruo vampírico con siglos de existencia, venido del oriente, quien urde un plan para trasladarse a Londres y esparcir su maldición mítica a todo el mundo. Los mitos y las leyendas “atrasadas” irrumpen en la realidad de los héroes y los afectan irremediablemente con terror y desesperación, tratan de combatir la amenaza con los recursos que la modernidad les ha conferido sin éxito y es cuando recurren a los conocimientos y tradiciones del pasado que pueden enfrentar al conde con un atisbo de esperanza en vencer.

No importa cuánto avancemos hacia el futuro, cuán modernos seamos o qué tan sofisticados nos consideremos, nunca podremos librarnos del todo de nuestras creencias instintivas, del “sentido común” que ahora es llamado superstición, pues todo progreso está sustentado en algo y ese algo no es otra cosa que el pasado que alguna vez fue la ley imperante en nuestras mentes y corazones, y, como parte de nosotros, nunca desaparecerá del todo.

Divisiones socioculturales

Los protagonistas de la historia son todos ricos, instruidos, virtuosos y gozan de un estatus distinguido en la sociedad, el antagonista es un conde cuyo pasado insinúa su nacimiento y crianza dentro de una familia de caudillos noble y poderosa, además de ser versado en las áreas del saber y las artes ocultas de su época. Esas son las fuerzas que tiran de los hilos de la historia y de quienes depende el destino final de todos los demás, el pueblo llano, quienes no parecen tener la capacidad de intuir o entender los eventos que transpiran a su alrededor, y no por mera ignorancia, sino también porque toda su vida, todo su tiempo, se consume en su particular lucha por sobrevivir, por llevar el pan a la mesa, por ganar unas monedas, por satisfacer las pocas alegrías que una existencia difícil les permite; las virtudes y la exaltación parecen ser difícilmente accesibles para la gente común, quienes necesitan de sobornos e incentivos para “facilitar la ejecución del bien”.

Hay una clara y marcada separación entre los estratos socioculturales superior e inferior. Mientras la batalla entre el bien y el mal, entre el progreso y el retraso, entre lo mejor y lo peor de la humanidad, se lleva a cabo por los que tienen el poder, todos los demás se reducen a un rebaño sin rostro que sólo existe para sustentar a los primeros.

La mujer moderna

El personaje de Mina Harker (Murray, antes de casarse) es un elemento destacable dentro de la visión de Stoker acerca del papel de la mujer en la sociedad, aunque no es seguro decir que es la misma visión que la sociedad en general empezaba a desarrollar acerca de las mujeres a finales del siglo XIX. Aún siendo descrita como una mujer joven, hermosa, amable y encantadora, las virtudes de Mina que el autor destaca por encima de todas son su inteligencia, perspicacia, ingenio, razonamiento, determinación y entereza; no se trata de una damisela en peligro, aunque los personajes masculinos en un principio tengan el impulso de tratarla como tal, sino de una persona tan apta como ellos de enfrentar los horrores y las penurias de la odisea, incluso más capaz de identificar y de proponer soluciones efectivas y contundentes para los obstáculos que se presenten. Quizás no haya tenido la misma formación académica y cultural que sus contrapartes masculinas, sin embargo, muestra una fortaleza de carácter que sirve como pilar para que los otros se apoyen, sabe manejar mejor sus emociones que los mismos hombres y no se desmorona ni desmoraliza tan fácilmente como ellos lo llegaron a hacer en algunas ocasiones. Tenaz hasta el extremo, Mina se convierte en el centro neurálgico del grupo y en la encarnación de su espíritu. 

La mujer moderna de Stoker, arquetipo que también podemos encontrar en el personaje de Irene Adler de Doyle, camina a la par de los hombres, incluso unos pasos adelante, limitada sólo por el rol social obsoleto que tradicionalmente se le ha impuesto, y sus contribuciones intelectuales y emocionales son necesarias para el progreso del conocimiento y de la sociedad.

La bestia interior

Drácula es un monstruo con forma de humano cuyo propósito de vida es alimentarse de la sangre de otros y esparcir su maldición en el mundo, todo para perpetuar su existencia. Si esto se reinterpreta desde una perspectiva reduccionista, el propósito de la existencia del vampiro es alimentarse, sobrevivir y reproducirse; Drácula es un hombre que se abandonó a las pulsiones básicas de un ser vivo y le dio la espalda a sus cualidades humanas, él es un reflejo de los aspectos más salvajes que son inherentes a nuestra naturaleza como animales, los cuales luchamos por dominar y, en algunos casos, suprimir, en pos de alcanzar el más completo desarrollo humano y la convivencia pacífica y civilizada con nuestros semejantes. La irrupción del conde en el mundo civilizado genera caos  y desastres puesto que se creía que esa etapa salvaje del humano ya había sido purgada y el horror se genera cuando se presencia la brutalidad que nos recuerda que eso siempre estará latente en nuestras vidas.

La amenaza de la enfermedad

Los avances en la ciencia de finales del siglo XIX se dieron a pasos agigantados y sentaron las bases para la rápida sucesión de hitos del conocimiento de nuestra época. La medicina se vio particularmente beneficiada del entendimiento más profundo y certero acerca de la patogenia de las enfermedades y sus tratamientos, los descubrimientos de Koch y Pasteur, por nombrar algunos, revolucionaron la práctica médica y la llevaron al siglo XX. El hecho de que la maldición vampírica sea transmitida por mordedura e ingesta de sangre y Drácula posea la capacidad para adoptar diversas formas, hace alusión al principio microbiológico de agentes causales de enfermedad, así como a los avances en el estudio microscópico de los tejidos corporales de los seres vivos y a la identificación de portadores animales de infecciones. El miedo al vampirismo es el miedo al contagio, a la enfermedad recién descubierta, a la falta de higiene y a la carencia de asepsia y antisepsia. En un mundo que anhela la pulcritud, la suciedad y podredumbre de una nueva enfermedad, en la que se involucran fluidos corporales y contacto físico directo, es horrorosa e intolerable.

«Drácula» fue, sigue y seguirá siendo un fenómeno sociocultural y un ícono de la cultura popular, pero también es reflejo del Zeitgeist, el espíritu de los tiempos, de la transición del siglo XIX al XX, es una fotografía narrada de la Europa de aquella época, de sus aspiraciones, esperanzas, temores, héroes y monstruos, la cual podemos vislumbrar con claridad cada vez que la luna llena brilla y las criaturas ocultas en la noche nos acechan y nos recuerdan por qué le tememos a la oscuridad.

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