La tumba de las luciérnagas: las voces de los huérfanos de la guerra

Por Aledith Coulddy

En 1967, el autor japonés, Akiyuki Nosaka, dio vida y voz a la trágica historia de dos niños nipones ficticios que llevaban por nombre Seita, de 14 años, y Setsuko, de tan sólo 4 años de edad.

Esta novela se hizo popular en los años 80 cuando el estudio Ghibli la llevó a la pantalla grande de la mano del director Isao Takahata con un guión coescrito junto al propio Nosaka.

La narración relata los agravios ocurridos posterior a los bombardeos de la ciudad de Kobe, en marzo de 1945, a tan sólo cinco meses previos a la rendición del ejército japonés durante los eventos de la Segunda Guerra Mundial.

La novela se enfoca específicamente en la vida de Seita y Setsuko durante ese intervalo de meses. En ella, Nosaka detalla sin escrúpulos, y con una dura y nada censurada realidad, la situación que vivieron los dos menores una vez que su pueblo se vio atacado por la armada americana. Las consecuencias que oscilaron desde la pérdida de sus padres a manos de la disputa y la indiferencia de los habitantes vecinos ante la orfandad y soledad de ambos chicos, cae como un baldazo de agua hirviendo a las emociones de aquel que se atreve a conocer esta historia.

En Hollywood y en las grandes productoras cinematográficas de todos los tiempos, suelen priorizar la descripción de historias bélicas enfocadas en los soldados y sus hazañas, en los milagros ocurridos en campos de batalla y los esfuerzos osados de aquellos que valientemente se postraron en las primeras filas durante una contienda. 

Por su parte, además, los filmes relacionados a lo ocurrido durante la Segunda Guerra Mundial se atrevieron a ficcionalizar hechos que hacían más atractivo este evento histórico y, del mismo modo, se apiadaron de las víctimas más reconocidas en esta guerra: los judíos, para contar aquello que tanto sufrieron durante los seis años que duró la guerra.

Sin embargo, son pocas las historias que hablan de otra de las caras más repulsivas no sólo de este acontecimiento sino de todos aquellos en los que se ha intentado resolver un conflicto con la fuerza antes que con la razón: los huérfanos de la guerra.

Seita y Setsuko son un reflejo de la ambivalencia humana, esa que te muestra de lo que es capaz un individuo para proteger a aquellos cuyo amor lleva arraigado en lo más profundo de su ser, hasta lo que, otros, dentro de su infinita indiferencia, pueden ocasionar cuando la compasión se queda como sólo un sustantivo y no un valor humano.

Ambos chicos, unidos por la fraternidad que la vida les otorgó por mera coincidencia, viven los horrores de la guerra misma aun estando fuera del campo de batalla. Su propia lucha se ve encarnada dentro de la pobreza de alimento, cobijo, comprensión y refugio.

A su lado nadie queda, sólo están ellos tratando de sobrevivir en una sociedad infestada de miedo, un miedo que lleva el apellido de su propio pueblo y que suena al compás de las sirenas que advierten que un nuevo ataque se acerca. Cada quien debe valerse por sí mismo, los habitantes que buscan refugio y bienestar propio están muy ocupados en sus penas para atender la de dos niños que seguramente acabarán muertos. 

Mientras tanto, el gobierno japonés está atareado en batallas que lucen complicadas de vencer y se olvidan que, en casa, aquellos que supuestamente tratan de proteger, están desvalidos y con una urgencia apremiante de alguien que los voltee a ver y les tienda una mano.

Setsuko, de tan sólo 4 años, posee así sólo una persona en el mundo que ve por ella, su hermano, que lógicamente no tiene los medios, la fuerza y la sabiduría para resolver ese dilema y cumplir la misión de proteger la vida e inocencia de su hermana.

Los dos niños, niños que deberían estar viviendo todo menos aquello, son las voces de los huérfanos que se crean a partir del acto más insensato que produce un ser humano: la guerra. 

El estado de desamparo no conoce, ante esto, nacionalidad alguna. No sabe de necesidades ni del sentido de lo que es justo, pues aquellos que pueden evitar que algo como esto le suceda a los más inocentes son los que precisamente lo provocan.

Akiyuki Nosaka, quien vivió algo similar a lo que retrata en su obra y pone sobre papel un poco (o mucho) de sus propias vivencias, culpas y recuerdos, logra de manera magistral dar voz a su yo del pasado, un yo del pasado que se siente aún vigente dado que la humanidad continúa replicando los hechos antiguos, como si nada se hubiera aprendido de ellos.

La literatura, que es un reflejo de las vivencias y emociones humanas, adquiere gran valor cuando retrata situaciones como las narradas en “La tumba de las luciérnagas”. Nos hace, como individuos, reflexionar acerca de quiénes somos y hacia dónde nos dirigimos con cada acción y decisión que tomamos. ¿De qué somos parte? ¿A qué estamos dispuestos llegado el caso?

Novelas como esta, incluso si conocemos la historia por su versión cinematográfica, abren el corazón y la introspección de quien la mira. Nos muestra, a través de los ojos de otro (aunque exista a kilómetros de distancia o años de diferencia) lo que ha vivido, y nos exhorta a aprender para, en la medida de lo posible, no repetir ni ser parte de los mismos hechos. A entender aunque no vistamos la misma piel y a ataviarnos de la compasión que le arrebató a otros lo más esencial de la dignidad humana.

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