
Por S. Bobenstein
El detective entró en el bar cuando la tormenta estaba en su punto más álgido. Dejando un rastro de gotas de agua que escurrían de su gabardina, se encaminó a apoyarse de espaldas en la barra para mirar a los presentes. Los pocos parroquianos que se encontraban ahí no trataron de disimular que lo examinaban de pies a cabeza, en especial un hombre que tenía un ojo de color azul y el otro oscuro, semioculto entre las sombras de un rincón. Sólo por las expresiones de los rostros de los presentes, el detective sabía que no se encontraba entre amigos.
—¿Qué le sirvo, camarada? —preguntó el bartender con voz ligeramente rasposa e inexpresiva.
—Whisky doble, en las rocas —respondió el recién llegado, sin molestarse en voltear a ver a su interlocutor.
El sonido del vaso deslizándose sobre la barra no mereció su atención ya que el hombre del ojo azul no le quitaba la vista de encima, por el contrario, parecía que, a medida que pasaba el tiempo, su mirada se volvía más intensa. El detective no cedió un milímetro ante aquella espontánea batalla tácita. Las pistas del homicidio lo habían llevado a aquel lugar de mala muerte, cliché, sí, pero su olfato de sabueso rara vez se equivocaba en cosas como esas. El asesino estaba ahí.
Su nuevo contrincante inició un lento movimiento hacia dentro de su abrigo, sus ojos heterocrómicos un par de picas fijas sobre él, a lo que el detective realizó un movimiento similar en busca de la pistola oculta en su gabardina. La visión de un cigarrillo entre los dedos del hombre del ojo azul lo hizo relajarse, el otro pareció perder interés en él y se dedicó a fumar en silencio.
Algo decepcionado, el detective se giró sobre la barra para tomar su vaso y acabar con el whisky de un solo trago. No pasó medio segundo cuando sintió que la garganta y su tracto digestivo se le derretía por un calor indescriptible, un grito se le atoró entre sus cuerdas vocales y se llevó las manos al pecho y la garganta como para tratar de sacarse la marea ácida que le carcomía las entrañas. El hombre dio con sus huesos al suelo ante la sorpresa y el horror de todos los demás, se ahogaba con sus propios fluidos y el dolor lo hacía sacudirse y convulsionar, ofreciendo un grotesco espectáculo. Lo último que vio antes de que la visión se le oscureciera por última vez en su vida fue el rostro del bartender asomado por encima de la barra, pasando de una mueca de sorpresa a una sutil sonrisa de victoria sobre aquel viejo sabueso que erró el rastro.
Lo anterior es un pequeño ejemplo de un recurso narrativo llamado en inglés «red herring (arenque rojo)», el cual consiste en utilizar algún elemento de una historia para captar la atención del lector o espectador y llevarla en una dirección engañosa que lo distraiga de sutilezas importantes, esto para lograr generar falsas conclusiones que planteen un giro de tuerca en el argumento al revelar la verdad.
El término se popularizó en 1807 por William Cobbett, quien comparó el recurso narrativo con una estrategia para hacer que los sabuesos que seguían el rastro de una liebre lo perdieran, usando el penetrante olor de la quema de un arenque (un tipo de pescado) para distraerlos.
Aunque el red herring es un recurso narrativo usado ampliamente, en especial en la ficción de misterio, también puede ser encontrado como falacia lógica al utilizar argumentos que no son incorrectos pero resultan irrelevantes para sostener una premisa o responder una pregunta. Los demagogos son infames por usar este tipo de argumentación.
Por todo lo anterior, el uso adecuado del humilde arenque rojo puede potenciar los efectos de sorpresa o emoción en una historia sin caer en el deus ex machina, abriendo así un universo de posibilidades para seguir de acuerdo al nuevo paradigma establecido cuando la verdad sale a la luz.
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