
Por Aledith Coulddy
Las películas bélicas, específicamente las relacionadas a La Gran Guerra o a la Segunda Guerra Mundial, siempre conllevan un gran atractivo dado las hazañas épicas de sus protagonistas o el ya famoso «basado en hechos reales».
Mirar los estragos de algo tal como esos eventos y los hechos heroicos de sus protagonistas embargan de empatía, euforia y sentido de justicia. Al final de cuentas, en muchas narraciones, el clímax y punto álgido se alcanza en escenarios de batallas; una película cuyo contexto entero se desenvuelve dentro de una guerra, por lo tanto, si no posee momentos de descanso, se percibe como un acúmulo de emociones que se van acrecentando.
1917, de Sam Mendes, es una muestra de lo anterior. Un viaje de apariencia simple dentro de un mundo al que lo ha invadido el desorden y la barbarie de la guerra.
Abordar esta obra maestra es hablar de dos aspectos principales: el guion y la cinematografía.
En el primer caso, nos encontramos con la historia de dos soldados británicos (Blake y Schofield) cuyo asentamiento se encuentra en Francia, a los lindes de la Alemania enemiga. Ambos han sido encomendados con la misión de acudir a donde se halla el Segundo Batallón del Regimiento de Devonshire, una tropa de 1600 hombres, dentro de los cuales se encuentra el hermano mayor de Blake, para advertirles que la misión de atacar a los soldados germánicos, que en apariencia se habían replegado, debía ser abortada, pues se trataba de una emboscada bien planeada por el bando contrario para acabar con dicho batallón.
Esta simple encomienda es el propio nudo de la historia. La problemática se localiza dentro de la misma premisa, pues el propósito de los protagonistas no va más allá de eso, por lo que la historia y el guion hallan su esencia en la anécdota más que en una dificultad que se les presente, de pronto, a los personajes.
En casos como estos, los guiones y las narraciones pueden enfrentarse al problema de que lo que estén contando se vuelva monótono o carente de emoción. Las historias anécdoticas, al no tener un clímax propio, pues el clímax va implícito dentro de la misma anécdota, pueden correr el riesgo de carecer de catarsis, uno de los sucesos más graves dentro de una narración.
En 1917 afortunadamente esto no sucede, a pesar de que la historia se trata precisamente de nada más que la anécdota de dos soldados dentro de una guerra que es mucho más grande que ellos.
Lo anterior, la relevancia del filme, se logra gracias al increíble trabajo de fotografía de Robert Deakins y el montaje de Lee Smith.
La película, filmada como ya es bien conocido, de modo tal que pareciera un plano secuencia (una toma continua) es lo que vuelve a esta ordinaria narrativa en una extraordinaria experiencia visual. La decisión de contar la historia como si fuera una sola toma, sin las ya pausas acostumbradas (a excepción de dos en donde se hace un corte de cámara a modo de descanso y separación de elementos de la propia estructura narrativa), fue intencionadamente hecha para que el espectador esté en sintonía con la sensación de apremio y urgencia que poseen Blake y Schofield por entregar el mensaje antes de que sea demasiado tarde.
Al ser una historia sencilla se debía recurrir a los dos elementos principales del séptimo arte, su cinematografía y su edición, para transformar esta historia, que se pudiera contar en dos frases, en una que valiera la pena conocer.
De este modo, mediante tomas que varían entre la perspectiva de Blake, de Schofield o de una más objetiva, nos posicionamos constantemente, al igual que ellos, en el campo de batalla, sufriendo las mismas penas, riendo en las mismas situaciones hilarantes, pero sobre todo advirtiendo al lado de ambos la misma prisa y los peligros que se desenvuelven a su paso, los típicos de una misión dentro de una guerra, pero contados de tal modo que uno se percibe ahí, no como rememoración sino como experiencia propia.
La maravilla que es «1917», que recibió diez nominaciones en los próximos Academy Awards, que por cierto pecó de omisiones necesarias dentro de sus contemplados para ganador del Oscar, es una película que más que verse, se vive y se experimenta.
Es cierto, que como tanto he repetido, no posee una historia extraordinaria, pero no le hace falta, se compensa con esa artística, bien lograda, excelsa y cuidadosamente planeada y armada narrativa visual. Se acompaña de una banda sonora acorde a cada escena que no hace más que complementar y energizar las escenas en pos del propósito de sumergir más al espectador dentro de la experiencia, y las actuaciones, aunque no son destacables por la misma esencia de la historia, son perfectas para el mismo propósito de destacar lo que se ve y contribuir a que la anécdota que se cuenta, se vuelva maravillosa.
Recomiendo ampliamente acudir a ver esta película en una pantalla de cine adecuada y, de no ser posible, mirarla, en cuanto se tenga oportunidad, con la mente bien dispuesta en lo que está a punto de mirarse, para que no se pierda detalle alguno de la historia de dos soldados ingleses que no hicieron más que entregar un mensaje… pero de la más bella manera de contarla.