El Cirujano

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Por Oscar Valentín Bernal

 

I

Michael Wuh abrió los ojos lentamente, luchando por alejar aquella bruma de inconsciencia que lo mantuvo en un mundo oscuro de irrealidad durante un lapso de tiempo imposible de determinar. La cabeza le punzaba con espasmos que nacían en las sienes y le recorrían el cráneo hasta clavarse hondo detrás de sus oídos. Miró a su alrededor sintiendo arder los febriles globos oculares y examinó la habitación bien iluminada en la que se encontraba: una pequeña camilla acolchada, sobre la cual su cuerpo flotante se encontraba tendido y cubierto con una manta que se le adhería como una segunda piel; cuatro paredes beiges totalmente lisas y de aspecto pulcro. Junto a la puerta, un sillón para dos personas, una televisión de pantalla plana que colgaba de la pared frente a él y un buró al lado izquierdo de la camilla, delante de un montón de instrumentos médicos que permanecían apagados y cuya función era por completo desconocida para Michael. 

En el ambiente flotaba ese peculiar hedor a desinfectante y alcohol que probablemente tienen todas las habitaciones de hospital en el mundo. El sitio era cálido por obra de un calefactor, ubicado en alguna parte del cuarto, fuera de su campo de visión. 

A través de la puerta, se filtraban de cuando en cuando los sonidos monótonos característicos de un hospital: pasos que sonaban a lo largo de un pasillo, los murmullos de enfermeras y el ocasional rechinido de las ruedas de algún carrito de mantenimiento.   

Michael giró un poco la cabeza, percibiendo una pesadez en los músculos, seguramente producto de algún anestésico que poco a poco iba abandonando su sistema.

“¿Donde estoy?”, se preguntó. No era capaz de recordar cómo terminó en esa habitación, se acordaba de haber salido del despacho jurídico de la Darlen Corporation en el centro de Duvhök, para luego tomar el ascensor hacia el estacionamiento subterráneo del edificio. Después de eso, nada.  Continuar leyendo «El Cirujano»

Familia

Por Jonathan Novak

Aquél era siempre un movimiento rápido. Dusán apenas sentía la resistencia de la piel ajena y el pobre infortunado que recibía la estocada del delgado estilete percibía tan sólo una molestia ahí donde el cuchillo descargaba la sustancia letal. Luego, sólo quedaba morir.

Así lo sintió una vez más. Frente a él la figura de una chica de rasgos afinados lo veía sonriente. “Quizá lo ignora”, pensó Dusán por la expresión de su contrincante. “Imposible”, concluyó al ver cómo cubría la herida recibida en uno de los costados.

—Estás muerta —escupió la frase inmerso en su propio dolor. Pero ella no contestó.

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Clive Barker y el horror a bordo del «Meatnight» Train

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Por Oscar Valentín Bernal

Dentro de la lírica del miedo existe gran diversidad de variantes en cuanto al tono de una historia y los detalles que permiten que la narrativa se torne oscura, psicológica, visceral o que maneje un buen equilibrio entre distintos aspectos que dotarán de verosimilitud y debida crudeza a una obra. Mientras más sugerente sea el autor, echando mano de sutilezas y siendo contundente en los momentos precisos, mejor llevada estará la técnica y es que, quizá una de las misiones más difíciles de lograr para un escritor es la de realmente sobrecoger al lector a través de la palabra escrita. 

A diferencia del cine, en la literatura no existen los llamados «jumpscares» y el uso de recursos baratos pueden fácilmente convertir un relato de terror en una comedia sangrienta.

Uno de los maestros indiscutibles del género de terror es sin duda el escritor y director británico Clive Barker, famoso por obras como la serie de «Hellraiser», «The Damnation Game» y los ilustres «Libros de sangre». No obstante, es irónico que siendo capaz de crear universos mórbidos tan interesantes, Barker no goce de la difusión que tienen otros autores del género.
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Lamentaciones

Por S. Bobenstein

1 de diciembre de 2019

Sé que escribir diarios en libretas es una costumbre del siglo antepasado, pero, en vista de que tengo instrucciones de no interactuar más que lo estrictamente necesario con la gente local, me pareció que esto me haría alguna clase de compañía. Veré qué tal me funciona, al fin y al cabo, tengo bastante tiempo para desperdiciar.

En la travesía hasta acá me documenté acerca de la ciudad. Utqiagvik, antes conocida como Barrow, Alaska, es la ciudad más septentrional de Estados Unidos. Ubicada en el círculo polar ártico, la población de poco menos de 4,500 habitantes, la mayoría del grupo nativo iñupiat, experimenta los fenómenos naturales propios de los polos, siendo el más famoso de la comunidad la noche polar de sesenta y seis días. Desde el 18 de noviembre al 23 de enero, la luz del sol apenas alcanza a ser percibida por pocas horas, el resto del día se vive en la oscuridad. Es mejor que consiga píldoras de vitamina D, me espera una larga noche.

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Las cúpulas de Hkakabo Razi

Por Jonathan Novak

Desde un inicio me pareció un hallazgo notable. Cuando se nos informó de las ruinas que habían encontrado, esperaba toparme con una construcción simple y unas cuantas vasijas. Debo decir que me alegró enormemente haberme equivocado.

La zona comprendía siete edificaciones con forma de cúpula, seis de las cuales se encontraban alrededor de una, que dada su posición y tamaño, se entendía como la principal.

Las siete cúpulas habían sido encontradas en Hkakabo Razi, una montaña al norte de Birmania, cerca de la frontera con China. La casi constante nieve de las montañas ocultó su existencia durante siglos, hasta que un grupo de montañistas, uno de los pocos que ha podido visitar la zona en las últimas décadas, se topó con las antinaturales formaciones.

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El caso de Haven Lake

Por S. Bobenstein

PRÓLOGO

MONSTRUO DE HAVEN LAKE ATACA DE NUEVO

Semejante encabezado podría haber estado en la primera plana de cualquier tabloide vulgar, pero en el Boston Globe sólo coronaba una pequeña columna en la página nueve. La mirada de Howard se paseó por la redacción atrapando palabras al azar en una lectura rápida, a primera vista le parecía que aquello se trataba de una de esas historias de horror que tanto gustaba a la gente contar durante los campamentos alrededor de las fogatas: “me contó mi abuelo que un monstruo viene por las noches a matar al ganado”, “una noche el viejo O’Connell vio al monstruo rondar por su casa”. Se disponía a cambiar la página cuando una voz rasposa lo llamó:

—¡Callahan!

Howard levantó su mirada inmediatamente y dejó sobre su escritorio el periódico. Al fondo de la sala, en el umbral de la oficina principal, el jefe, un hombre de mediana edad, lo miraba fijamente con su habitual expresión de pocos amigos.

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La avenida del chico en traje

Por Aledith Coulddy

Gonzalo murió un 18 de octubre. Al salir de una reunión de trabajo importante, cruzó la calle, aparentemente desierta, para fumarse un cigarrillo en el parque de enfrente al edificio donde laboraba. Un conductor ebrio lo arrastró por más de diez metros antes de aplastarle el cráneo. La muerte fue instantánea; su noción de que estaba muerto, no.

Pasaron meses antes de realmente darse cuenta en lo que se había convertido. Un anonimato obligado se le había impuesto. Nadie lo escuchaba, nadie atendía a sus súplicas, ni una persona lo miraba. Nadie. Hasta el día en que presenció otro accidente parecido al que había acabado con su vida. Un niño pequeño pereció en el suceso. Con asombro, miró cómo el alma del menor se desprendía del cuerpo. No lucía confundido, era un fantasma que sabía su propósito. El niño miró a Gonzalo y le hizo una seña de que lo siguiera, pero él se quedó inmóvil. El niño levantó los hombros y caminó hacia la inmensidad de ese atardecer otoñal hasta que Gonzalo lo perdió de vista.

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Veintisiete cuentas

Por Jonathan Novak

Veintisiete, veintisiete cuentas poblaban la pulsera el día en que un viejo la ató, dando tan solo un par de giros al brazo infantil del bebé que aún se encontraba adormilado por su propio nacimiento, el cual había tenido lugar tan sólo unos días atrás.

—¿Tan pocas? —Había deseado indagar la madre al ver como se retorcía de a poco su niño al portar la apretada pulsera. Sin embargo, el viejo del templo, con surcos irregulares en lugar de cara,  sólo le había mostrado una mueca haciéndole ver lo inapropiado de su pregunta.

—Sólo veintisiete —repitió el padre al contar las cuentas, una vez había perdido el rastro del número de veces que las había contado.

Luego de soltar un suspiro, observó su propia pulsera, en ella había un número indeterminado de cuentas, no eran por supuesto tantas como habían sido el día que él había recibido su pulsera en ese mismo templo, pero aún eran las suficientes como para evitar contarlas compulsivamente y aún eran suficientes como para doblar el número que colgaba del tierno brazo de su hijo. Aquella idea le produjo un escalofrío, pues sus cuentas siempre serían más que las del infante.

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Tres hermanos

Por S. Bobenstein

—¡Rafael! ¡Despierta!

La voz de su hermano lo hizo recuperar el sentido. Entreabrió los ojos sólo para ser cegado por una luz blanca y fría, en un acto reflejo trató de proteger su mirada con su diestra, pero algo se lo impedía, al igual que le impedía mover el resto de sus extremidades. Presa del pánico, abrió los ojos tanto como pudo para darse cuenta de su estado: se encontraba atado con correas de cuero a lo que parecía ser una mesa inclinada lo suficiente para casi dejarlo de pie, vestía un traje quirúrgico blanco e inmaculado y usaba unos zapatos de tela del mismo color.

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La muerte de Nøme

Por Oscar Valentín Bernal

I

A finales de 1942, la guerra en Europa viraba a favor de la Alemania Nazi. Hitler se encontraba ya tocando a las puertas de Stalin, ganando cada vez más poder, mientras los norteamericanos se batían con los japoneses en el Pacífico. En aquel entonces, los fjällandeses no querían alemanes, ni estadounidenses, ni tampoco británicos en sus tierras. Sin embargo, en medio de la carrera por asegurar las mejores posiciones estratégicas, los deseos de los habitantes de un pequeño país insular del atlántico, poco les importó a las tres potencias, quienes irrumpieron en las playas, apostándose sobre las cuatro islas y convirtiéndolas rápidamente en un tablero de trincheras, donde la tensión se respiraba en el aire cada vez más gélido del invierno.

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